Si hay algo en lo que todos los que forman parte del campo literario argentino coinciden es en deplorar la corrección política, pero a la hora de debatir el tema públicamente temen romper lanzas, lo que resulta coherente con una época en la que faltan debates y sobran opiniones y en lugar de polémicas estallan el repudio y la cancelación. La imposibilidad de reunir un grupo importante de voces para armar esta nota es una muestra elocuente del estado de la situación.
Pero para empezar, conviene aclarar algunas cuestiones: la literatura no es un patrimonio de los escritores. Ellos y ellas escriben textos que otros leen, editan y eventualmente publican, que luego otros difunden o critican para que finalmente algunos lean. La literatura, en todo caso, es una relación social en la que se juegan las tensiones propias de una cultura, ya que, como fue dicho hace ya tiempo, no hay historia sin ideas puestas en discurso (como no hay sujetos sin relatos) que dan a los actores un mandato y un sentido a sus acciones. Y si hay algo que la literatura nos provee son relatos que, entre otras cosas, nos hacen visible lo que la costumbre nos ha velado.
Lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, un fantasma asola nuestro vapuleado ecosistema literario: la corrección política. La visibilización cada vez mayor de injusticias atroces y desigualdades flagrantes a las que este mundo nos tiene acostumbrados tiene un lado B que es la aparición de una suerte de policía discursiva que persigue a los autores confundiéndolos con su obra, muchas veces al borde del anacronismo.
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Para Elsa Drucaroff, crítica y narradora –autora del libro de cuentos Checkpoint publicado recientemente por Páginas de Espuma– el arte siempre lidió con estos problemas. Ante la eventualidad de reseñar la obra de un autor que sostuviera una postura racista, homofóbica, misógina o de apoyo a gobiernos genocidas, su posición crítica es muy clara: “Yo reseñaría a Peter Handke, a Céline que fue colaboracionista, a Borges que apoyó a la dictadura, de hecho, los leo, los doy en clase, los admiro. Desde el punto de vista teórico, es obvio que la fuerza de una obra no tiene nada que ver con la ideología del autor, ni con las ideologías explícitas de una obra. Nadie tiene dudas de que El mercader de Venecia es una obra antisemita que, leída con sutileza, desnuda lo que una sociedad hace con ciertos grupos a los que les hace hacer el trabajo sucio que ella misma exige. Shylock planteando esto es políticamente mucho más jugado que un dedo en alto denunciando lo que está bien y lo que está mal.” Y por si quedaran dudas, agrega: “La ficción no es la realidad, es un laboratorio social para experimentar, para imaginarte lo que quieras. Ahora, ¿vos me preguntás si yo reseñaría a alguien que tuviera hoy una posición como la que describiste? Y, depende del contexto. Supongamos que en un momento álgido de masacre organizada de mujeres, un genio de la literatura sale a defender este movimiento femicida y yo no lo reseño ni por casualidad. ¡Que lo juzgue la posteridad! Pero en este contexto, en esta urgencia a mí me parece que no. Lolita, por ejemplo, es una maravilla de novela, pero si yo hubiera sido abusada a los once años me costaría mucho leerla y es muy razonable. Pero es una dificultad personal, no literaria; cuando alguien está juzgando el arte desde el deber ser, ahí es cuando se empobrece todo.”
Ariana Harwicz, autora, entre otros, de Degenerado, un libro escrito desde el punto de vista de un pedófilo, irónicamente pide a las editoriales, desde su cuenta de Twitter, que saquen un “Diccionario de eufemismos para el escritor profesional del siglo XXI.”
Frente a la irrupción de las demandas de los movimientos feministas y LGTBI que en muchos casos vino acompañada (sobre todo en las redes sociales) de una suerte de grupo de choque (en algunos de ellos con situaciones de escrache y hasta pedidos de censura) cree que estamos viviendo una época de regresión de la mentalidad enorme y peligrosa de la que no se salva ni la ficción. Una época similar al 1700 “pero sin el coraje de algunos escritores como Diderot o Voltaire”, agrega y no sólo se refiere a la Argentina. “Yo hablaba hace poco con escritores franceses y latinoamericanos y todos coincidían en que, ya sea que escribieran historia, libros políticos o ficción (ese otro modo de hacer política) automáticamente, en estos tiempos, si no es el autor es el editor o el abogado el que cambia determinadas palabras por otras de manera de no herir susceptibilidades. Yo creo que estamos viviendo un tiempo de judicialización del arte. No sólo para los escritores, para los dibujantes, ni hablar, el humor gráfico quizás pasa su peor momento, porque, como está esta confusión (que en realidad es una política deliberada de la crítica, de los lectores, del mercado) de asociar al narrador con el autor, de que la ideología del libro es la ideología de quien lo escribe y quien lo edita, entonces todos tenemos que hacer libros feministas y humanistas y antirracistas y antifemicidios y antipedofilia y anti cualquier fobia social, porque si no pareciera que el escarnio público es lo que le espera al autor que se atreva a hacer lo contrario. Yo pienso que la irrupción de todo tipo de movimientos políticos que examinen el arte es absolutamente nociva para la creación.”
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Para Pedro B. Rey, editor en la sección Ideas de La Nación y autor de Trieste, recién publicado por la editorial Leteo, quien dice convivir en su vida privada con las demandas del feminismo, las discusiones en torno al lenguaje inclusivo y a las reivindicaciones de la agenda feminista adolecen de una intolerancia muy grande, lo que considera que obtura la argumentación de un tema de por sí muy rico. Percibe, desde hace por lo menos diez años, una mayor cantidad de libros publicados escritos por mujeres y frente a las exigencias de la corrección política sostiene: “A mí los comisariados de cualquier orden me resultan terribles y en ese sentido si veo algo escrito que es bueno, no me interesa si lo escribió un hombre o una mujer. Por otro lado, tenés las grandes empresas a las que jamás les importó el racismo o cualquier tipo de discriminación y echan a su personal por algún dicho racista para quedar bien con la corrección política.”
¿Una nueva censura?
Ariana Harwicz sostiene que es la política la que desactivó el poder subversivo del arte. “Yo me pongo como objetivo y como ética absoluta cuando escribo no hacer concesiones al discurso políticamente aceptable por los diferentes grupos y comunidades: los latinoamericanos, las mujeres, los feminismos, los expatriados, los inmigrantes, los judíos, los escritores, las madres y por todas las identidades que yo tengo. Escribir en función de esos discursos es para mí la muerte del escritor y asumir que uno es un agente cultural, un burócrata, un soldado, un lacayo. Y así se producen tantos libros y películas basura. Es lo que en criollo se diría una agachada, vía la extorsión. Yo creo que estamos viviendo una época de extorsión. Por supuesto que hubo épocas mucho más oscuras en que te desaparecían, pero esta extorsión opera en los creadores y hace que se produzca un arte muy menor. Yo trato de correrme de eso. Pienso que el peor destino de alguien que quiere ser escritor es usufructuar esto.”
Elsa Drucaroff cree que el peligro mayor es la autocensura, siempre y cuando quienes escriben acepten las reglas del juego. “Lo que hay es una tendencia a homogeneizar el discurso, pero siempre el arte se las arregló para abrirse paso. Estas tensiones son propias del hecho artístico.” Al haberse borrado (en el arte) las fronteras entre erotismo y pornografía, pareciera que el sexo, en cualquiera de sus formas, ha dejado de ser un tabú literario. “Más bien lo que hay es una exigencia de gozar e indicaciones sobre cómo experimentar sexualmente, con instrucciones para todo. Sigue habiendo un placer social en meterse en el deseo y la cama de la gente y decirle lo que tiene que hacer. Pero lo que cambia es lo que se considera libertario. Hoy una revista como Cerdos y Peces, con esa crónica sobre la pedofilia que escribió Enrique Syms, sería imposible para el progresismo, pero en su momento produjo un escándalo considerable en el mundo pacato de derecha.”
Hegemonía/contra-hegemonía.
Partiendo de la base de que la literatura es un discurso social entre tantos y, por lo tanto, es histórico, las creencias e ideas vinculadas a ellos son las que marcan los límites de lo pensable y no el “espíritu de la época” dirá Marc Angenot en El discurso social. Los límites históricos de lo pensable y lo decible. El discurso social será entonces un conjunto de reglas de encadenamiento de los enunciados que en una sociedad organizan lo decible, lo narrable y lo opinable (es decir, hace a los enunciados inteligibles) y asegura la división del trabajo discursivo. Esto produce una tendencia a la homogeneización que actúa anulando lo inesperado, de manera que lo nuevo corre el riesgo de pasar inadvertido, ya que todo debate se desarrolla apoyándose en una tópica común, así como la originalidad se fabrica con lugares comunes.
En toda masa de discursos (la mayoría de las veces, antagónicos) hay dominancias, maneras de significar lo conocido, propio de una sociedad. A esto Angenot lo llama hegemonía: las reglas que definen lo aceptable, la normativa del lenguaje correcto, que impone dogmas, fetiches y tabúes discursivos (categoría en la que entra la pobreza y la marginalidad y hoy, podríamos decir, la gordura), impone las formas aceptables de tratarlos, distribuye legitimidades y define un enunciador legítimo con derecho a hablar en el lugar de los que no lo tienen.
Pero ¿qué pasa cuando un discurso contra-hegemónico se vuelve hegemónico o cuando un tema que era marginal se transforma en central? Hoy se publican cada vez más escritoras mujeres y libros alrededor del feminismo y las disidencias sexuales ¿Es posible en un escenario así que aparezca una voz disruptiva?
Ariana Harwicz cree que muy pocos lo logran. “Por eso siempre gana el poder o el discurso hegemónico o el mercado o lo mainstream o la época o la moda, son todos sinónimos de algún modo. En la medida que el sistema promueve que algunas voces se alcen ya hay una trampa. Hoy veía el título de un libro: Las mujeres artistas son peligrosas, con una foto de Frida Kahlo, y por supuesto que lo que ella hizo en el México de comienzos del siglo XX fue muy importante pero la utilización desde hoy es casi una burla. Somos como bombas desactivadas. ¿Y cómo se corre uno de esa instrumentalización? ¿Cómo de verdad subvertir ideas? En principio, con mucho coraje.”
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Para Elsa Drucaroff, por el contrario, la transgresión siempre es posible. “Cuando una temática se vuelve hegemónica es lógico que aparezcan esas preocupaciones en la literatura y ahí puede haber voces disruptivas o voces obedientes. “Las cosas que perdimos en el juego”, de Mariana Enríquez, es un cuento con enormes preocupaciones feministas pero que no tiene nada de corrección política. Es un cuento que no podría haberse imaginado sin el horizonte del #Niunamenos pero aunque surge del discurso que hoy es hegemónico, al mismo tiempo lo lleva al límite del absurdo y el horror.”
Literatura infantil.
En el mundo de la literatura infantil, no parecen ser muy diferentes las cosas. Lola Rubio, miembro de ALIJA (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina) y responsable del área de libros para niños y jóvenes del Fondo de Cultura Económica Argentina, coincide con sus pares en que hay un clima victoriano en la literatura infantil actual. “Como si se viviera un cierto retroceso. Creo que es difícil penetrar el discurso disciplinador que hay acerca de los libros para chicos. En realidad, la literatura infantil siempre fue una carrera de obstáculos. Por definición, es una actividad muy mediada, vos no entrás en contacto con tu lector. Pero ahora, a los que venimos trabajando sobre la idea de infancia en la Argentina, nos parece que ese niñe es un ser que puede tener consumos de adulto pero a la hora de los consumos culturales pareciera que necesita mucho más tutelaje. La verdad, yo no sé qué espacio tienen hoy los chicos para explorar la rebeldía, la mentira, la necesaria transgresión que nos enseña a poder elegir. Por supuesto hay cosas que me gustan muchísimo, con mucha calidad estética, pero a la hora de la narración, hay un control impresionante.”
Y si bien es cierto que la literatura infantil siempre tuvo una camisa de fuerza que es la pedagogía, piensa que hay ciertos textos que leyó hace veinticinco años que ahora tienen más vigencia que entonces. ¡Socorro! de Elsa Bornemann o algunos libros de Graciela Montes, en este momento le parecen más subversivos. Y aunque el contexto de esas historias hace que se vean envejecidas, cree que el impulso que tenían era menos encorsetado, más rebelde, con más permiso para lo que no era políticamente correcto.
“Hace unas semanas hicimos en Alija un exploratorio del humor, donde vimos humor escatológico y humor negro. Y nos dimos cuenta de las dificultades que íbamos a tener todos los mediadores para introducir esas dos facetas del humor. Yo creo que hay muy pocas editoriales que podrían publicar algo de todo esto que bordea registros que se consideran bajos, populares, inapropiados. Porque, a lo mejor, con el humor absurdo vos dejás pasar alguna cosa, es un registro tolerado, pero hay otros registros que no se toleran como el registro hiperbólico, desfachatado, más rústico.”
Todo el movimiento “antiprincesas” que es la corrección política llevada al extremo, “ni siquiera es revulsivo políticamente, es totalmente lavado. La literatura infantil no tiene que ser una galería de monstruos. El único terreno más experimental lo veo en el humor absurdo donde nuestro país tiene una tradición muy rica. Nicolás Schuff, por ejemplo, es un escritor muy pícaro, un especialista del absurdo. Pero exploración de lo bajo, de lo revulsivo no vas a encontrar. Incluso cuando consigo algún libro urticante tengo la sensación de que hasta a los lectores les incomoda. Creo que contra los climas de época no se puede hacer mucho.”
Coincide en que un libro genial como Pipi calzaslargas de Astrid Lindgren hoy es impensable, porque narra un mundo sin adultos y sin límites. O el Struwwelpeter (Pedro el desmelenado), un libro infantil escrito por Heinrich Hoffmann en 1845 –una historia con varios niños muy desobedientes que pagan con la muerte su desobediencia y además con muertes hiperbólicas– “hoy sería impublicable y para el año 1900 llevaba trecientas ediciones en Europa. Incluso Roald Dahl, con esas escenas de tortura de niños, es incorrecto. La cosa más vital de la literatura infantil no se está escribiendo ahora. El Fondo de Cultura tiene muchas cosas controversiales, pero estamos en una época que es la de los monstruos de colores. No sé cómo harán los niños para cometer travesuras. Incluso cuando se transgrede es para mostrar las cosas malas que hacemos los adultos. El fin aleccionador sigue estando, aun cuando se hable de sexualidades diversas”.