En octubre de 1951 vio la luz en Buenos Aires un libro singular, firmado por una mujer ya entonces mítica, Eva Perón, 'Evita' para sus fieles o, según reza la amarillenta tarjeta de visita que tengo sobre mi mesa de trabajo, María Eva Duarte de Perón. Me refiero a 'La razón de mi vida'. El caso me toca de cerca. Hablando con propiedad, el autor de La razón de mi vida fue mi padre, el periodista español Manuel Penella de Silva (Valencia, 1906 - Río de Janeiro, 1969). Se comprenderá, por lo tanto, mi deseo de devolverle la palabra por medio de Evita y yo, un libro póstumo en el que he reunido sus páginas argentinas, de cuyo interés histórico no cabe dudar.
Mi padre se vio obligado a guardar silencio, primero por su compromiso con Eva Perón y después por las responsabilidades diplomáticas. Como agregado de información en la Embajada de España en Uruguay, luego en Chile y por último en Brasil, no pudo hablar libremente sobre su relación con la primera dama de los argentinos. Varias generaciones de argentinos han tenido que conformarse con vaguedades, con inventos –por lo general, maliciosos– o, como en el caso de esta entrevista, con una mezcolanza de verdades y elementos fantásticos. Lo mejor será que Manuel Penella de Silva nos explique en primera persona su relación con Evita y los alcances del proyecto que se trajeron entre manos. Como aquí veremos, había en juego algo más que la confección de un best-seller.
Lo mejor será que Manuel Penella de Silva nos explique en primera persona su relación con Evita
En primer lugar debo precisar que hay dos versiones de La razón de mi vida: la original, cuya copia dactilográfica obra en mi poder; y la oficial, resultado de la poda, los injertos y las manipulaciones que sufrió el manuscrito a manos de Raúl Mendé, ministro de Perón. Hecha la lectura comparativa, se concluye que Mendé eliminó una tercera parte del manuscrito y que media un abismo entre ambas versiones.
Cualquiera podrá comprender la importancia de la comparación de ambos textos, algo que mi padre reclamó en vano, que el destino me ha confiado y que se concreta, por fin, en la última parte del libro que el lector tiene ante sí.
Como ha declarado el padre Benítez, confesor de Evita, La razón de mi vida fue leída por todas las mujeres argentinas, menos por ella. Eso es cierto por lo que respecta al texto oficial, pero no se aplica al original, en cuyo borrador Eva Perón dejó anotaciones de su puño y letra. Una cosa es el texto que mi padre escribió para ella, con Evita como primera lectora y correctora; y otra, distinta, el texto que, a partir de ese manuscrito, confeccionó Mendé con el propósito –según Benítez– de complacer a Juan Domingo Perón.
Supongo que ya es hora de explicar por qué motivo Eva Perón depositó su confianza en Manuel Penella de Silva, un extranjero, “un gallego”, tema que ha sido soslayado tanto por los peronistas como por los antiperonistas. Para salvar la autoría de Evita, aquellos afirman que él era un escriba vacío de contenido; estos –en la misma línea– dan por seguro que era un don nadie; a lo sumo, un “avivado”. La memoria histórica de los argentinos no debería conformarse con tan poco. Es empobrecedor para todos ignorar el impulso idealista, a la vez feminista y humanitario, que justificó la creación del libro. Por turbias que bajen las aguas, merece la pena tener en cuenta este impulso, para hacerles justicia a mi padre y a Eva Perón.
Por turbias que bajen las aguas, merece la pena tener en cuenta este impulso, para hacerles justicia a mi padre y a Eva Perón.
Debo adelantar que ella quedó fuera del campo de visión del movimiento feminista contemporáneo por culpa del señor Mendé, cuyas apreciaciones sobre el papel de la mujer parecen calcadas del abecé fascista, según el cual la mujer debe permanecer sometida al hombre. Justo lo que se deseaba liquidar. Si Eva Perón hubiera pensado como el señor Mendé, no se habría entendido con mi padre en clave feminista; la colaboración y la amistad habrían sido imposibles.
También me parece importante devolverle la palabra a mi padre porque todo indica que, en alguna medida, contribuyó a que Eva Perón cobrase plena conciencia de su papel histórico. No es mi intención dar a entender que él ejerciera sobre ella una influencia de tipo oscuro.
Puedo devolverle la palabra a mi padre gracias a sus crónicas, escritas en caliente, que Eva Perón leyó cuando se publicaron y, sobre todo, porque encontré, entre los papeles de su archivo, un largo escrito en el que cuenta su relación con ella y la intrahistoria del polémico libro.
Este escrito inédito permite contemplar a Evita desde una perspectiva única. Queda claro de qué se trataba, y lo que pasó. Solo hay que tener en cuenta que mi padre escribió el texto a manera de informe, para justificar su exigencia de que se respetase el compromiso verbal contraído por Eva Perón: el reparto a partes iguales de los beneficios producidos por el libro. En esos momentos, a comienzos de 1953, su situación era francamente desesperante. Lo que empezó con ilusión en 1947 había acabado de manera desastrosa. Y esto me lleva a otro motivo por el cual he tomado la decisión de editar Evita y yo: si todo libro es una aventura, La razón de mi vida lo fue en grado superlativo. Sirva Evita y yo de homenaje a la gesta literaria de mis padres en tierras argentinas.
(...)
Hay que tener en cuenta que mi padre escribió el texto a manera de informe, para justificar su exigencia de que se respetase el compromiso verbal contraído por Eva Perón
Al final del libro, como complemento necesario a los escritos de mi padre, ofrezco una lectura comparativa entre el texto original y el texto oficial de La razón de mi vida, lectura que el destino ha puesto en mis manos y que no quisiera dejar pendiente. En el Epílogo he procurado atar algunos cabos sueltos y recolocar el texto original de La razón de mi vida en el apasionante debate sobre el papel de la mujer en la historia.
(...)
En Buenos Aires, el lunes 15 de octubre de 1951 fue presentado en sociedad el libro La razón de mi vida, en el salón de actos de la editorial Peuser, calle Florida 750. Juan Domingo Perón presidió la ceremonia y el poeta Horacio Rega Molina hizo un encendido elogio de Evita, firmante de la obra, tan enferma que no pudo asistir. El director de Peuser, Agustín Pestalardo, anunció que la primera edición, disponible al público a partir del martes, era de trescientos mil ejemplares, algo nunca visto, pues las tiradas, en el caso de los superventas, no pasaban de los diez mil. Mi padre se enteró por los periódicos. Después de hacer cola en una librería y de pagar cinco pesos por un ejemplar, se quedó de piedra, anonadado. No era para menos. Le bastó un vistazo para abarcar la magnitud del daño infligido al texto por un corrector que, lejos de conformarse con argentinizarlo, lo había destrozado. Ya no podía reconocerse en este libro, ni tampoco a Eva Perón. Evidentemente –me lo dijo–, la habían engañado; los habían engañado a los dos.
Le bastó un vistazo para abarcar la magnitud del daño infligido al texto por un corrector que, lejos de conformarse con argentinizarlo, lo había destrozado.
El martes 16 se vendieron ciento cincuenta mil ejemplares en pocas horas. Unos días después, Peuser anunciaba que se habían batido todos los récords: se habían superado los quinientos mil ejemplares vendidos. En mayo de 1952 se hablaba de un millón. El éxito no se vio empañado sino acrecentado por la bomba que elementos antiperonistas lanzaron contra el escaparate de Peuser. Fallecida Eva Perón, el libro, impuesto como lectura obligatoria en las escuelas, ascendió a la categoría de testamento político. Era “ardiente”, “sincero“ y “universal“, y hasta hubo multitudinarias manifestaciones de protesta cuando se supo que las editoriales norteamericanas se negaban a publicarlo. Manuel Penella de Silva se debatía en una situación desesperante. Ganas tenía de rechazar en su totalidad, como ajeno a su persona, el engendro salido de las manos de Raúl Mendé, pero necesitaba cobrar su parte de lo convenido o no podría mantenerse a flote y menos aún salir de la Argentina. Había invertido sus ahorros en la aventura, algo grave para un escritor con una mujer y seis hijos. Llevaba ya cinco años a la espera de resarcirse del esfuerzo. Lo que había empezado con entusiasmo e idealismo terminaba en torturantes restas, con acreedores y con graves problemas para llegar a fin de mes.
La enfermedad y la muerte de Eva Perón lo dejaron indefenso. Nadie se hallaba en disposición de cumplir la palabra por ella empeñada, extremo que comprobó “poco a poco”, a fuerza de desaires sucesivos. Encima, Raúl Mendé iba por ahí diciendo que nada se le debía al señor Penella de Silva porque su manuscrito era inservible; de creerle, él había tenido que escribir un libro nuevo. ¿Cómo osaba afirmarlo? En un papel, mi padre se dirigía a Mendé en estos términos: “Apelo a su conciencia y a su justicialismo; apelo a su fidelidad a la memoria de Evita y a su afecto al general Perón. Tengo que hacerlo así, doctor Mendé, porque, consciente o inconscientemente, es usted el causante de mi ruina y de la de mi familia, solo por un prurito de amor propio que ni le honra ni le puede reportar bien alguno en el juicio de Dios o en el de los hombres“.
No menos cruel se mostró el mayor Carlos Aloé, que llegó a decir que nada se le debía al señor Penella de Silva porque ya había recibido su retribución. Mi padre había convenido con Eva Perón que irían a medias con los beneficios del libro. Seguro de que sería un éxito, no había querido recibir adelantos ni convertirse en lo que se entiende por un asalariado, como tampoco había querido ponerse al servicio del peronismo como periodista, posibilidad que le fue ofrecida varias veces. Es más, consta que procuró equilibrar la balanza de los favores, para no estar en deuda con Perón ni con Evita.
La colaboración había sido semiclandestina, como convenía al propósito de que Eva Perón firmase el libro. Pero eso no sirve para disculpar a las dos personas que tenían la obligación moral de mantener el compromiso de la primera dama de los argentinos. Me refiero, en primer lugar, al general Perón; y en segundo término, al mayor Aloé, presente en el momento del pacto verbal. Que mi padre era el autor del libro no era ningún secreto.
La colaboración había sido semiclandestina, como convenía al propósito de que Eva Perón firmase el libro
Así, por ejemplo, por no citar a Raúl Mendé, estaban al tanto del asunto el médico y ministro de Educación, Armando Méndez San Martín, y el periodista a cargo de la Subsecretaría de Prensa y Difusión, Raúl Alejandro Apold. Y por supuesto, varias personas próximas a Evita –pero sin poder de decisión– conocían la verdad; por ejemplo, el padre Hernán Benítez, su confesor; Atilio Renzi, su secretario; Irma Cabrera de Ferrari, su modista...
Podrían haber testificado a su favor, como el embajador Benito Llambí, pero no se les dio la oportunidad. El general Perón, hasta ayer mismo accesible, se negó a recibirlo; Juan Duarte hizo silencio como respuesta, lo mismo que Méndez San Martín, Raúl Mendé y Carlos Aloé. Al final, desairado, no tuvo más remedio que aceptar la agregaduría de información en la Embajada de España en Uruguay. El Ministerio de Exteriores español premiaba así –in extremis, salvándolo de la ruina– sus ingratas labores de intermediario en las negociaciones entre España y Argentina. Su primera tarea fue representar a España en la Asamblea General de la Unesco, celebrada en Montevideo en noviembre de 1954.
Tras la caída de Perón, en septiembre de 1955, los agentes de la llamada Revolución Libertadora no tardaron en penetrar en la suntuosa guarida subterránea que el mayor Carlos Aloé tenía en las profundidades de la editorial Alea, en la calle Bouchard 722. Dentro de una caja fuerte espectacular encontraron un recibo firmado por un tal Penella de Silva, en el que este daba fe de haber recibido cincuenta mil pesos moneda nacional de la señora Eva Perón, el 14 de junio de 1951. Y saltó la noticia: ese señor había cobrado la suma como retribución por el manuscrito de La razón de mi vida, según la especie ya difundida por el propio Aloé. El comentarista Julio César, en La Segunda, consideró que ese recibo era "la lápida del peronismo". “El pastiche literario con pretensiones de confidencia sentimental y de evangelio político” no pasaba de ser una “gran mentira”, obra de un “escritor fantasmal”.
“El pastiche literario con pretensiones de confidencia sentimental y de evangelio político” no pasaba de ser una “gran mentira”, obra de un “escritor fantasmal”
Me corresponde hacer notar que en el recibo de marras, dado a conocer por la prensa, no figura ni la menor alusión a La razón de mi vida. Sin embargo, bastó para componer una historia de tintes escandalosos, en la que Evita quedaba retratada como una criatura pretenciosa; y mi padre, como un escritor de poca monta, un oscuro mercenario al que había sido posible despachar con una remuneración irrisoria. La revelación cuadraba a la perfección con la negativa imagen del peronismo que se deseaba imponer. El recibo, como comprobaremos, nada tenía que ver con el libro. Evita había tenido la ocurrencia de regalarle un automóvil a mi padre. De ahí que el mayor Aloé le entregase cincuenta mil pesos en curiosas circunstancias. Insuficiente para pagar el automóvil concedido, ese dinero sirvió para mantener a raya a los acreedores y, lo que es muy importante para mí, para abonar la factura de la Clínica Modelo de Morón, donde tuve el privilegio de ver la luz de este mundo. A esas alturas, Penella de Silva daba por perdidos sus años de trabajo en Argentina. Dada la repugnancia que le inspiraba la versión oficial –en la que se llega a comparar a Perón con Jesucristo–, lo mejor era alejarse del asunto. Pero con la publicidad vino la vergüenza de verse asociado a ese libro deforme.
(...)
Versiones comparadas
Misión. El original contiene elogios al presidente argentino. En ningún momento se trasluce la pretensión de colocar a Evita por encima de su marido. No encuentro nada en él que justifique una acción de castigo por parte de un corrector fanático. Ahora bien, todo indica que los elogios a Perón que figuran en el original le parecieron a Mendé poca cosa, lo que explica que cayese en la tentación de introducir elogios de tipo paroxístico.
El original dice que Evita actúa bajo el patrocinio de Perón, en representación de Perón. A todos los efectos, la pareja Evita/Perón resulta una pareja unida y él es objeto de los elogios correspondientes: “Permítaseme decir que jamás supe lo que era un hombre hasta que conocí a Juan Perón”. Perón es el “genial marido mío”. Todo ello debió de parecer insuficiente.
Mendé convierte a Perón en un cóndor, y viene a situarlo –sin venir a cuento– en el linaje de Alejandro Magno, Cristóbal Colón, Napoleón y San Martín... Y después, cuando ya no parece posible ir más lejos en el elogio, lo eleva al nivel de los grandes filósofos y de los fundadores de religiones. Osa afirmar que Perón imitó a Cristo… y trae a colación “el caso de Belén”, que de creerle se había repetido en Argentina al surgir el peronismo. Todos estos excesos demenciales y de gusto pésimo brillan por su ausencia en el texto original.
Aproximaciones y desviaciones
Todo habría empezado con la temprana incapacidad de Evita para tolerar la injusticia social. Leo en el original: “Y así anduve bastantes años creyendo que hay ricos como hay árboles y que hay pobres como hay pasto. Huelga pues decir con qué repugnancia y con cuánta resistencia me fui imponiendo de esta dimensión de la injusticia social por la que se explica que el rico es rico y lo será siempre más, porque explota al pobre haciéndole producir el máximo y remunerándole tan bajo como puede. Lo estaba ya viendo, lo estaba ya comprendiendo, y todavía me resistía a admitirlo en toda su gravedad espantosa”.
Mendé reescribe el párrafo, lo recorta y lo suaviza. Eliminando la alusión a la injusticia social y a sus implicaciones, y elimina también el concepto de explotación, así como la idea de que gracias a ella, obligando al pobre a producir el máximo y remunerándolo “tan bajo como puede”, el rico es rico “y lo será siempre más”. Mendé se contenta con señalar que Evita tenía once años de edad cuando un obrero le abrió los ojos sobre la realidad social, haciéndole ver que la pobreza se debe simplemente a que los ricos son excesivamente ricos… En el original, Evita descubre por sí misma que la pobreza no es natural, sin una indicación de la edad que tenía. Leo en el original: “Yo nunca tuve por natural, ni por aceptable siquiera, el estado de injusticia (social) en que vivía mi país. Por eso reaccionaba como alérgica a todas sus manifestaciones en los mil y cien casos en que hube de sufrirlas por mí o por los otros. Y por eso, el hilo de mis preocupaciones perennes, ese hilo en el que se descubre el carácter de lo que la criatura humana ha venido a hacer a este mundo, tenía que conducirme, de por fuerza, a la lucha por la justicia social redentora de los despojados”.
La versión oficial reescribe este párrafo y le añade, en plan supuestamente literario, cierto toque de misterio a la incompatibilidad de Evita con la injusticia social. Mendé compara su vocación justiciera con lo que de inexplicable tiene para un pintor su experiencia del color, con lo que de incognoscible pueda tener para un poeta el hecho de ser poeta. Si uno lee el original, empatiza con Evita –y la comprende– con naturalidad. Si uno lee la versión de Mendé, no ocurre lo mismo; al parecer, para poseer una vocación justiciera hace falta un don misterioso.
Ante los ideólogos del proletariado
Según ambas versiones, las propuestas de los movimientos obreros tradicionales (comunistas, socialistas, anarquistas) no atrajeron a Evita, reacia a las fórmulas de otros tiempos y de otros países... La lectura de la prensa que difundía sus ideas la habría alejado de esos movimientos. En este punto las dos versiones se aproximan, sin llegar a coincidir...
Leo en el original: “Venían a decir que había que arreglar el mundo de pies a cabeza de acuerdo con fórmulas inventadas por unos hombres ya desaparecidos, que esto lo iban a hacer otros hombres socialistas o comunistas de esta o aquella nación, y que al final también ese orden alcanzaría, por fin, a nuestra patria, según lo tenían previsto aquellos señores. “Frente a esto me gritaba mi sentido común, que las revoluciones tienen que ser caseras –y cuanto más caseras, mejor–, con doctrina propia, inspiradas en los problemas a la vista y no en complicadas teorías económicas, y –en fin– que tenían que ser patrióticas, o nacionales, como el propio pueblo a redimir”.Mendé elimina las referencias a los socialistas y los comunistas.
Eva Duarte y Juan Perón
Detalles aparte, ambas versiones coinciden al afirmar que Evita vive un compás de espera antes de vislumbrar su misión, su propio camino revolucionario. Ajena a toda militancia, Evita vive resignada a su alergia a la injusticia social, de espaldas a cualquier militancia política. Así, hasta que se produjo el despertar revolucionario del pueblo argentino, al aflojarse –cito el original– “los lazos imperialistas que desde fuera sujetaban el falso orden en que vivía el país, dejando a los oligarcas argentinos sin la protección que siempre tuvieron y sacando a flor de piel de la nación los síntomas del mal funcionamiento y enfermedades crónicas que padecía”.
En tales circunstancias, ya despiertas –según el original–, las exigencias revolucionarias del pueblo y las suyas propias, Evita conoce a Juan Domingo Perón. Por entender que es el hombre capaz de dominar el “incendio sin ahogarlo, y capaz también de canalizar su preciosa fuerza con inteligencia”, Evita une su destino al suyo, de una vez para siempre. En el original, Evita se compromete no solo con ese hombre llamado Juan Perón sino también con sus ideas, con su proyecto político.
La versión oficial lo cuenta de otra manera muy distinta, al buscar una justificación en el amor. Ella se ha fijado en Juan Perón, el revolucionario, dispuesta a seguirlo, pero el momento en que su misión se hace patente solo llega cuando él, entonces preso, le encomienda que vele por sus seguidores. A continuación, Mendé deja a Evita sometida a Perón, a mi juicio prácticamente en ridículo, al imaginarla fascinada ante el hecho de que él le encomendase esa misión: ella apenas era una mujercita que solo sabía quererlo y nada más.
CP