La Habana de la década de 1860 era un hervidero social, político, económico. La capital de la próspera y rica isla de Cuba concentraba en su territorio y espíritu todas las aspiraciones, posibilidades y sueños de los cubanos. Era La Habana por la que caminó el niño, el adolescente, el joven José Martí, en la que forjó sus indomables anhelos independentistas a los que dedicaría toda su vida e incluso su muerte, unos años más tarde. Era una Habana en la que ser “criollo” (cubano), o “peninsular” (español), comenzaba a significar un conflicto álgido, pues había devenido la expresión de una pertenencia diferenciadora y, más aún, la decantación por una opción política de ruptura o continuidad con la condición colonial que todavía regía la vida del país.
Aquella Habana de 1860 fue a la que volvieron, luego de unos años de estancia estudiantil norteamericana, un grupo de jóvenes que en Nueva York, Filadelfia y Boston se habían aficionado a la práctica de un nuevo sport llamado baseball, que ya arrasaba entre los yankees de las grandes urbes del norte. Se trataba de un deporte de reglamento complicado, en el que junto a la destreza física resultaban necesarias la agilidad y la profundidad mentales, y que, a diferencia de otros juegos con pelota en boga por la época o creados con posterioridad, no se planteaba la competencia como una pelea entre dos ejércitos en un campo de combate con el objetivo de tomar la plaza enemiga. El béisbol asumía sus triunfos con una filosofía diferente: el héroe era el jugador que más veces lograba regresar a la casa de donde había salido (el home), y el equipo ganador el que, de conjunto, con la colaboración y habilidad de todos sus sportsmen, conseguía en más ocasiones ese retorno triunfal. La filosofía racionalista y típicamente decimonónica de aquel concepto, carente de la concepción “militar” de deportes como el fútbol, hacía del baseball una práctica distinta, moderna, inteligente..., chic.
Pero esos primeros jóvenes habaneros aficionados al béisbol tuvieron además una importante motivación para realizar su práctica: aquel deporte, con su ritmo pausado y sus uniformes estrafalarios, funcionaba como la antítesis de las rudas y atrasadas diversiones peninsulares, entre ellas las violentas corridas de toros a las que se mostraban tan aficionados los españoles. Jugar al béisbol, entonces, devino una manera de distinguirse culturalmente, de relacionarse con el mundo desde otra perspectiva, de ser moderno, y muy pronto se convirtió en una expresión del ser cubano.
Fue precisamente durante la década en la que se desarrolló la Guerra Grande por la independencia de Cuba (iniciada en 1868 y terminada en 1878, con un pacto ominoso que pronto fue asumido por muchos cubanos solo como una tregua) cuando el béisbol consiguió su arraigo germinal y, casi de inmediato, su arrolladora expansión en La Habana y luego en el resto del país. Para llegar a ese punto debieron ocurrir algunos procesos cardinales en la conformación de la cultura y la identidad nacionales, en los que también intervino aquel deporte novedoso. Quizás el más importante de todos fue el hecho de que, mientras aparecían por distintos sitios de La Habana los primeros terrenos donde se podía practicar béisbol y se organizaban los primeros juegos y torneos, una corriente profundamente integradora y hasta cierto punto democrática penetró en el proceso cuando, para propiciar su vertiginosa expansión geométrica, el deporte que unos años antes habían importado unos jóvenes aristócratas debió convertirse en una actividad popular en la cual comenzaron a participar cubanos de todas las extracciones sociales y... de todos los colores, proceso que ya es muy visible hacia 1880. Además, aquella representación simbólica devino fiesta de confluencia cultural cuando los partidos de béisbol se convirtieron en verbenas populares donde se comía y se bebía, se galanteaba y se conspiraba y, sobre todo, se escuchaba música y se bailaba al ritmo del danzón, una música creada y ejecutada por negros y mulatos que se convertiría en el baile nacional cubano. Béisbol, música, sociedad, cultura y política coincidieron sobre un terreno deportivo en una de las cristalizaciones más ricas y dinámicas del proceso de definitiva conformación de la cubanía.
Desde entonces y hasta hoy, somos cubanos porque somos peloteros; y somos peloteros porque somos cubanos. Por eso el sueño de mi padre y el mío ha sido el de tantos millones de personas nacidas en esta isla del Caribe a lo largo de ciento cincuenta años.