Los malentendidos en filosofía muchas veces, quizá demasiadas, tienen la capacidad de borrar lo más importante y enfatizar en lo menos. El malentendido frecuentemente amenaza al pensamiento para convertirlo en ideología, moral, opinión o mera palabrería. O, en el mejor de los casos, instrumentarlo en cierto sentido con el fin de aplicarlo a cuestiones diversas (institucionales, políticas, artísticas, terapéuticas, etc.) y de ese modo volverlo “práctico” y “útil”.
También es posible que el malentendido en materia filosófica conduzca a rechazar nociones y conceptos, filosofemas enteros, por el solo hecho que no se adapta a lo que se piensa masivamente o a lo que uno considera que es correcto. Los prejuicios, por lo tanto, cumplen un papel no menor cuando se malentiende a un filósofo y, aun peor, desde del momento en que se decide que no se quiere entenderlo por temor a las consecuencias de haberlo entendido.
Durante mucho tiempo, y no sería raro que hoy todavía, se malentendió y malinterpretó a Jean-François Lyotard (1924-1998), un filósofo al que muy pocos dudaron en llamar “posmoderno” y otros vacilaron menos en definirlo peyorativamente como “posmo”. Es cierto que en los años ’80 y ’90 el debate modernidad-posmodernidad se dio en el medio del derrumbe del comunismo soviético y el consecuente despliegue mundial del neoliberalismo y que, en ese marco, ardían las pasiones ideológicas y políticas con el resultado de obnubilar la capacidad para pensar. Porque Lyotard, en La condición posmoderna, publicado en 1979, proponía que los “grandes relatos” de la modernidad estaban en crisis o habían llegado a su final. En el libro había muchísimas más ideas y teorías acerca la “condición posmoderna” de las sociedades occidentales, pero la tesis del agotamiento de las “metanarrativas” que habían legitimado y acompañado el mundo moderno provocó una notable indignación y un sinfín de malentendidos de la más amplia gama.
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Fue así que Lyotard, asumiendo que había simplificado en exceso el asunto, publicó una serie de “cartas” en 1986 con el título de La posmodernidad (explicada a los niños) en donde, entre otros propósitos, intentaba aclarar qué había querido decir con “el fin de los grandes relatos”. De modo que allí afirma que los “metarrelatos” a que hacía referencia en La condición posmoderna constituyen aquellos que simplemente han marcado a la modernidad. Estos son: a) el de la salvación del alma a través del relato cristiano y cristológico del amor, b) el de la emancipación ilustrada de la razón y la libertad por medio del conocimiento y el igualitarismo, c) el de la liberación de la explotación capitalista y de la alienación del trabajo por la socialización de este, d) el del enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia y la tecnoindustria capitalista, e) el de la filosofía hegeliana, que totaliza todos los anteriores, aunque de modo especulativo (abstracto), por medio de la dialéctica de lo concreto que realiza la Idea universal.
Lyotard diferencia a los “metarrelatos” de los mitos, que también tienen la función de legitimar instituciones y prácticas político-sociales, pero se distinguen de ellos en que legitiman maneras de pensar y hacer no apelando a un acto fundacional pasado (con excepción del cristianismo, claro) sino a un futuro que debe producirse, a una Idea a realizar que legitima en la medida en que es universal. Por esto, porque la legitimación de los “metarrelatos” se basa en un porvenir a alcanzar (ilustración, comunismo, progreso técnico y económico, etc.), la modernidad se caracteriza como un pro-yecto (del latín pro, “hacia adelante”, y iacere, “lanzar”), un proyectarse hacia el futuro con valor legitimante como tal. Sin embargo, y aquí empiezan los problemas, para Lyotard estas “metanarrativas” que han ordenado la realidad moderna durante varios siglos han sido destruidas, abolidas, de muchos modos. Un ejemplo que da es el de Auschwitz, donde todos esos relatos legitimantes de la modernidad colapsan en el horror.
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Pero de esos “metarrelatos” hay uno que se ha impuesto sobre los otros y que, de igual manera, lleva adelante una destrucción del proyecto moderno mientras simula que lo realiza: la tecnociencia capitalista. Lyotard argumenta que la dominación de los objetos provistos por la ciencia y la técnica, que coloca la naturaleza bajo el poderío de la humanidad, forma parte de la liquidación de la modernidad porque no genera mayor libertad ni más educación pública ni más riqueza y mejor distribuida socialmente. Además, no tiene otro criterio que el éxito, pero carece de cualquier fundamentación de este y, en consecuencia está impedida de determinar por qué es bueno, justo y verdadero. Aún más: la dominación de la tecnociencia capitalista altera tanto la naturaleza exterior como la interior, es decir, la del sujeto humano; su sistema nervioso, su código genético.
Según Lyotard, el “metarrelato” del enriquecimiento de toda la humanidad a través del progreso de la tecnociencia y la tecnoindustria capitalista no es el único que se ha diluido sino todos los demás, entre ellos el del “pueblo” como sujeto histórico-político de la modernidad, una Idea en disputa que ha originado guerras civiles, batallas entre naciones y genocidios. En ese sentido, y con ello comenzaría la posmodernidad, en Auschwitz se aniquiló al soberano moderno, a un pueblo por el hecho de serlo. También Auschwitz (y, en rigor, los campos de exterminio en general) refuta a Hegel porque demuestra que lo real no es racional, así como los levantamientos de Checoslovaquia en 1968 o Polonia en 1980 refutan el materialismo marxista o las crisis de 1911 y 1929 impugnan la doctrina del liberalismo económico y las que le siguieron las reformas keynesianas a las primeras. En una palabra, los “metarrelatos” modernos ya no son creíbles.
Esto no quiere decir, según Lyotard, que ningún relato sea creíble. La decadencia legitimante de la “metanarrativa” moderna y su valor universal no impide el surgimiento de pequeños relatos que orienten la vida humana, pero no por eso necesariamente tienen valor de legitimación. De hecho, desde este punto de vista tan denostado, desde hace algunas décadas proliferan tanto pequeños relatos que legitiman como deslegitiman o que, inclusive, adquieren legitimación en tanto deslegitiman a otros. Cada vez más, por otra parte, los relatos posmodernos se metamorfosean rápidamente en conformidad con objetivos de éxito o recurren a los “metarrelatos” que han sobrevivido cambiando algún componente aquí y allá para tornarlos creíbles. Lo digno de pensarse en estos fenómenos narratológicos de la posmodernidad es que el “pueblo” (quien ya no es el rey de las historias, observa Lyotard) sabe – ya que nadie lo oculta – que se trata de relatos, grandes o pequeños, y aun así se deja influir por ellos.
*Doctor en filosofía, escritor y periodista
@riosrubenh
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