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Guerra de guerras

El 28 de julio se cumplirán cien años del inicio del conflicto que transformó al mundo y las editoriales desarrollan los ejes más importantes. Aquí algunos fragmentos de Todo lo que necesitás saber sobre la Primera Guerra Mundial; 1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial; 1914. Argentina y la Primera Guerra Mundial y Breve Historia de la Primera Guerra.

Potencias de otra era. La guerra enfrentó a la Triple Alianza (imperios alemán, austrohúngaro y otomano) con la Triple Entente (Reino Unido, Francia y el imperio ruso).
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Fusilados al amanecer

En 1914, los soldados que iban al frente en medio de un clima de fervor patriótico sabían que sus compatriotas confiaban en que lucharían hasta el fin para defender a su país y que, llegada la hora del peligro mortal, lo sabrían enfrentar. Pero la guerra demostró ser la más cruel de la historia, y muchos no pudieron resistir el horror que vivían día a día y fueron incapaces de combatir. Se los consideró traidores y cobardes, y se los fusiló.
Sus nombres aún no figuran en los registros oficiales de la guerra y su historia arrojó una sombra de deshonor sobre sus familias por décadas, hasta que una campaña pública los reivindicó. Un memorial los recuerda en Bélgica.

La indescriptible crueldad de la guerra de trincheras, el agobio permanente que generaban los bombardeos de la artillería (sólo en la batalla del Somme los alemanes lanzaron un millón de proyectiles en un par de horas), el terror a los gases que cegaban, los ataques con lanzallamas o el combate cuerpo a cuerpo con bayoneta configuraban un cuadro muy difícil de resistir para los soldados, que a veces apenas eran adolescentes. Las cartas que hombres de todos los ejércitos enviaban a sus seres queridos testimoniaban el espanto al que se exponían a diario en las trincheras.

Entre 1914 y 1918, el Ejército británico identificó a por lo menos 80 mil hombres que sufrían lo que el psicólogo Charles Myers denominó en 1915 shell shock (literalmente, “conmoción por proyectiles”) y que hoy se conoce como estrés postraumático, pero que en aquel momento era visto como simple cobardía.

Eran soldados que ya no soportaban la idea de estar en el frente. Las cifras recogidas por los franceses sobre las deserciones –que en algunos casos se convirtieron en auténticos motines– también son reveladoras: en 1914, 504 soldados se negaron a combatir o escaparon del frente; en 1917 ya eran más de 30 mil. Los oficiales comprendieron rápidamente que era necesario aplicar sanciones disciplinarias inmediatas, con dos objetivos: castigar a los desertores e impedir ideas semejantes en sus camaradas. Quienes huían nada podían esperar de la justicia militar o de los médicos: en la mayoría de los casos no tenían defensor y, en el caso británico, desde 1915 se estableció que todo acusado era culpable hasta que aportara evidencia de su inocencia.

Un año después, los oficiales recibieron la orden de castigar con la muerte todos los casos de “cobardía”, sin tolerar ninguna “excusa médica”. Aquellos que eludían sus responsabilidades pronto descubrían que no había escapatoria al horror: si evitaban morir a manos del enemigo, eran fusilados por sus propios camaradas.

Las ejecuciones se realizaban al amanecer. Cuando llegaba la hora, el condenado, al que solían darle alcohol hasta dejarlo casi inconsciente, era amarrado con los ojos vendados a un palo y un oficial médico le colocaba un paño blanco sobre el corazón, para guiar los disparos del pelotón de fusilamiento. Uno de los rifles no tenía balas, para que ningún soldado estuviera seguro de haber hecho el disparo fatal. Después del fusilamiento, el médico examinaba al hombre. Si aún estaba vivo, el oficial a cargo lo remataba con su pistola.

Muchos de los ejecutados eran apenas muchachos. “Hacía tanto frío en la trinchera que me refugié en una granja. Me llevaron a prisión y mañana me juzgan. Trataré de salir bien, no te preocupes”: así escribió a su madre el soldado inglés Abe Bevistein desde Calais, Francia.

Bevistein fue fusilado. Tenía 16 años. Según los registros oficiales, 306 soldados británicos y del Commonwealth fueron fusilados. El Ejército francés fusiló a por lo menos 600; el alemán, a 48; el belga, a 13; y el italiano, a 750. En Italia, además, el terrible general Luigi Cardorna solía disparar a los soldados si los veía dudar. Tras la sangrienta batalla de Caporetto, en 1917, diezmó uno de sus propios batallones.

Los críticos de esos fusilamientos sostienen que tuvieron una impronta clasista: entre los británicos, por ejemplo, la mayoría de los soldados fusilados eran campesinos o trabajadores de las clases más humildes, mientras que 15 oficiales, hombres de las clases más acomodadas, condenados a muerte, recibieron un perdón real. A muchos otros se los exculpó por sufrir “neurastenia”.

El primer caso. El soldado Thomas Highgate fue el primer ejecutado británico de la guerra, 35 días después del inicio de las acciones. Espantado por la carnicería de la batalla de Mons, en Bélgica, en la que 7.800 soldados ingleses murieron en un solo día, escapó y se escondió en un granero. Sometido a la corte marcial, ningún camarada pudo defenderlo porque todo su batallón había sido aniquilado. Highgate tenía 17 años.

 

Camino del agotamiento

El año 1917 vio el fin de la ilusión de una guerra breve. Incluso después de llegar a un punto muerto militar, los dos bandos seguían acariciando la esperanza de que una vuelta de tuerca más pudiera darles la victoria. Pero la guerra submarina sin restricciones no consiguió doblegar a los británicos y la revolución de febrero acabó con los planes que tenían los Aliados de emprender una nueva ronda de ofensivas sincronizadas. El potencial estadounidense tardaría todavía un año por lo menos en desplegarse, y mientras tanto la cooperación entre los Aliados se diluyó. La producción armamentista llegó a su punto culminante, los ejércitos disminuyeron los efectivos, el consenso en el frente interno y la moral de las tropas se tambaleaban, los dos bandos exploraron estrategias menos costosas, y unos y otros moderaron sus objetivos de guerra. Pero aunque diera la sensación de que los combates perdían intensidad, se trataba de una apariencia engañosa. Este capítulo analizará por qué, siguiendo la pista a cuatro temas estrechamente entrelazados. En primer lugar, los dos bandos se enfrentaron a un estancamiento estratégico, pero ninguno de ellos perdió las esperanzas de vencer.

En segundo lugar, el consenso político interno se vio en peligro en toda Europa, pero fuera de Rusia no se vino abajo en ningún país. En tercer lugar, el año 1917 fue testigo de repetidos intentos de entablar negociaciones de paz, pero ninguno estuvo cerca de cuajar. Y en cuarto lugar –elemento esencial para entender el resto de las piezas del rompecabezas–, la política estadounidense estaba en contra de aceptar cualquier compromiso.

Hindenburg y Ludendorff se negaron a moderar los objetivos alemanes y proyectaron reconfigurar el esfuerzo de guerra de las potencias centrales en busca de una victoria total. Su intención era incrementar la producción armamentista y hacer un minucioso registro de la población civil masculina, reelaborar la táctica del campo de batalla y mejorar la coordinación con sus aliados. Pero reconocían que por tierra Alemania debía permanecer a la defensiva contra la ofensiva aliada que se esperaba para la primavera, y al Imperio Austrohúngaro no le quedó más remedio que hacer lo mismo. El elemento fundamental de su estrategia en el oeste era la retirada a la Línea Hindenburg; en el este, tras la abdicación de Nicolás II, los alemanes mantuvieron una actitud pasiva por temor a reavivar la resistencia rusa, e incluso trasladaron algunas tropas al Frente Occidental y a Italia. Por aire y por tierra, en cambio, se lanzaron a la ofensiva contra Gran Bretaña. Aunque las incursiones con zepelines habían causado poco daño, en mayo de 1917 se reanudó el bombardeo de Londres y del sudeste de Inglaterra con bimotores Gotha, capaces de alcanzar los 130 kilómetros por hora y de despegar con una carga útil de 4.550 kilos. La primera incursión no llegó a la capital debido a una nube que ocultó el objetivo, pero causó la muerte a 95 personas en Folkestone; el segundo ataque afectó a la estación de Liverpool Street, causando 162 muertos.

Los ingleses improvisaron un sistema defensivo de puestos de observación, sirenas, globos y baterías antiaéreas, así como algunos cazas repatriados de Francia. Los Gotha se dedicaron a lanzar ataques nocturnos, pero también éstos chocaron con medidas defensivas como los apagones y el uso de reflectores y de cazas nocturnos, y las continuas pérdidas persuadieron a los alemanes de que debían suspender la campaña en mayo de 1918.

En aquellos momentos habían sido destruidos 24 Gotha y otros 37 se habían perdido en accidentes a lo largo de las 397 salidas efectuadas sobre Inglaterra, aunque su actividad había supuesto la inmovilización de más de 300 aviones británicos de defensa. Entre los Gotha y los zepelines causaron la muerte de 1.413 civiles en Gran Bretaña durante la guerra (y de otros 267 en París). Los ataques aéreos causaron pánico y confusión en Londres, donde más de 300 mil personas se vieron obligadas a buscar refugio por las noches en las estaciones de metro, y ocuparon gran parte del tiempo del gabinete. Aun así, supusieron una amenaza menor comparados con la acción de los submarinos, que en la primavera de 1917 constituían la mayor esperanza de éxito de Alemania.

A partir del 1º de febrero, las aguas que circundaban las islas británicas fueron declaradas por Alemania Sperrgebiet, o “zona prohibida”, y si algún barco entraba en ellas debía tener en cuenta que lo hacía a riesgo y ventura. La mayor parte de las aguas del Mediterráneo (y de las que circundaban los puertos rusos del Artico) fueron conceptuadas de la misma manera. Al principio, los U-Boote no sólo disuadieron a muchos barcos neutrales, que prefirieron permanecer atracados,  sino que alcanzaron e incluso superaron el número de hundimientos planeado por Holtzendorff.

 

Cambio de bandera

La admiración de la elite política tenía su correlato en la dependencia económica respecto de las potencias europeas. El modelo agroexportador había ajustado las estructuras, aprovechando las riquezas naturales del país, para conceder a esas potencias el mando en las relaciones económicas.

La Argentina era un país dependiente a largo plazo, con relaciones privilegiadas con Gran Bretaña. La Gran Guerra, que alteró para siempre la vida cotidiana de las personas en Europa, necesariamente afectó también a un país periférico. El conflicto europeo propició posibles cambios en el modelo económico. El cese de importaciones abría otro panorama, que no se quiso o no se pudo aprovechar. Mientras tanto, Estados Unidos trazaba los lazos comerciales para reemplazar el lugar de privilegio de Gran Bretaña. Una vez finalizada la guerra, la Argentina debía resignarse a perpetuar el modelo económico. Sólo se había cambiado de bandera, pero seguiría manteniendo la dependencia.

En otros aspectos, durante la guerra el país conoció innovaciones que se han perpetuado hasta formar parte de la identidad nacional. El radicalismo llegó por primera vez al poder, consolidándose como fuerza política. Se fundó el Partido Comunista como escisión del socialismo.
En 1917 Gardel grabó el primer tango canción, en un comienzo auspicioso para popularizar ese género musical. Y, sobre todo, comenzaba a descreerse de los valores de la Europa occidental. O, al menos, a sospechar de esa civilización, antes ponderada e indiscutida. En 1914, días después del inicio de la Gran Guerra, se inauguraba la embajada estadounidense en la Argentina.

Dieciséis años después se producía el primer golpe de Estado en el país, la primera de las seis irrupciones cívico-militares del siglo xx. Casi todas ellas contaron con el visto bueno de la Embajada de Estados Unidos.

Por lo menos desde el siglo xix, el mundo occidental se caracterizó por la importancia dada al testimonio escrito. A la vasta obra de los escritores se sumaban diarios, informes y memorias de viajeros y estadistas. La vida privada se confundía con la narración y la experiencia. Había una conciencia de pertenecer a una época única, fundacional. Abundaban los diarios, cartas, ensayos de los personajes de esos años. Una necesidad de narrar todo lo que sucedía alrededor. Tal vez un anticipo de lo que vendría, esa necesidad de registrarlo todo. Eran los años en que se estaba amoldando la matriz del planeta, en que no había grietas en la supremacía de los valores occidentales y ellos, los protagonistas, debían atestiguar su paso por el mundo.

Buena parte de la Gran Guerra se puede estudiar a través de esa cantidad de textos escritos. A diferencia de lo que ocurrió luego con la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), los registros filmados o grabados fueron más escasos. La reconstrucción de la Primera Guerra se hizo mediante cartas, diarios, memorias y mucha literatura. Por eso, (..)  se eligió un escritor que hubiera vivido el conflicto en vivo y en directo. Ya sea como combatiente y voluntario, el caso de Ernest Hemingway, o en sus años de la infancia, como Graham Greene, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, o la adultez, como Edith Wharton y Franz Kafka.

 

El nuevo panorama

Los tratados de paz se rubricaron (...) en diferentes palacios de la región de París. El más importante, y al que seguirían otros más, se concluyó en Versalles, con los alemanes, el 28 de junio de 1919. En el célebre cuadro de sir William Orpen, los artífices de la paz posan, con un semblante que denota su extraordinaria satisfacción consigo mismos, en el salón de los espejos de Luis XIV, listos para pasar a la posteridad en una escena de lo más inexpresiva: bigotes sedosos, miradas graves y gestos dignos. Los observan un maharajah y un barón japonés, dando así a entender el internacionalismo y la buena voluntad de los responsables de aquella paz. (...)

Una epidemia mundial de gripe se había llevado por delante a diez millones de personas y la guerra civil se cobró varios millones más en  Rusia hasta que, en 1920, los bolcheviques se alzaron con la victoria. El intento de los aliados de repartirse el Oriente Medio fracasó poco después. Los países árabes musulmanes –y sus reservas de petróleo– pasaron principalmente a manos de los británicos, y su experto en la región, T.E. Lawrence, observó maravillado que, mientras que los turcos habían gobernado Irak con un ejército de 14 mil soldados, reclutados entre la población de la zona, y habían ejecutado a noventa personas cada año, los británicos, con cien mil soldados, tanques, aviación y gases, tenían que combatir a todo el mundo. El sultán, prisionero de los británicos y de los franceses que ocupaban Estambul, se vio obligado a firmar, en 1920, un tratado en Sèvres que no sólo truncaba sobremanera su reino, sino que lo sometía a un proceso de recivilización. Griegos y armenios invadieron Anatolia con el beneplácito de franceses y británicos.

En un caso único entre las potencias derrotadas, los turcos se recuperaron, a las órdenes de un líder genial, y volvieron a hacerse con las riendas del país en 1922. En 1923, sería reconocido en Lausana. Paradójicamente, es la única creación del período de posguerra que ha prosperado desde entonces: el resto pereció, en ocasiones muy poco después, y los elegantes estadistas que aparecen en el retrato de Orpen fueron repudiados en muchos casos por sus propios votantes. Sus creaciones se echaron a perder. En 1919, los imperios europeos estaban muy extendidos. Diez años más tarde, esos mismos imperios se estaban derrumbando. Al cabo de una generación no quedaría ni rastro de ellos.
La lista de fracasos de Versalles no se detiene aquí. Nació una “Liga de Naciones” con el objetivo de mediar en los conflictos internacionales.

Empezó con buen pie organizando los traslados de población en los Balcanes. Más tarde, enfrentada a problemas de más enjundia, quedó relegada a un papel secundario, y saludó el estallido de la Segunda Guerra Mundial con un debate sobre la homogeneización de los pasos a nivel. Tampoco prosperó el intento de organizar la economía mundial. En 1920, el boom de la posguerra se había desvanecido y en 1929 estalló la mayor crisis económica de la historia de la humanidad, que trajo consigo todo tipo de descalabros políticos. Los futuros Estados-nación parlamentarios que nacieron en 1918-1919 dejaron en su mayoría de ser parlamentarios, y la Rusia bolchevique, que en los años 20 había tenido un rostro un tanto humano, adquirió, con Stalin, uno monstruoso.