DOMINGO
LIBRO

El huevo de la serpiente

Cómo se gestó la violencia de Washington.

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La turba que atacó el Congreso de EE.UU. demostró que las amenazas a la democracia pueden venir de su interior. Trump y sus émulos en el mundo. | Ilustracion juan salatino

Siempre existe incertidumbre acerca de cómo un político sin un currículum contrastable pueda comportarse una vez ocupe la presidencia, pero, tal como hemos señalado con anterioridad, a los líderes antidemocráticos suele identificárselos antes de que accedan al poder. Trump, incluso antes de estrenarse en el cargo, daba positivo en las cuatro medidas de nuestra prueba decisiva para autócratas. 

El primer parámetro es un débil compromiso con las reglas democráticas del juego. Trump dio positivo en esta medida al poner en tela de juicio la legitimidad del proceso electoral y plantear la insinuación sin precedentes de que podía no aceptar los resultados de las elecciones de 2016. Los niveles de fraude electoral en Estados Unidos son ínfimos y, ya que las elecciones las administran los gobiernos estatales y locales, en la práctica es imposible coordinar el fraude electoral a escala nacional.  A pesar de eso, durante toda la campaña de 2016, Trump insistió en que se movilizaría a millones de inmigrantes ilegales y a personas fallecidas que continuaban figurando en el censo electoral para que votaran por Clinton. Durante meses, el sitio web de su campaña clamaba: “¡Ayudadme a impedir que la deshonesta de Clinton manipule estas elecciones!”. En agosto, Trump le dijo a Sean Hannity: “Será mejor que andemos con cuidado, porque estas elecciones van a estar manipuladas. […] Espero que los republicanos se mantengan vigilantes, porque, de lo contrario, nos las robarán”.  En octubre tuiteó: “Hay un evidente fraude a gran escala en curso, tanto antes como el día de las elecciones”. Durante el último debate presidencial, Trump rehusó afirmar que aceptaría los resultados de las elecciones si perdía.

De acuerdo con el historiador Douglas Brinkley, ningún candidato a la presidencia destacable había proyectado tales dudas sobre el sistema democrático desde 1860. Sólo en el período previo a la guerra de Secesión hubo políticos prominentes que “deslegitimaron el Gobierno federal” de este modo. En palabras de Brinkley: “Estamos ante un motivo secesionista, revolucionario, ante alguien que ha pateado el tablero”. Las palabras de Trump importaban… y mucho. Un sondeo realizado por Politico/Morning Consult a mediados de octubre reveló que el 41 por ciento de los estadounidenses y el 73 por ciento de los republicanos creían que podían robarle las elecciones a Trump. En otras palabras, tres de cada cuatro republicanos habían dejado de estar seguros de vivir en un sistema democrático con elecciones libres.

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La segunda categoría en nuestra prueba decisiva es negar la legitimidad de los adversarios. Los políticos autoritarios venden la visión de que sus contrincantes son delincuentes subversivos y antipatrióticos o bien constituyen una amenaza para la seguridad nacional o para el estilo de vida existente. Trump cumplía también este criterio. Para empezar, había demostrado ser un “natalista” al poner en entredicho la legitimidad de Barack Obama como presidente sugiriendo que Obama había nacido en Kenia y era musulmán, cosa que muchos de los partidarios de Trump equiparaban a “no ser estadounidense”. Durante la campaña de 2016, Trump negó la legitimidad de Hillary Clinton como adversaria calificándola de “delincuente” y declarando en repetidas ocasiones que “merecía estar en la cárcel”. En los mítines de campaña aplaudía a sus partidarios cuando coreaban: “¡Enciérrala!”. 

El tercer criterio es la tolerancia o el aliento de la violencia. La violencia partidista a menudo es el preámbulo de una quiebra democrática. Entre los ejemplos más destacados figuran los “camisas negras” en Italia, los “camisas pardas” en Alemania, la aparición de guerrillas de izquierda en Uruguay y el ascenso de los grupos paramilitares de ala izquierdista en Brasil de principios de los años sesenta del siglo XX. En el último siglo, ningún candidato a la presidencia de ningún partido importante había respaldado nunca la violencia (George Wallace lo hizo en 1968, pero era el candidato de una tercera formación). Trump rompió este patrón. Durante la campaña, no sólo toleró la violencia entre sus partidarios, sino que en ocasiones pareció regodearse en ella. En una transgresión radical de las normas del civismo, Trump recibió con los brazos abiertos (e incluso festejó) a algunos de sus partidarios que atacaron físicamente a manifestantes. Se ofreció a pagar los gastos legales de uno de sus votantes después de que éste diera un golpe a traición y amenazara de muerte a un manifestante en un mitin en Fayetteville, Carolina del Norte. En otras ocasiones, respondió a los manifestantes de sus mítines exhortando a sus partidarios a cometer actos violentos. A continuación algunos ejemplos, recopilados por Vox: 

u Si ven a alguien a punto de arrojar un tomate, derríbenlo de un golpe, ¿de acuerdo? Lo digo en serio. Denle bien fuerte. Les prometo que yo correré con las tasas legales. Se los prometo. (1 de febrero de 2016, Iowa)

u Ojalá el mundo fuera como antes. ¿Saben qué solían hacerles a los tipos como ése cuando estaban en un lugar como éste? Los sacaban de aquí en camilla, amigos. Es cierto. […] Me encantaría darle un golpe en la cara, de verdad. (22 de febrero de 2016, Nevada)

u En los buenos tiempos, lo arrancarían de esa silla sin pensárselo dos veces. Pero hoy todo el mundo es tan políticamente correcto. Nuestro país se va a la ruina por ser políticamente correcto. (26 de febrero de 2016, Oklahoma)

u Fuera de aquí. ¡Fuera! Esto es fascinante. ¡Qué divertido! Me encanta. ¿Lo están pasando bien? ¡Estados Unidos, Estados Unidos, Estados Unidos! Venga, sáquenlo de aquí. Intenten no hacerle daño. Si se lo hacen, yo los defenderé ante los tribunales, no se preocupen. […] Cuatro de los nuestros se le echaron encima, saltaron sobre él y lo zarandearon. Al día siguiente la prensa nos criticó: que éramos demasiado duros, dijo. Vamos. Que me dejen en paz un rato. Estamos hartos de ser políticamente correctos. ¿No es cierto, amigos? (4 de marzo de 2016, Míchigan)

u Había varios tipos duros como los que hay hoy aquí y empezaron a devolver los golpes. Fue muy bonito. Se agarraron a piñas. En los buenos tiempos, esto no sucedía, porque los trataban con mucha, mucha dureza. ¿Y saben qué? Que antes de volver a protestar lo pensaban dos veces. Pero hoy entran, levantan la mano y señalan con el dedo a quien no deben, y se les consiente todo porque nos hemos vuelto débiles. (9 de marzo de 2016, Carolina del Norte)

En agosto de 2016, Trump apoyó veladamente la violencia contra Hillary Clinton al decirles a los asistentes a un mitin en Wilmington, Carolina del Norte, que si Clinton designaba a algún nuevo miembro del Tribunal Supremo podía redundar en que se aboliera el derecho a portar armas. Y se atrevió a añadir: “Si le corresponde a ella elegir a los jueces, no habrá nada que hacer, amigos. […] Aunque la Segunda Enmienda, gente…, quizá sí se pueda, no lo sé”.

La última señal de advertencia es la predisposición a restringir las libertades civiles de rivales y críticos. Si algo diferencia a los autócratas actuales de los líderes democráticos es su intolerancia ante las críticas y su predisposición a utilizar dicho poder para castigar a aquellas personas, ya sean de la oposición, de los medios de comunicación o de la sociedad civil, que los critiquen. Donald Trump demostró tal propensión en 2016. Para empezar, afirmó que tenía previsto nombrar un fiscal especial para que investigara a Hillary Clinton tras las elecciones y declaró que Clinton debería ser encarcelada. Y además, Trump amenazó en repetidas ocasiones con castigar a los medios de comunicación hostiles.

En un mitin en Fort Worth, Texas, por ejemplo, arremetió contra el dueño del Washington Post, Jeff Bezos, al declarar: “Si me convierto en presidente, tendrán problemas. ¡Y muchos!”. Afirmando que los periodistas se contaban “entre los grupos de personas más deshonestos que he conocido Nunca”, Trump declaró:

“Voy a proponer nuevas leyes contra la difamación para que, cuando escriben de manera deliberada artículos negativos, horribles y falsos, podamos demandarlos y ganar mucho dinero. […] Para que cuando el New York Times publique una exclusiva, lo cual es una desgracia absoluta, o cuando el Washington Post […] publique una exclusiva, podamos demandarlos…”.

Con la excepción de Richard Nixon, ningún candidato presidencial de uno de los dos partidos principales reunió ni siquiera uno de estos cuatro criterios en todo el siglo pasado. Donald Trump los reúne todos. Ningún otro candidato presidencial importante de la historia moderna de Estados Unidos, ni siquiera Nixon, ha demostrado en público un compromiso tan endeble con los derechos constitucionales y las normas democráticas. Trump era precisamente el tipo de figura que tanto temían Hamilton y otros fundadores cuando concibieron la presidencia de Estados Unidos.

Todo eso debería haber disparado las alarmas. El proceso de las primarias no había logrado desempeñar su función de selección y había permitido que un hombre no preparado para el cargo se postulara como candidato por uno de los principales partidos. Pero ¿cómo podían reaccionar los republicanos a aquellas alturas? Recuérdense las lecciones aprendidas de las quiebras democráticas en la Europa de la década de 1930 y en Sudamérica en las décadas de 1960 y 1970: cuando los mecanismos de selección fracasan, el estamento político debe hacer todo cuanto esté en su mano por mantener a las figuras peligrosas alejadas de los centros de poder (…).

El destino de la democracia durante el resto de la presidencia de Trump dependerá de diversos factores. El primero será el comportamiento del liderazgo republicano. Las instituciones democráticas dependen de manera esencial de la voluntad de los partidos gobernantes de defenderlas…incluso de sus propios representantes. El fracaso del programa de llenar los tribunales de magistrados afines propuesto por Roosevelt y la caída de Nixon fueron posibles, en parte, porque miembros clave del partido al que pertenecían los propios presidentes (demócratas en el caso de Roosevelt y republicanos en el de Nixon) se impusieron. En el pasado más reciente, en Polonia, las tentativas del Gobierno del partido Ley y Justicia de desmantelar el sistema de controles y equilibrios sufrieron un revés cuando el presidente Andrzej Duda, miembro del partido Ley y Justicia, vetó dos proyectos de ley que habrían permitido al Gobierno purgar por completo el Tribunal Supremo y nombrar para las vacantes a jueces afines. En Hungría, en cambio, el primer ministro, Viktor Orbán, apenas afrontó resistencia por parte del partido gobernante, el Fidesz, cuando desplegó su ofensiva autoritaria.

La relación entre Donald Trump y su partido es igual de importante, sobre todo teniendo en cuenta que los republicanos controlan las dos cámaras del Congreso. Los líderes republicanos podrían optar por mantenerse fieles al presidente. Los lealistas activos no sólo le manifiestan su apoyo, sino que, además, defienden en público sus movimientos más polémicos. Los lealistas pasivos se retiran de la esfera pública cuando estallan escándalos, pero siguen respaldando al presidente. En cierto sentido, los lealistas críticos intentan nadar y guardar la ropa: se distancian públicamente de los comportamientos más desafortunados del presidente, pero no adoptan ninguna medida (como, por ejemplo, votar en el Congreso) que pueda debilitarlo y mucho menos hacerlo caer. Frente a los abusos del presidente, cualquiera de estas reacciones dará alas al autoritarismo.

Un segundo planteamiento es la contención. Los republicanos que adoptan esta estrategia pueden respaldar al presidente en muchos asuntos, desde los nombramientos judiciales hasta la reforma impositiva o de la sanidad, pero trazar una clara línea divisoria ante las conductas que consideran peligrosas. Mantener esta postura puede resultar difícil. Siendo miembros del mismo partido, reciben los beneficios si el presidente se anota un éxito y, sin embargo, son conscientes de que Trump podría causar un grave daño a las instituciones del país a largo plazo. Colaboran con el presidente siempre que es posible, al tiempo que adoptan medidas para garantizar que éste no haga un uso abusivo del poder, de tal modo que le permiten mantenerse en el cargo con la esperanza de poder contenerlo.

Por último, en teoría, los congresistas podrían plantear la destitución del presidente, pero hacerlo tendría costos políticos para todos ellos. Destituir a un presidente de la propia cuerda no sólo comporta exponerse el riesgo de ser acusado de traidor por parte de otros correligionarios (imaginemos, por ejemplo, las reacciones de Sean Hannity y Rush Limbaugh), sino que además puede hacer descarrilar la agenda legislativa del partido. Tendría consecuencias negativas en las perspectivas electorales a corto plazo de la formación, como sucedió con la renuncia de Nixon. Sin embargo, si la amenaza que representa la presidencia es lo bastante grave (o si el comportamiento del presidente empieza a afectarlos en los sondeos), la cúpula del partido puede considerar necesario hacer caer a uno de los suyos.

Durante el primer año del presidente Trump al frente del país, los republicanos respondieron a los abusos por su parte con una amalgama de lealtad y contención. Al principio predominó la lealtad, pero después de que el presidente despidiera a James Comey en mayo de 2017, algunos senadores republicanos empezaron a actuar con contención, dejando claro que no aprobarían que el exdirector del FBI fuera reemplazado por una persona leal a Trump. Los senadores republicanos también maniobraron para garantizar que la investigación independiente relativa a la implicación de Rusia en las elecciones de 2016 continuara su cauce. Unos cuantos apoyaron de manera tácita que el Departamento de Justicia nombrara a un asesor especial, y muchos aceptaron el nombramiento de Robert Mueller. Cuando afloró el rumor de que la Casa Blanca estaba indagando en la manera de cesar a Mueller y cuando los leales a Trump solicitaron que fuera destituido, senadores republicanos destacados, incluidos entre ellos Susan Collins, Bob Corker, Lindsey Graham y John McCain, hicieron pública su oposición. Y cuando el presidente Trump se inclinó por despedir al fiscal general Jeff Sessions, quien, tras recusarse a sí mismo, no podía despedir a Mueller, senadores republicanos saltaron en defensa de Sessions. Chuck Grassley, integrante de la Comisión de Asuntos Judiciales del Senado, afirmó que no programaría las audiencias para elegir a un sustituto si se despedía a Sessions.

Y aunque los senadores Graham, McCain y Corker sólo se sumaron a la oposición puntualmente (todos ellos votaron en el sentido de Trump al menos en el 85 por ciento de las ocasiones),68 sí dieron pasos importantes por contener al presidente. Ningún líder republicano solicitó la destitución del presidente en 2017, si bien, tal como expresó la periodista Abigail Tracy, algunos de ellos parecieron haber “trazado su propia línea roja”.

Otro factor que influirá en el destino de la democracia estadounidense es la opinión pública. Cuando los autócratas en potencia no tienen manera de hacer suyo el Ejército y organizar actuaciones violentas a gran escala se ven obligados a encontrar otros medios para convencer a sus aliados de que los respalden y hacer retroceder a sus críticos o conseguir que éstos se rindan. El apoyo de la opinión pública es una herramienta muy útil en este sentido. Cuando un líder electo disfruta, pongamos por caso, de una tasa de aprobación del 70 por ciento, los críticos se suman, la cobertura en los medios de comunicación se suaviza, los jueces se muestran más reticentes a dictar sentencias en contra del Gobierno e incluso los rivales políticos, preocupados por el hecho de que una oposición estridente los deje aislados, tienden a mantener la cabeza gacha. En cambio, si la tasa de aprobación del Gobierno es baja, los medios y la oposición se vuelven más descarados, la judicatura se envalentona a enfrentar al presidente y los aliados empiezan a mostrar discrepancias. Fujimori, Chávez y Erdogan eran sumamente populares cuando asaltaron las instituciones democráticas.

Para entender cómo podría influir el apoyo del público en la presidencia de Trump basta con preguntarse: ¿qué pasaría si todo Estados Unidos fuera como Virginia Occidental? Virginia Occidental es el estado más favorable a Trump de toda la Unión. Según una encuesta Gallup, la tasa de aprobación de Trump allí se situaba en un 60 por ciento durante la primera mitad de 2017, frente al 40 por ciento a escala nacional. Habida cuenta de la popularidad del presidente, la oposición a éste se marchitó en el estado, incluso entre los demócratas. El senador demócrata Joe Manchin votó en el mismo sentido que Trump en un 54 por ciento de las ocasiones hasta agosto de 2017, más que cualquier otro demócrata en el Senado. The Hill incluía a Manchin entre “los diez principales aliados de Trump en el Congreso”. El gobernador demócrata del estado, Jim Justice, fue incluso más lejos: cambió de partido. Sumándose al presidente Trump en un mitin, Justice no sólo lo elogió por ser un “buen hombre” con “ideas reales”, sino que denostó la investigación sobre Rusia al declarar: “¿No hemos oído ya suficiente sobre los rusos?”. Si los demócratas de todo el país se comportaran como han hecho en Virginia Occidental, el presidente Trump apenas afrontaría resistencia, ni siquiera en el tema de la injerencia extranjera en las elecciones.

Cuanto mayor sea la tasa de aprobación del presidente Trump, más peligroso se volverá. Su popularidad dependerá de la coyuntura económica, así como de eventos contingentes. Eventos que pongan de relieve la incompetencia del Gobierno, como ocurrió con la reacción inepta de la Administración Bush al huracán Katrina en 2005, pueden erosionar el apoyo público. Por el contrario, otros acontecimientos, como las amenazas a la seguridad, pueden potenciarlo (…) 

Trump infringió asimismo normas democráticas nucleares al poner en tela de juicio públicamente la legitimidad de las elecciones. Por más que su afirmación de que existían “millones” de votantes ilegales fuera desmentida por los investigadores, repudiada por políticos de ambos partidos y descartada por falta de fundamento por los sociólogos, el nuevo presidente la repitió tanto en público como en privado. Hacía más de un siglo que ningún político destacado cuestionaba la integridad de un proceso electoral en Estados Unidos. Ni siquiera lo hizo Al Gore, quien perdió unas de las elecciones más reñidas de la historia a manos del Tribunal Supremo. 

Las falsas acusaciones de fraude pueden debilitar la confianza de la población en las elecciones y, cuando la ciudadanía no confía en el proceso electoral, puede perder fe en la propia democracia. En México, después de que Andrés Manuel López Obrador perdiera la carrera hacia la presidencia e insistiera en que le habían robado las elecciones de 2006, la confianza en el sistema electoral mexicano se desplomó. Una encuesta realizada antes de las elecciones presidenciales de 2012 reveló que el 71 por ciento de los mexicanos creían que podía existir fraude. 

En Estados Unidos, las cifras fueron incluso más llamativas. En un sondeo realizado antes de las elecciones de 2016, el 84 por ciento de los votantes republicanos afirmaron creer que en las elecciones de Estados Unidos se producía una “cantidad significativa” de fraude y casi el 60 por ciento del electorado republicano creía que los inmigrantes ilegales “votarían en cantidades importantes” en noviembre. Dichas dudas persistieron después de las elecciones. Según un sondeo realizado en julio de 2017 por Morning Consult/Politico, el 47 por ciento de los republicanos creía que Trump había ganado en voto popular, frente al 40 por ciento que atribuía la victoria a Hillary Clinton. En otras palabras, en torno a la mitad de quienes se identificaban como republicanos afirmaban creer que se había producido un fraude masivo en las elecciones estadounidenses. Tales convicciones pueden tener consecuencias. Una encuesta realizada en junio de 2017 planteaba la siguiente pregunta: “Si Donald Trump dijera que las elecciones presidenciales de 2020 deben posponerse hasta que el país pueda asegurarse de que sólo voten los ciudadanos con derecho a voto, ¿apoyaría o rechazaría el aplazamiento?”. El 52 por ciento de los republicanos afirmó que lo secundaría.

 

☛ Título Cómo mueren las democracias

☛ Autores Steven Levitsky y Daniel Ziblatt

☛ Editorial Ariel

 

Datos de los autores 

Steven Levitsky es profesor de Gobierno y Estudios Sociales en la Universidad de Harvard. Investiga los partidos políticos, la democracia y el autoritarismo en Latinoamérica y distintos países en vías de desarrollo. Es autor, entre otros libros, de  La transformación del justicialismo.

Daniel Ziblatt es profesor en la Universidad de Harvard. Especialista en estudios sobre democracia y autoritarismo en Europa desde el siglo XIX hasta el presente, entre sus libros destacan Structuring the State y Conservative Political Parties and the Birth of Modern Democracy in Europe.