Pónganme a mí en la punta de un palo y úsenme como afiche”, dicen que dijo Perón en el inicio de su campaña presidencial en 1945. En la Argentina, y por primera vez en su historia, la política se ampliaba como imagen y propaganda. No sólo el discurso para convencer; no sólo la confianza en la palabra, la verdad en el texto escrito, la oratoria en la tribuna. También la imagen, multiplicada en muchos, puesta en todos lados, a la vista de todos, del pobre y del rico, del que cree y del que fue engañado. Imágenes, no palabras: la foto de Perón en el tren rumbo a San Juan, Perón acompañado de Evita, Perón en el caballo pinto, jugando a las bochas, en moto, al lado de la Virgen. Perón riéndose. Nunca antes la imagen de un presidente de la Nación había sido repetida tantas veces. Ninguno hasta Perón.
Antes eran fotos de protocolo: el presidente con la banda o con sus ministros o al regreso de un viaje. Todas documentales, ninguna fotografía puesta para atraer la voluntad política de nadie.
Ningún afiche que invocase algo por fuera de lo protocolar, ninguna intimidad: ni la risa seductora ni el gesto cariñoso ni la mirada cómplice. A lo sumo, la imagen de Marcelo T. de Alvear en un estadio de fútbol, dando el puntapié inicial, casi como si estuviera firmando un decreto, con la misma rigidez y la misma severidad. Perón pone su risa en primer plano y entonces la risa es política, y el afiche de su risa se reproduce a montones. En el retrato oficial, pintado al óleo por el artista Numa Ayrinhac en 1949, Perón se ríe al lado de Eva, que también se ríe. Inédito: en ninguno de los retratos de los presidentes anteriores se incluyó a su esposa y ninguno de esos presidentes está riéndose.
La misma excitabilidad en la imagen es la que tiene en sus discursos, una exposición de conquista, la imperiosa condición de llegar a los otros. El afiche con la imagen de Perón adquiere cierta autonomía: importa la publicidad, sí, pero es más grande la afectividad que produce, la intimidad en la que se inscribe en la población, la religiosidad y el misticismo que va adquiriendo con el tiempo. Los afiches se vuelven estampas, o el signo sin mediaciones de una pertenencia política o de una identidad de clase.
El peronismo y el mismo Perón se presentan como una instancia inaugural de la historia argentina. Un antes y un después, un pasado de oprobios y un futuro hecho con otra argamasa social.
Un antes y un después son para el discurso político peronista y también para las imágenes, que son sin palabras, imágenes que se exhiben; en particular la imagen de Perón en el balcón y de la gente en la Plaza con las “patas” en la fuente el 17 de octubre de 1945. Un hecho originario, el comienzo de un nuevo recorrido.
Perón en el balcón y las “patas” en la fuente, ida y vuelta de una misma sentencia icónica para la historia nacional. La foto se impone como condición de posibilidad de todo lo que sigue. No es una imagen cualquiera, es ésa la imagen en torno a la cual se distribuye la visibilidad del peronismo.
Desde entonces, y conjugado con la época, el peronismo se expande, durante sus casi diez años de gobierno, a través de miles y miles de imágenes. Inabarcable la cantidad e inabarcables las formas: hay imágenes para explicar la economía, otras para la dignidad del obrero, otras para los libros de lectura. En el billete de un peso del año 1947, la figura femenina de la libertad, que no tiene vendas en los ojos, va acompañada de la frase: “Una nación socialmente justa, económicamente libre, políticamente soberana”; en las boletas para las elecciones presidenciales de 1951 están las fotos de Perón y de Evita.
No son sólo sistemas gráficos de representación; estas imágenes son, a la vez, la composición de una identidad política. Esa es su fortaleza, la de expandirse como visibilidad común, como una forma de ver colectiva, como un sistema que distribuye luces y sombras: qué se ve y qué no.
En este sentido, lo verbal y lo visual son dos sistemas heterogéneos: lo que se dice y lo que se ve. Pero lo que se ve no es necesariamente una representación de lo que se dice, es otra cosa.
No se trata de poner en imágenes lo que es dicho con palabras; no hay entre ambos registros una relación de causa y efecto. Las imágenes tienen su recorrido, trazan un universo singular, componen su propio estatuto. Interactúan con los discursos, claro, pero no siempre del mismo modo y tampoco de una manera necesaria. Por ejemplo: el libro La razón de mi vida no es el ideario teórico de la imagen de Eva Perón, del mismo modo en que La comunidad organizada no lo es del Perón con los brazos extendidos.
Por esta razón, no es posible ver este universo de imágenes peronistas como una forma política adaptada para la comprensión exclusiva de los sectores más rústicos e iletrados. Los afiches o las imágenes en los libros no tienen como finalidad que los pobres entiendan un mensaje para el que no están capacitados de comprender con palabras. Lo visual no es la rueda de auxilio de lo discursivo. Lo visual define su propio sistema de cosas, lo que puede verse, lo que adviene a la presencia. En el caso del peronismo, se ve al obrero como actor principal de la política de Estado, se ve una cierta complicidad de clase, se ve la gente en las calles.
Se ve a los niños (no se ve a la juventud), se ve al cabecita negra, se ve una sensibilidad popular entre Perón y sus seguidores nunca antes vista. Quiere decir que este universo de imágenes traza su propio recorrido y delimita su propio horizonte, más allá de la doctrina peronista.
Lo visual es la forma de las obras; es la dinámica de lo concreto y la experiencia de las realizaciones. Es lo que aparece como verdad, como lo que no tiene posibilidad de engaño y se ve materializado. Por ello, la imagen es la ratificación del orden político en la vida cotidiana, ésa es su importancia. En revistas, en postales, en los libros de lectura, en las etiquetas de la sidra de fin de año, en las estampillas; en cualquier soporte que sea, la imagen ingresa como la certificación de un estado de cosas. Lo que se ve, lo que se toca con las manos, la realidad como verdad; la invención de una tradición visual para la composición de un sistema político. (...)
Poder político y propaganda
Desde mediados de los años treinta, la relación entre la prensa gráfica y el poder político adquiere mayor intensidad. Primero fue la elaboración de un proyecto de ley que establecía un fondo de pensión para los periodistas; más tarde, la realización en la provincia de Córdoba de un Congreso Nacional de Periodistas en 1938. De allí surge la declaración del Día del Periodista el 7 de junio, la elaboración de una propuesta de convenio colectivo de trabajo propio y la creación de la Federación Argentina de Periodistas (FAP). Un esquema que duró hasta 1944, año en el que se aprueba el Estatuto del Periodista por decreto y entonces lo que era romanticismo literario se vuelve relaciones de fuerzas y condición de trabajador.
Los diarios eran sistemas de distribución de información. Cada día eran más de dos millones de diarios puestos en las manos de la población de todo el país. Dos millones para una población total de quince millones. La intervención multiplicada de la prensa, su poder de influencia en la sociedad, se hace visible en esta década.
Por otro lado, lo ya dicho: el uso de la imagen (fotografías, cine, afiches, folletos, etc.) como parte de una lógica de intervención de quienes gobiernan. Es decir, la noticia es parte del espectáculo político y la imagen es la ratificación del orden social y político en la vida cotidiana. (...)
El trabajador
El año 1943 está atravesado por un proceso de grandes transformaciones que comenzó con la crisis de 1930: la sustitución de importaciones y la llegada de miles y miles desde las provincias, listos para trabajar en las nuevas fábricas del conurbano bonaerense; la emergencia de otra realidad obrera, ya no rural sino urbana, o sea, de agremiación, de cercanía, de diálogo, de lucha gremial. Y de resonancia aguda y penetrante en el corazón político de la Argentina, a escasos minutos de la Plaza de Mayo.
El trabajador como imagen genuina de la nación, como expresión de la fortaleza y no del sometimiento, viene de los años veinte.
En particular de la Revolución Rusa. La fuerza es la del hombre que trabaja y ya no la del soldado con su arma. El martillo y la hoz de la bandera son el signo de la revolución, a través del hacer laboral y como condición para el progreso. Por su parte, el régimen nazi centra parte de su iconografía política en la figura del trabajador, aunque no desde un plano social o económico, sino desde un romanticismo esencialista: el trabajador es un arquetipo, no del Estado liberal, sino de un estilo de vida, como “dominio y figura”, como “una realidad nueva”, que no es la realidad burguesa sino otra, más orgánica, de constitución de formas propias, “una realidad suprema y otorgadora de sentidos”, escribía Ernst Jünger.
También los afiches de los anarquistas españoles en 1936 hacen del obrero y del campesino el sujeto de la práctica política. Si el primer frente en la lucha era la guerra, el siguiente es el trabajo. Por ello el obrero es obrero y también guerrero, lleva armas, sostiene la lucha y el trabajo. Porque, como señala uno de los afiches, “es la fuerza invencible del proletariado”, es la necesidad de “trabajar con entusiasmo sin contar las horas que se den para la guerra y la revolución”.
La estética de estos afiches es bastante similar entre unos y otros. El estilo de los dibujos, las nervaduras en los brazos de los trabajadores, el tipo de vestimenta que utilizan, los colores fuertes y el contraste entre ellos no permiten identificar un estilo propio del peronismo en estos afiches. No hay una pauta ideológica sino una estética de la época que se disemina en la propaganda política.
Marcela Gené da cuenta de la posible inscripción de la gráfica peronista en una tradición más amplia que va desde los afiches del Partido Laborista británico hasta la Unión Soviética.
Importa aquí la serie que permite dar visibilidad al trabajador, la luz que lo sitúa en un plano de importancia cada vez más potente, relativo al desarrollo de la economía capitalista y a la necesidad de una mano de obra efectiva para el despliegue de la industria. Se crea la Organización Internacional del Trabajo en 1919 en Washington; en 1930, en la Argentina, se funda la Confederación General del Trabajo, cuya legitimación definitiva será en 1936; se sanciona la ley del descanso semanal obligatorio para los obreros; surgen a mediados de los años treinta las obras sociales; irrumpe el proletariado industrial moderno argentino. El trabajador está a la vista, vinculado a la lucha política y a la lucha por sus derechos. Y por fuera del derrame de un romanticismo totalitario que pretendía hacer de este trabajador un Hombre Nuevo, una suerte de ontología superior, un pura raza del futuro.
La Secretaría de Trabajo, en 1943, es el espacio en el que se hace visible este sujeto de la práctica política posterior a la industrialización de los treinta. El tema específico es el trabajo; lo que arde es el trabajo; lo que inquieta, lo que delimita un sistema moral, la posibilidad de una vida recta y decente es efecto del trabajo.
Sobre la vida y los derechos de los trabajadores se ordena la política de Perón en la Secretaría: “Luchamos para que el trabajo sea considerado con la dignidad que merece, y para que todos sintamos el deseo y el impulso de honrarnos trabajando y para que nadie, que esté en condiciones de trabajar, viva sólo para consumir […]. Ningún interés que no sea el sentido de solidaridad y el deseo del mayor bien al país mueve nuestras intenciones”.
Después de las elecciones de febrero de 1946, el trabajador y sus derechos van a ser prioritarios en la construcción de la política nacional. Así, para la celebración del primer año del 17 de octubre, con Perón en la presidencia, se levanta una escenografía de una altura de más de 10 metros, imponente, enorme, con el dibujo del rostro de Perón en la parte de arriba y el de una multitud con pancartas abajo, los brazos en alto dirigidos a Perón, mujeres celebrando y hombres con ropa de trabajo. Y un cartel que dice: “Mi Coronel, el pueblo presente”. En la Plaza de Mayo, dominio de los trabajadores, las pancartas con la cara de Perón se repetían por miles. La Plaza toda ocupada, como cuando fue nombrado vicepresidente en 1944, desbordante de gente, también con pancartas con fotos o dibujos, o abrochada a la bandera argentina la cara de Perón recortada, o Perón con traje militar. O la palabra “Perón” escrita por todos lados, en los autos, en carteles, adherida al sombrero.
La expansión visual comienza un poco antes del Perón presidente. El testimonio: un mediometraje de treinta minutos, editado por la Secretaría de Informaciones en 1946, con imágenes filmadas desde 1943 en adelante. El documental Por qué Perón es presidente empieza cuando empieza el tiempo de Perón en la política, con el fin de mostrar los hechos que lo llevaron a la presidencia. El epígrafe del film es el eslogan “Mejor que decir es hacer. Mejor que prometer es realizar”, una expresión dicha tal vez por primera vez el 1º de mayo de 1944, en el discurso de celebración del Día del Trabajo. El Estatuto del Periodista, las negociaciones con los ferroviarios, el terremoto de San Juan y más de “un millón de afiches” que convocaban a la “Colecta pro San Juan”, donados gratuitamente el papel y la impresión, y con una recaudación de más de 33 millones de pesos.
La Argentina peronista comienza, entonces, con la revolución del 4 de junio de 1943. Al año siguiente, en la celebración del primer aniversario, se lleva adelante una exposición que incluye rezos religiosos, un altar que expresa el recuerdo de los caídos en la toma del poder; militares, alumnos de escuela, mucha gente reunida, bien temprano, en el comienzo del día, al lado del Obelisco. Y un coro interpretando la Marcha 4 de junio, de Blas y Francisco Lomuto. Por la noche, en el salón de exposiciones, hay tanques y aviones construidos en la Argentina, maquetas de YPF, el carbón y el gas natural con su torre de excavación, la Marina, la flota mercante. Y el estand de la Secretaría de Trabajo y Previsión, con una frase escrita en el frente, de tamaño grande y claramente visible, como el anticipo de lo que iba a suceder un año después; una frase que dice: “Se inicia la era de la política social argentina”.
Se distribuyen folletos en los que se explica qué hace la Secretaría, bajo el título “Trabajamos para todos los argentinos”. Las pancartas ya estaban, los afiches ya estaban, la cara de Perón repetida, los dibujos, las fotos, todo antes del 17 de octubre, antes de la presidencia, antes de Apold.
El dispositivo es histórico; es la época la que hace de la propaganda política una forma amplificada de intervención sobre la población. Amplificación gráfica, de desborde permanente; “nuevamente la política ocupa las calles”, dice el locutor del mediometraje cuando es Farrell el que habla. Las escenas se repiten: una muchedumbre con Yrigoyen, con Uriburu, con Justo, con el golpe de 1943. La calle es un espacio de conquista y las cámaras de los noticiarios del cine no dejan de mostrar las imágenes de la Plaza de Mayo ocupada.
El peronismo es la apropiación de Perón, ésta es la primera novedad: que ninguno de los movimientos políticos tuvieron una cara de referencia en esas muchedumbres que ocupaban la Plaza.
Eran sombreros o pañuelos agitándose. Ninguna cara, ninguna; era lo mismo, cualquiera que fuera el candidato. En cambio, la imagen de Perón sostenida por quienes lo siguen es un nuevo modelo de construcción de identidad política. Es uno en otro, uno con otro: Perón y la gente, la cara de Perón sostenida por la gente. No sólo una doctrina política; no sólo una sigla partidaria. En cierta medida, todos los que llevan la imagen de Perón son el peronismo, se sienten todo el peronismo, no son sólo una parte. Es política en primera persona.
Este proceso, de una sensibilidad diferencial en la política, de un gesto sencillo y familiar, es contemporáneo a la emergencia de una publicidad más íntima, más de identificación que de referencia al producto. El gesto dominante a partir de los años treinta es la risa, la complicidad en la mirada, el diálogo familiar. Las vidas que muestran las publicidades no tienen nada de extraordinario, son vidas comunes.
Sumadas a esto, la expansión de la publicidad en la Argentina, la literatura sobre su carácter científico, la insistencia sobre las formas de conquistar a los consumidores. Toda una serie de dispositivos publicitarios que buscan intervenir sobre los deseos de la población de un modo cada vez más específico. (...)