CULTURA
IDEAS Y CREENCIAS I

El timón de Pasolini abre las aguas

En esta primera entrega de la serie, el filósofo Esteban Ierardo se propone escribir sobre temáticas que incluyen ideas especiales de pensadores, corrientes filosóficas o de crítica cultural, viajeros o artistas, y relevar, de forma narrativa, creencias que, al fin de cuentas, también son un tipo de ideas, que ilustran lo otro, lo diferente y singular de algunas de las muchas culturas del ancho mundo. En esta primera entrega, el protagonista es Pasolini, de cuyo nacimiento este año se conmemoran los cien años.

Pasolini da instrucciones a Orson Welles (o tal vez sea al revés).
Al lado, Pasolini da instrucciones a Orson Welles (o tal vez sea al revés). | Cedoc

En 1962, Pier Paolo Pasolini filmó La ricotta. Se cumplen sesenta años de esa perla dentro de su filmografía, en la que asoma su visión del mundo. La perspectiva del artista cuyas ideas confrontan con lo establecido. 
En el cortometraje La ricotta, oficia como director, y como álter ego del propio Pasolini, el mismísimo Orson Welles, otro temperamento irreverente e independiente.   

Pasolini fue un intelectual heterogéneo: poeta, dramaturgo, ensayista, cineasta


 En el film se parodia el martirio de Cristo, pero no desde una pura pose sacrílega, sino desde una inversión de lo esencial: lo más importante no es el reino de los cielos, sino el reino de aquí, de la tierra. Felicidad, futuro, pan, aquí en este mundo. El personaje prinbcipal es Stracci (harapos), el pobre carcomido por el hambre, que trabaja en el rodaje como el “buen ladrón” martillado en la cruz junto a Cristo. A su esposa y sus hijos, Stracci les da toda su comida. Luego consigue suficiente queso ricotta, pero su avidez irrefrenable por comer mientras lo “crucifican” lo hace morir de congestión gástrica. 

 El rodaje blasfemo de la crucifixión de Jesucristo ocurre en una zona algo montañosa, no muy lejos de una zona residencial. Stracci desnuda a una Iglesia Católica más obsesionada por su estatus que por los desafortunados, lo que recuerda los cuestionamientos de Pasolini a la Iglesia en sus Escritos corsarios (el volumen con los artículos que publicó desde 1973 hasta su asesinato, editado póstumamente). Dardos críticos que también alcanzan a la religión solo vivida como formalismo vacío, lo que es expresado por los actores no compenetrados con el ritual que representan, y más concentrados en sus cuerpos distendidos y danzarines al ritmo de la música twist. Decaimiento cultural que también se trasluce por las poses parodiadas de los personajes de los pintores del Renacimiento italiano, Pontormo y Giovanni Battista di Jacopo, llamado Rosso Fiorentino. 

 En la particular recreación del tormento de Cristo en La ricotta se mezclan, entonces, las espumas de la hipocresía, la superficialidad y las tradiciones culturales pauperizadas, lo que resuena también en el poema de Pasolini que Welles lee durante una entrevista en la que se despacha contra la mediocridad de su tiempo: “Soy una fuerza del pasado, solo en la tradición está mi amor. Vengo de las ruinas de las iglesias, de los altares, de las aldeas olvidadas, en los Apeninos y los Alpes”. Reivindicación romántica de lo premoderno, de un pasado que bebe en fuentes más ricas que la modernidad veloz y superficial. 

 Y antes que cineasta, Pasolini, que había nacido en Bolonia en 1922, fue un intelectual heterogéneo: poeta, dramaturgo, ensayista, cineasta. Trazos de la diversidad como en Pessoa, Benjamin, Cocteau, Sartre. Y el hombre como lobo del hombre, en un sentido marxista más que hobbesiano, siempre fue uno de sus reclamos: “Mientras el hombre explote al hombre, mientras la humanidad se divida en amos y esclavos, no habrá ni orden ni paz. He aquí el origen de todo el mal de nuestra época”. Reflexión de Pasolini en La rabbia (1963), documental en el que alude también a la muerte de Marilyn Monroe como canto de cisne de la belleza, y renueva su lamento por el consumismo y la pérdida del mundo rural entre los engranajes de la industrialización, la alienación y la deshumanización, al tiempo que también aboga por la descolonización y recuerda la lucha de clases desde su ojo marxista, pero no condicionado en su mirada por ninguna estructura partidaria. 

 El “mal de la división” se confirma en Pajarracos y pajaritos (1966), con su cuervo que, tras presentarse como marxista cabal, afirma que la humanidad se divide en dos grupos en conflicto continuo. 

 Y en su filmografía, Pasolini adhirió primero al neorrealismo en Accatone (1961) y Mamma Roma (1962), con Anna Magnani; y luego se expandió en Teorema (1968), que le brindó reconocimiento internacional; La crudeza de Pocilga (1969); y la Trilogía de la vida, con El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974): Edipo rey (1967) y Medea (1969), con María Callas en el rol del personaje trágico de Eurípides, entre la tierra fértil de lo mítico y el eco de las reflexiones del sabio Quirón; y en el final del camino, en 1975, poco antes de su asesinato en Ostia, aun con visos de misterio: Saló o los 120 días de Sodoma, en el que, bajo la inspiración del Marqués de Sade, acude al sadismo, y los cuerpos atormentados y degradados, en un intenso repudio del fascismo. 

Derrotero de filmación al que se le agrega la reflexión teórica sobre el cine en su esencial “Discurso sobre el plano-secuencia o el cine como semiología de la realidad” (1971). 

Orson Welles, que se apresta a estrenar El proceso, en La ricotta representa al propio Pasolini


 La ricotta es parte de la obra colectiva RoGoPaG, con cuatro partes, dirigidas por Jean-Luc Godard, Ugo Gregoretti, Pasolini y Roberto Rosellini; de ahí el título de la película como abreviatura de los apellidos de los autores. La iconoclasia de Pasolini en su parte le significó ser acusado de atacar a la religión y ser condenado a cuatro meses de prisión, que evitó por el pago de una multa, hasta que, finalmente, la sentencia fue anulada por el tribunal de apelaciones.  

El Welles como actor que representa al propio Pasolini en La ricotta es el que, en esa época, se apresta a estrenar su célebre adaptación de El proceso, de Kafka, con Anthony Perkins, y que está a cuatro años de parir Campanas de medianoche, en la que su amor por Shakespeare lo eleva quizás hasta el pináculo de su templo fílmico. El ateísmo del autor de El Ciudadano no tuvo ningún reparo en asociarse a la crítica de la religión, pero tal crítica no es lo que parece a simple vista. Pasolini, en realidad, modeló su inconformismo vital desde una velada religiosidad. Cuando despotrica contra el consumismo y se recuesta en un marxismo romantizado vía Gramsci, Pasolini bebe en su nostalgia por las obras humanas como escaleras hacia algo más grande. En esa orientación pueden entenderse sus declaraciones al escritor francés René de Ceccatty, recogidas en su libro Pasolini (Gallimard, 2005): “Soy anticlerical (¡no tengo miedo en decirlo!), pero sé que en mí hay dos mil años de cristianismo: yo con mis antepasados construí las iglesias románicas, y luego las góticas, y luego las iglesias barrocas: son mi herencia, en contenido y estilo”. 

Lo que coincide con la insistencia del artista en su respeto por la herencia cristiana, y su pasión al recrear la vida de Cristo en El Evangelio según san Mateo (1964). 

Al fin de cuentas, el timón del artista Pasolini abre las aguas para recuperar alguna espiritualidad. En el mundo de las angustias pospandémicas, en el que se devoran noticias, entretenimientos, aparatos y bienes con desesperación, las ideas de Pasolini pueden hacernos recordar la dignidad de la vida, más allá de lo que se compra y se vende. 

 

*Filósofo, escritor, docente.