Cuando el régimen comunista de Alemania oriental celebró sus cuarenta años, sus líderes se aplaudían a sí mismos.
Nadie creía ya en sus discursos, pero seguían repitiéndolos por costumbre. Pocos meses después cayó el Muro de Berlín y la Alemania comunista dejó de existir. ¿Qué podemos aprender de esto? Que cuando el relato político decae, el fin de esos políticos no está lejos.
También el relato kirchnerista, ahora, está llegando a su fin. Como pasaba con las peroratas de Erich Honecker o Nicolae Ceausescu, ya nadie les cree. Los ciudadanos están cansados de que los políticos sean los únicos que tienen un buen pasar económico, de la corrupción, de la obscenidad con la que roban, de la facilidad con la que desaparecen gente y asesinan fiscales. De que ninguno de ellos esté preso hoy, pagando el precio por sus delitos.
El relato kirchnerista está cayendo. La realidad es dura y los hechos son irrefutables. Lo penoso es que millones de ciudadanos depositaron su confianza en la actual dirigencia, algunos por convicción, otros por revancha o como voto castigo.
Y hoy todos somos un poco más pobres. El kirchnerismo ha logrado que cada vez más jóvenes no vean un futuro en la Argentina y decidan emigrar en busca de oportunidades, como ya lo hacen tantos venezolanos que escapan del infierno chavista.
Justamente, muchos de ellos depositaron sus esperanzas en la Argentina, se instalaron aquí y ahora emigran por segunda vez, porque entienden que nuestro país está inmerso en el mismo proceso. Ya lo vivieron: los gobiernos populistas enriquecen a la casta política mientras empobrecen al ciudadano y, cuando las papas queman, siempre encuentran un chivo expiatorio. Ayer fue el campo, luego Clarín, después TyC Sports (que nos había secuestrado los goles). Hace poco fue Vicentin y hoy es la Justicia. Cuando el kirchnerismo dice que va por todo, no miente. Su meta es destruir las instituciones de la república, sumir al pueblo en la pobreza y la ignorancia y hacerle creer que puede vivir gracias al Estado, es decir, gracias a Cristina.
Y el relato sigue. Pero ya nadie cree en el relato. Cada vez más argentinos, según las encuestas, creen que el futuro será peor. No hay futuro en un país donde con poco más de 40 mil pesos estás bajo la línea de pobreza, pero si cobrás un poco más, ya pagás Ganancias. No hay futuro en un país que no respeta la propiedad privada, donde una vida vale un celular, donde las empresas son denostadas y a los empresarios se les llama amarretes, porque en ese país las empresas prefieren bajar sus persianas a seguir viviendo para el Estado y su casta, y más todavía cuando esa casta los castiga y los maltrata. La decadencia a la que nos ha llevado el kirchnerismo en todos los ámbitos –económico, social, cultural– es indescriptible. Parafraseando a Ortega y Gasset, cuando una sociedad se encuentra en decadencia busca algo de qué aferrarse. Pero hoy la sociedad argentina no sabe a qué aferrarse. La sociedad argentina, que es muy resiliente y emprendedora, tropieza con las barreras que pone el kirchnerismo para el desarrollo. Es una sociedad enjaulada por una clase política que solo piensa en sí misma.
Pero el relato K está en decadencia. Y, como dije, cuando el relato decae, el fin de los políticos que lo sostienen no suele estar lejos.
¿Por qué digo que el relato está en decadencia? En primer lugar, porque la sociedad reacciona. Es visible en las marchas ciudadanas que se sucedieron en 2020 y que seguirán, probablemente, en 2021. La clase media trabajadora argentina está diciendo basta. Muchos están decididos a involucrarse en política, a ofrecer su granito de arena, porque no quieren dejarles un país en ruinas a sus hijos. Por otro lado, cada vez entendemos mejor lo que está en juego. Tiempo atrás titulé un artículo mío “Mafia o república” (Infobae, 2020). Esa es la verdadera grieta. Entre las fuerzas republicanas y la mafia. Como señala Ortega y Gasset: “La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio. Ahora empezamos a verlo con claridad, porque la ‘acción directa’ consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio; en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la carta magna de la barbarie”. Eso es lo que el kirchnerismo ha hecho: ha invertido el orden y ha proclamado la violencia como prima ratio, como ley primera. El kirchnerismo entiende que las cosas se resuelven con la fuerza, en vez de con el diálogo. Y a todo el que piensa diferente, lo castiga. Argentina hoy está en un punto de quiebre, y, utilizando palabras de Sarmiento, debemos elegir entre civilización o barbarie.
Sin más, le doy al lector la bienvenida a mi libro, y le aviso que aquí verá sinceridad pura, sin medias tintas, sin pelos en la lengua, porque ese es uno de mis mayores bienes, la sinceridad. No habrá correctismo político, porque no lo necesito. Aquel que piense que con el kirchnerismo se puede debatir y puede haber un diálogo, está equivocado. No existe algo así como el kirchnerismo moderado. En todo caso, puede haber algún peronista moderado, pero no kirchneristas. El kirchnerista es fanático por naturaleza, y con los fanáticos y violentos que solo pretenden destruir la república no hay diálogo posible. Como bien pregona Karl Popper, uno de los filósofos liberales más importantes del siglo XX, no debemos confundir libertad con dar rienda suelta a que nos gobiernen los fascistas. Es decir, la tolerancia tiene sus límites, porque, con la premisa de ser tolerantes, pueden nacer grupos fascistas. La tolerancia ilimitada puede llevar a la desaparición de la tolerancia. Por eso sostengo que con los kirchneristas no hay diálogo posible. Es ingenuo pretender dialogar con aquellos que clausuraron el debate público y destrozaron la convivencia pacífica en Argentina.
*Autor de La decadencia del relato K, Galerna (fragmento).