Siempre entendí que –al igual que en todas las decisiones que atañen a las contiendas electorales– es fundamental evitar los supuestos atajos que nos ofrece la aplicación de ciertas recetas de éxito. No hay fórmulas mágicas que operen con éxito y sean susceptibles de aplicarse automáticamente en todo tiempo y lugar. Siempre es importante conocer a los electores, entender sus preocupaciones y sus necesidades, también sus anhelos y expectativas.
Tomemos un ejemplo clásico y muy ilustrativo, el de los votantes estadounidenses de la década de 1960. Para ellos, en aquella época marcada por la Guerra Fría, el riesgo que entrañaba una conflagración nuclear que se percibía como bastante probable era un elemento muy poderoso de movilización, el cual sumado a la imagen de una inocente niña –víctima de una explosión, según se mostraba en el video– resultó en uno de los spots electorales emocionalmente más intensos de su época. Así, en 1964 el equipo de campaña del demócrata Lyndon B. Johnson lanzó el “Daisy Spot”, diseñado por Tony Schwartz, transmitido por única vez el 7 de septiembre de dicho año, pero visto por cerca de 50 millones de televidentes que asociaron a través de una emoción tan fuerte como el miedo al candidato rival Barry Goldwater con una escalada bélica que podría eventualmente culminar en una guerra nuclear.
Más acá en el tiempo y ya hablando de nuestro país, muchos recordarán la campaña legislativa de 2013 en la provincia de Buenos Aires, en la que el empresario Francisco De Narváez, quien en elecciones anteriores había apelado al miedo con una serie de spots sobre seguridad muy explícitos, en esa ocasión recurrió al clásico relato que enfrenta a “los buenos versus los malos” o los “débiles versus los poderosos” y que remite de alguna manera a la historia bíblica de David y Goliat. El eslogan “Ella o vos” tuvo un alto impacto y desató por entonces una gran polémica, y sin dudas no pasó desapercibido.
La campaña de Cambiemos en 2015, con una fuerte impronta en la idea de cambio que se materializaba a nivel emociones en el valor de la “esperanza” también se inscribe en esta tendencia.
Lo cierto es que desde la pionera campaña de Johnson, los estudios sobre los efectos de las emociones en las campañas electorales han producido prolíferos resultados. Entre estos hallazgos está, sin duda, el mayor efecto cognitivo que se les adjudica a las emociones negativas por sobre las positivas en general. Como señala Lau (1982), las personas son proclives a darles más importancia a las emociones negativas que a las positivas. En particular el miedo es un poderoso estímulo para que agudicemos nuestra atención y recordemos aquello que lo originó.
En la Argentina, si bien antes de la contienda presidencial de 1983 existieron diversas piezas, sobre todo gráficas, en donde el elemento protagónico de comunicación apelaba a emociones negativas, el advenimiento de la televisión fue el terreno donde se dieron interesantes spots con una inusitada carga emocional, como los que emitió la UCR con el objetivo de “atacar a Menem sacando a relucir los trapos sucios”, los de la Alianza años después apuntando a la supuesta frivolidad y derroche del saliente gobierno peronista o, más recientemente, los de Cambiemos apelando a valores como la esperanza y el optimismo.
Desde entonces, las campañas han recurrido cada vez con mayor pericia a incluir elementos que, lejos de generar debate, argumentar o incentivar la deliberación sobre los asuntos de la agenda pública, se reducen al objetivo de despertar en los electores reacciones emocionales que refuercen o alteren el sentido de su voto.
Sin embargo, es necesario introducir algunos matices que nos alertan sobre la cautela con que deberían utilizarse estas herramientas. Lo cierto es que cada emoción a la que apelan las piezas audiovisuales de una campaña genera diversas reacciones en los electores y, en algunos casos, hasta reacciones diametralmente opuestas. Desde las ciencias sociales entendemos que una campaña electoral no es un laboratorio en el cual el contacto de un elemento –el mensaje– con otro –los electores– genera un efecto específico y constante –emociones–.
Cada contexto en el cual los electores viven altera el vínculo emocional entre estos y sus candidatos. En definitiva, serán las percepciones, aunque tamizadas siempre por las emociones, las que condicionen la recepción de los mensajes, las imágenes, el discurso y toda otra comunicación pretendidamente persuasiva.
Voto y emociones
En determinadas ocasiones o coyunturas, el voto no es la expresión de una decisión afirmativa, sino una forma de canalizar emociones asociadas a la negatividad. Gant y Davis han acuñado en este sentido el concepto de sufragio negativo para describir aquellas decisiones de los votantes que no están orientadas o motivadas por la simpatía hacia alguien o algo (candidatos, partidos o propuestas), sino precisamente por el sentimiento contrario. Así, coinciden con Joseph Napolitan, considerado por muchos de nosotros como el decano de los consultores, quien señalaba que “es más fácil conseguir que la gente vote en contra de alguien o algo, que lo haga a favor de algo o de alguien”.
Lo cierto es que este voto negativo puede canalizarse de formas diversas y adquirir formatos diversos, algunos de los cuales son harto conocidos por los argentinos como –por ejemplo– el “voto bronca” o el “voto miedo”.
El voto bronca es aquel formado y motivado por el descontento, la frustración, la inconformidad, el malestar y/o la indignación social en contra de la mayoría o algunos de los candidatos y partidos contendientes. También denominado habitualmente como voto de protesta, en nuestro país adquirió un protagonismo central desde 2001, asociado a la profunda crisis de representación que se vivió desde entonces e indudablemente tuvo su punto más alto en las elecciones legislativas de dicho año en torno a la consigna “que se vayan todos”.
En contextos de esa naturaleza los candidatos cumplen un papel limitado. Son la concreción, la emergencia de algo. Por ejemplo, en las condiciones en que se votó en 1997 en la provincia de Buenos Aires, si en lugar de Chiche Duhalde a la cabeza de la boleta de senadores nacionales hubiese estado Antonio Cafiero, el peronismo posiblemente hubiese perdido igual. Graciela Fernández Meijide y el Frepaso fueron entonces el mejor vehículo para la gente que buscaba expresar su bronca y descontento en los estertores del gobierno menemista. Lógicamente, la candidata frepasista supo cumplir su papel, lo que implicaba protagonizar adecuadamente el libreto que ya había escrito la sociedad y tener la capacidad receptiva para expresar discursiva y simbólicamente el rechazo de la gente.
La decisión del voto basada en este sentimiento de “bronca” hacia el gobierno de turno también sería gravitante en otros procesos electorales más recientes, como la elección legislativa nacional en la provincia de Buenos Aires en la que el empresario Francisco De Narváez venció nada más ni nada menos que a la boleta que encabezaban el ex presidente Néstor Kirchner y Daniel Scioli. También el voto bronca contra el gobierno de Cristina Fernández puede ser considerado un factor coadyuvante al triunfo de Mauricio Macri en las presidenciales de 2015.
El “voto del miedo” refiere a una situación en la cual el voto del ciudadano está motivado, o incluso compelido, por una serie de temores, amenazas e incertidumbres reales o construidas sobre el presente y el futuro individual y colectivo.
Mucho se ha escrito en la sociología electoral sobre la actitud conservadora de los votantes, propensión que no necesariamente tiene tanto que ver con las orientaciones ideológicas, sino que es en cierta forma innata al instinto de conservación que es consustancial a la propia condición humana. Si bien en algún sector del electorado esta disposición es producto de una elección consciente y deliberada, en muchos otros ciudadanos se materializa subrepticiamente en sus comportamientos electorales, aunque no sea expresamente elegida ni cultivada.
Se trata de una actitud propensa a sostener el statu quo, que refleja indudablemente una reacción negativa frente al cambio, la cual se percibe primariamente como una “pérdida”, y que por ello suscita temor. Por tal motivo, y salvo coyunturas específicas asociadas a crisis profundas, para este tipo de votantes muy extendidos en los electorados de todos los países, los “cambios” pequeños y progresivos resultarán siempre más tolerables que los grandes y bruscos. Además, toda apariencia de estabilidad será siempre valorada.
Por lo general, el cambio está asociado al miedo. Y, en política, la apelación al miedo si bien es tan antigua como el hombre mismo, no por ello ha perdido su efectividad. En este contexto, el sentimiento de miedo puede a menudo ser instintivo, pero también el producto de una construcción intencionada fruto de una estrategia electoral. Hacen su aparición aquí las tantas veces criticadas, pero ampliamente utilizadas “campañas negativas”, un recurso que no es en absoluto un invento reciente ni un patrimonio exclusivo de las devaluadas democracias tropicales.
Como escribió en el siglo XVII el pensador conservador irlandés Edmund Burke, “ninguna pasión priva de manera tan efectiva a la mente de su capacidad de actuar y razonar como el miedo”.
Por ello, vemos cómo en campañas electorales a lo largo y lo ancho de todos los continentes, se siguen utilizando una y otra vez discursos y mensajes políticos y electorales con advertencias y amenazas, en ocasiones explícitas, otras veladas e implícitas, acerca de los males y consecuencias negativas que se derivarían del triunfo de tal o cual candidato. La historia electoral argentina está plagada de estos ejemplos, desde la prédica antipersonalista frente a la candidatura de Yrigoyen en 1928, pasando por la identificación de la Unión Democrática con el imperialismo y la injerencia estadounidense que fuera inmortalizada en el eslogan “Braden o Perón”, la denuncia del “pacto militar-sindical” por parte de Alfonsín, hasta la generalización de estos recursos en el marco de la más reciente y tan mentada “grieta”.
Voto y economía
Si bien las teorías vinculadas a la corriente del rational choice ya no están en boga, es imposible soslayar la importancia que ha adquirido la teoría del voto económico, que genéricamente podríamos inscribir en esta perspectiva. Desde esta óptica, los gobiernos o los oficialismos ganan o pierden las elecciones en función de la performance económica derivada de su gestión. Así, el voto sería en este caso una suerte de sistema de premios y castigos según sea la actuación económica de los gobernantes.
La versión extrema de esta perspectiva sostiene que las campañas electorales no generan efectos persuasivos significativos, y que los resultados pueden predecirse en función de una serie de indicadores económicos relevantes.
Entre analistas y consultores políticos se suele enfatizar la importancia de este factor recurriendo a la frase que James Carville y George Stephanopoulos, estrategas de la campaña ganadora de Bill Clinton en 1992, repetían como una suerte de mantra: “¡es la economía, estúpido!”.
En este sentido, la bibliografía distingue cuatro formas de medir el voto económico a partir de encuestas de opinión donde los entrevistados evalúan tanto su propia situación económica (voto egotrópico) como la evolución de la economía nacional (voto sociotrópico), tanto en el pasado (retrospectivo) como en el futuro (prospectivo) inmediato.
Si bien no existen investigaciones concluyentes, los estudios realizados sugieren que existe una relación entre las percepciones
individuales sobre la evolución de la economía y el comportamiento electoral, pero que esta tiene una importancia relativa –contingente a la elección analizada–. Las mediciones sobre la percepción de la situación económica nacional y personal durante los últimos años de gestión de Mauricio Macri (2017-2019) avalan con meridiana claridad esta hipótesis sobre el peso que pueden alcanzar los factores económicos en determinadas coyunturas.
Con esto no queremos decir que la suerte de la política y, en particular, de los procesos electorales, dependa necesaria y exclusivamente de la marcha de la economía.
Sostener esta hipótesis podría llevarnos a equívocos: si bien está claro que a todos los electores de alguna u otra forma les preocupa su bienestar material, hay, como ya hemos señalado, otros valores, expectativas y preocupaciones que no se resuelven con decisiones de política económica. Además, y como al igual que en lo relativo a otros campos, las percepciones sobre la economía no son en absoluto unívocas en tanto están imbuidas de un fuerte componente de subjetividad.
Un voto “líquido”
Hace algunas décadas, la foto que ofrecía una encuesta a una semana de la elección se mantenía casi incólume en la elección. Hoy ello es muy poco probable. Volatilidad es la palabra que mejor describe esta situación: los electores están tomando decisiones cada vez más rápidas y menos condicionadas por sus elecciones previas y factores estructurales que solían evidenciar relativa estabilidad. Y esto no es patrimonio de nuestro país, sino una transformación que se observa a nivel global en la inmensa mayoría de las democracias occidentales.
En el tsunami en que se ha convertido la opinión pública todo es efímero y fugaz: los cambios en comportamientos y preferencias –incluidas las electorales– son cada vez más usuales. Parafraseando al sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman, el voto se torna una realidad “líquida”.
Sin embargo, debe decirse que la volatilidad no es un fenómeno en absoluto nuevo ni desconocido en nuestro país. Si bien en la actualidad ha adquirido centralidad en cualquier análisis, es un fenómeno que –con los lógicos matices de cada coyuntura– se viene registrando progresivamente desde las elecciones refundacionales de 1983, en las que precisamente la fluctuación con relación al voto anterior (1973) fue uno de los factores que explica el triunfo del radicalismo. Ya en el estudio de 1983 habíamos venido señalando la centralidad que tuvo la migración de votos peronistas hacia la candidatura de Alfonsín en el sector bajo no estructurado (obreros
calificados, empleados y cuentapropistas). Un efecto inverso habría ocurrido en 1989 en los sectores medios y altos, que, ante la crisis hiperinflacionaria, habrían migrado hacia la candidatura de Carlos Menem.
Hasta fines de la década de 1980 era usual encontrarnos en las encuestas con que los entrevistados justificaban su voto con respuestas del estilo “porque soy peronista” o “porque soy radical”, algo que fue quedando notoriamente relegado a partir de la década siguiente en la que de alguna manera irrumpen en escena los electores “independientes” que no pertenecen ni se sienten identificados con algún partido político en particular, y reaccionan electoralmente en función de los acontecimientos que se suceden fundamentalmente durante las campañas electorales.
Se materializaba así una suerte de paradoja: los partidos políticos, por primera vez en la historia argentina, y después de décadas de proscripciones y divisiones, se convertían en los principales actores de la arena política e incluso, con la reforma de 1994, adquirían no solo estatus constitucional, sino el monopolio de las candidaturas y, por ende, de la representación. Sin embargo, ello ocurría al mismo tiempo en que las otrora compactas y estables identidades políticas tradicionales se resquebrajaban.
Es cierto que, como ha demostrado Catterberg, la cultura política argentina se ha caracterizado históricamente por una configuración relativamente poco ideológica en cuanto a la ubicación del electorado en el clásico espectro derecha-izquierda, y que ello se materializa en un sistema de partidos poco estructurado en términos ideológicos. Pero esta tendencia se profundizaría en los primeros años de la transición democrática.
Estos cambios en el sistema de partidos, sumados a las profundas transformaciones en la estructura social, fruto de la crisis de la sociedad salarial, el desmantelamiento del estado de bienestar y otros procesos, hicieron que los tradicionales clivajes como “clase” o “pueblo” hayan perdido no sólo su papel como articuladores de identidades sociales, sino también su capacidad para predecir con cierta precisión el comportamiento electoral de los argentinos.
Pese a este debilitamiento institucional, organizativo e identitario de los partidos, los partidos políticos tradicionales –y sus líderes– supieron actuar con pragmatismo y adaptarse exitosamente al nuevo escenario, sobreviviendo a lo largo de estos años. En este contexto, los partidos ya no tienen una base social identificable, estable y homogénea, sino que construyen su legitimidad electoral a partir de la relación contingente que establecen con los líderes y la imagen que estos proyectan.
Sin embargo, esta afirmación tan tajante debería matizarse. Si bien puede hablarse de una tendencia general a la declinación del voto partidario “cautivo”, esta no es homogénea y sus alcances varían en función de contextos socioeconómicos, geográficos, e incluso partidarios. En este sentido, el peronismo es en términos electorales un partido muy estable, y el voto peronista muestra a lo largo de casi 75 años de historia, pese a los notables cambios ideológicos y las múltiples crisis organizativas internas, una importante continuidad desde el punto de vista socioeconómico, sectorial y territorial.
Según ya hemos señalado en otro capítulo, como proceso transversal que afecta a la gran mayoría de las democracias occidentales se evidencia una fuerte tendencia hacia la personalización de la política en general, y la oferta electoral en particular. Los candidatos, con sus atributos, trayectoria y aptitudes que proyectan a través de su imagen, pesan mucho más en la decisión del voto que los partidos, ideologías, propuestas o plataformas electorales. Y ello es mucho más evidente en el marco de los diseños institucionales hiperpresidencialistas que caracterizan a las democracias de la región.
Y si hablamos de líderes y personas en vez de ideas y partidos necesariamente nos trasladamos al campo de las emociones. En las ideas se cree, en las personas se confía. Y la confianza no se construye con argumentos racionales sino con valores como la cercanía, la empatía, la sensibilidad, la honestidad, entre otros atributos.
Esta dimensión de afectividad y de confianza es inherente al poder y a toda relación política, ya sea por los fines y objetivos involucrados, los potenciales beneficios colectivos que trae aparejado, o por las personas que lo ejercen. Aristóteles, en su Ética Nicomaquea identificaba a la “amistad”, entendida como una suerte de sentimiento de justicia colectiva que se traduce en acciones que conducen al bien común de los ciudadanos de la polis, como uno de los sustratos más profundos de la relación política. Max Weber lo diría mucho después en esa obra clásica que es El político y el científico: “El genio o demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor”.
Por lo tanto, si bien no puede hablarse de un fenómeno nuevo, sí lo es la centralidad que esta dimensión afectiva o emotiva ha adquirido en relación con otros factores tradicionales que incidían fuertemente en los comportamientos electorales como las preferencias partidarias o los clivajes socioculturales.
Sin embargo, no debe caerse en la fetichización de las emociones. Ya se dijo, el voto es una decisión que no puede reducirse a una explicación monocausal. Lo cierto es que, cada vez más, los ciudadanos deciden su voto en el transcurso de las campañas electorales en función de distintas variables: la imagen de los candidatos; las propuestas, mensajes y discursos; la evaluación retrospectiva de la gestión de gobierno; las expectativas futuras; los temas gravitantes que están en juego en cada elección (el terreno de la contienda); la agenda de los medios de comunicación; la influencia de formadores de opinión; las opiniones de familiares, amigos y círculos cercanos; las creencias y valores sobre los asuntos públicos; la propia experiencia de la vida cotidiana; entre otros tantos factores que contribuyen a la formación de una opinión e inciden potencialmente en el comportamiento electoral.
A menudo se señala que vivimos en la “sociedad de la información”, y que las nuevas tecnologías permiten el acceso a un volumen de datos sin precedentes que de alguna manera amplían las posibilidades de participación política. Pero más información disponible no significa en absoluto afirmar la existencia de una ciudadanía más informada: además del ya reseñado fenómeno de “infoxicación” caracterizado por la sobresaturación de información y la consiguiente “economía de la atención” que ello genera, diversos estudios han venido demostrando que en el mundo de las redes sociales los usuarios más informados son a su vez los más sesgados en términos de receptividad de contenidos que pongan en cuestionamiento su sistema de creencias y valores.
Indudablemente, estos cambios han reconfigurado la dinámica de competencia política y, como una de sus principales consecuencias, las campañas se han vuelto cada vez más centrales a la hora de brindar información a los votantes, movilizarlos en torno a temas y mensajes y, lo más importante, persuadirlos para orientar el sentido de su voto. Las campañas se han tornado así no sólo más competitivas, sino también más profesionales.
☛ Título Memorias de un sociólogo político
☛ Autor Julio Aurelio
☛ Editorial La Crujía
Datos sobre el autor
Julio Aurelio (1942-2020) fue un sociólogo y consultor político argentino, especialista en estudios sociopolíticos y socioeconómicos de opinión pública.
Fue fundador de la consultora Julio Aurelio-Aresco, pionera en la materia, que presidió desde su creación, en 1981.
Desarrolló su carrera académica desde 1983 como profesor de Análisis Político y Opinión Pública (UBA), entre otras cátedras, y fue rector de la Universidad Nacional de Mar del Plata.