En las últimas décadas, en la medida en que se volvió defensiva y se abroqueló en la normatividad de lo políticamente correcto, la izquierda, sobre todo en su versión “progresista”, fue quedando dislocada en gran medida de la imagen histórica de la rebeldía, la desobediencia y la transgresión que expresaba. Parte del terreno perdido en su capacidad de capitalizar la indignación social fue ganándolo la derecha, que se muestra eficaz en un grado creciente para cuestionar el “sistema” (más allá, como veremos, de lo que esto signifique).
En otras palabras, estamos ante derechas que le disputan a la izquierda la capacidad de indignarse frente a la realidad y de proponer vías para transformarla.
En rigor, no se trata de un fenómeno por completo nuevo. Un clima semejante se vivió en las décadas de 1920 y 1930 mientras el mundo se enfrentaba a la “decadencia de Occidente” y, sobre todo, a la crisis de la democracia liberal.
El historiador Zeev Sternhell interpretó el fascismo no como una simple y pura contrarrevolución, sino como una suerte de revolución alternativa a la que promovía el marxismo No se jugaba entonces una batalla entre el futuro y el pasado, aunque el fascismo movilizara imágenes del pasado en una clave retroutópica; se trataba de una disputa por la capacidad de construir futuros posibles y deseables.
Después de la Segunda Guerra Mundial, al menos en el mundo occidental, la democracia liberal ocupó el centro del tablero y fue expandiéndose como el único sistema aceptable, y eso se profundizó tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el famoso “fin de la historia”, tesis del libro tan citado como poco leído de Francis Fukuyama.
¿Estamos volviendo a una situación en la cual la democracia liberal es “tironeada” por la izquierda y la derecha? Solo muy parcialmente: en verdad, las izquierdas “antisistémicas” abrazaron la democracia representativa y el Estado de bienestar o bien se transformaron en grupos pequeños y sin incidencia efectiva; mientras tanto, son las denominadas “derechas alternativas” las que vienen jugando la carta radical y proponiendo “patear el tablero” con discursos contra las élites, el establishment político y el sistema.
Y mientras escribíamos sobre todas estas cosas, llegó el coronavirus, un “cisne negro” que alimentó diversos tipos de teorías de la conspiración alrededor del globo y dio lugar a diversas protestas contra los confinamientos y las medidas de aislamiento social, e incluso contra las vacunas.
Benjamin Teitelbaum escribió en la revista The Nation: “Se nos dice que el liberalismo ganó las batallas del siglo XX. La democracia, el individualismo, la libre circulación de personas, bienes y dinero parecía la mejor forma de sostener la seguridad, la estabilidad y la riqueza. Pero ¿qué pasa con el mundo en el que hemos entrado, un mundo donde la producción doméstica y el aislamiento social son virtudes? ¿Qué ideología está preparada para beneficiarse de esto?
Es pronto para saberlo. Es verdad que existen movimientos sociales progresistas –ambientalistas, feministas, antirracistas– que promueven visiones más o menos prefigurativas del futuro y de cuya potencia es difícil dudar en estos días. Sin embargo, sin negar el impacto transformador de estos movimientos, no deja de ser cierta, en parte, la provocación de Žižek de que “todos somos fukuyamistas”. El británico Mark Fisher lo expuso de manera aún más radical en su libro de ensayos Realismo capitalista. Allí escribió que el problema actual de las izquierdas no reside solo en su dificultad para llevar adelante proyectos transformadores, sino en su incapacidad para imaginarlos. Tony Judt lo expresó en clave socialdemócrata: “Estamos intuitivamente familiarizados con los problemas de la injusticia, la falta de equidad, la desigualdad y la inmoralidad –solo que hemos olvidado cómo hablar de ellos. La socialdemocracia articuló estas cuestiones en el pasado, hasta que también perdió el rumbo”.
En la década de 1990, el discurso vacío de los políticos del baby boom, y los ecos de la “tercera vía” terminaron de diluir cualquier épica socialdemócrata. De hecho, parte del uso impreciso y descafeinado del término “progresismo” tiene que ver con esas crisis de las izquierdas reformistas.
Hoy hay excepciones estimulantes: en los Estados Unidos, Bernie Sanders hizo dos campañas electorales con un programa en defensa de las clases trabajadoras y consiguió movilizar a grandes masas de jóvenes bajo el estandarte del socialismo democrático en un país tradicionalmente hostil al igualitarismo social; la desigualdad se volvió best seller en la pluma del economista francés Thomas Piketty, y muchos activistas buscan articular las luchas por la defensa del planeta con los combates por la justicia social (articular los problemas del “fin de mes” con los del “fin del mundo”). Pero si la historia “volvió”, fue en mayor medida gracias a los movimientos terroristas, identitarios, de extrema derecha, etc., cuyos proyectos el historiador Enzo Traverso considera “sucedáneos de utopías”, que a una izquierda que se quedó sin imágenes de futuro para ofrecer, en parte porque el propio futuro está en crisis, excepto cuando se lo piensa como distopía.
Todo lo sólido…
La filósofa española Marina Garcés habla de una “parálisis de la imaginación” que provoca que “todo presente sea experimentado como un orden precario y que toda idea de futuro se conjugue en pasado”. En ese marco, sostiene, hoy se imponen las “retroutopías, por un lado, y el catastrofismo, por otro”. Por eso, el presente se ha transformado en “una tabla de salvación, al alcance de cada vez menos gente” y el futuro se percibe cada vez más “como una amenaza”. Ya Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro, en ¿Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines, habían escrito sobre la enorme distancia que hoy existe entre conocimiento científico e impotencia política. La capacidad “científica” de imaginar el fin del mundo supera, por lejos, la capacidad “política” de imaginar un sistema alternativo. En una entrevista, el sociólogo de la religión Olivier Roy se refiere a un verdadero “cambio antropológico” en curso: “Por un lado, existen diferentes movimientos, que van del veganismo a la deep ecology o “ecología profunda”, pasando por la etología, que cuestionan la frontera entre seres humanos y animales sobre la cual se basó toda la antropología occidental; y por el otro, existe el desarrollo de la inteligencia artificial.
Por eso se pregunta por el lugar del ser humano: “Y nosotros ¿dónde estamos? Ya que los dos ‘extremos’ se basan en formas de determinismo (biológico o estadístico) que ignoran completamente el sentido y los valores en beneficio de una extensión de la normatividad”.
Por su parte, Garcés sostiene que el mundo contemporáneo es “radicalmente antiilustrado” y la educación, el saber y la ciencia se hunden también en un desprestigio del que solo pueden salir si se muestran capaces de ofrecer soluciones concretas a la sociedad: laborales, técnicas y económicas (¿una respuesta al Covid-19, por ejemplo?). “El solucionismo es la coartada de un saber que ha perdido la atribución de hacernos mejores, como personas y como sociedad”
El futuro viene provocando más angustia que resistencia y las imágenes catastróficas colonizaron las viejas utopías antropocéntricas, con sus ideologías que prometían progreso, un milenio sociotécnico y una humanidad a salvo de la naturaleza. Por eso, dice Garcés, “nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y la revoluciones”. Pero también hemos ido viendo cómo se acaba el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, y cómo se extinguen los ecosistemas y su diversidad. En definitiva, nuestro tiempo es aquel en el que todo se acaba, incluso el tiempo mismo”
Es claro que proyectos modernos como el socialismo (y el liberalismo) estaban intrínsecamente asociados al optimismo sobre el futuro y a una relación fuerte entre saber y emancipación. Si el futuro se clausura y el saber se disocia de la acción transformadora, la oferta discursiva de la izquierda, sea revolucionaria o reformista, pierde su atractivo. El optimismo de antaño no era necesariamente ingenuo, era en general un optimismo condicionado, una posibilidad, como en la famosa consigna “socialismo o barbarie”, de Rosa Luxemburgo: la barbarie era una alternativa muy real, pero la revolución podía evitarla y en esa actividad revolucionaria por evitar la barbarie residía el “optimismo de la voluntad”. Sin ese horizonte de posibilidad de cambio social, las cosas cambian.
Como escribió el neorreaccionario Nick Land, la izquierda se encuentra con frecuencia encerrada en una lucha por defender al capitalismo tal como es frente al capitalismo tal como amenaza con convertirse. Para Garcés estamos ante un analfabetismo de nuevo tipo: un analfabetismo ilustrado en el que lo sabemos todo y no podemos nada (aunque quizás la pandemia relativice en algo lo primero).
Eso lo vemos en experiencias políticas muy concretas, en las dificultades de los partidos ubicados a la izquierda de la socialdemocracia (Syriza, Podemos) para impulsar cambios cuando llegan al poder, incluso cambios reformistas en su sentido más tradicional. Lo mismo vale para los límites que encontramos en los “socialistas del siglo XXI” latinoamericanos que, incluso con un fuerte control de las instituciones, siempre se quejaban de no tener “el poder”. Pero, de manera más general, podemos identificar este problema en los declinantes márgenes de maniobra de los Estados. Aunque “vuelva” el Estado y trate de hacer un poco de “keynesianismo” –de hecho se activó una suerte de ilusión keynesiana en 2020–, son claros los límites de sus acciones frente a las dinámicas de la innovación tecnológica y la globalización de la economía y las finanzas.
En espejo, observamos un ex tenso debate sobre la “muerte de la democracia” y sobre el hecho de que sean precisamente partidos populistas de derecha los que muchas veces atraen a los abstencionistas en contextos de fuertes declives en la participación electoral, en especial en los países donde el voto no es obligatorio. A menudo, la centroizquierda y la centroderecha terminaron construyendo consensos que ahogan un verdadero debate sobre las alternativas en juego.
Este panorama no implica conformismo, ni mucho menos. Hoy la gente está enojada. En los cinco continentes asistimos a protestas de diversa naturaleza. Pero, al mismo tiempo, podemos ver una disputa por la indignación y diferentes derivas del enfrentamiento entre “la gente” y las élites. En Francia, la emergencia de los gilets jaunes (chalecos amarillos) generó polémicas similares a las de Joker: la acción de esa Francia profunda, indignada, que demanda reconocimiento social, puede beneficiar a diferentes fuerzas políticas y ser instrumentalizada de maneras muy diversas desde el punto de vista ideológico. Y esto no es solo propio de Francia. En los Estados Unidos, Donald Trump podía llamar amigablemente a los votantes de Bernie Sanders a que, ya con el veterano senador fuera de la carrera a la Casa Blanca, lo votasen a él, para castigar a las cúpulas elitistas y corruptas del Partido Demócrata. Que lo consiguiera o no es otro cantar. En Europa, Alternativa para Alemania (AfD), un partido de derecha xenófobo, puede disputar votos, sobre todo en el Este, con La Izquierda, una fuerza ubicada en el extremo opuesto del arco político.
Esta “confusión bajo el cielo”, como diría Mao Zedong, hizo que el progresismo se volviera más y más defensor del statu quo. Si el futuro aparece como una amenaza, lo más seguro y más sensato parece ser defender lo que hay: las instituciones que tenemos, el Estado de bienestar que pudimos conseguir, la democracia (aunque esté desnaturalizada por el poder del dinero y por la desigualdad) y el multilateralismo. Si “cambio” significa el riesgo de que nos gobierne un Trump, una Marine Le Pen, un Viktor Orbán, un Bolsonaro, un Boris Johnson, parece una respuesta razonable. Si cuando el pueblo vota gana el Brexit, o triunfa el “No” a los acuerdos de paz en Colombia, ¿no será mejor que no haya referendos? Si los cambios tecnológicos nos “uberizan”, no será mejor defender los actuales sistemas de trabajo y añorar el mundo fabril?
Y así podríamos seguir. Pero precisamente en esta razonabilidad reside también el riesgo de caer en el conservadurismo y renunciar a disputar el sentido del mundo que viene.
Hace poco, Alejandro Galliano publicó un libro, en esta misma editorial, cuyo título plantea en formato de pregunta una tesis fuerte: ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Este nosotros, otra vez, hacía referencia a la izquierda en un sentido amplio. “El error –dice– fue dejar de soñar nosotros, regalarle el futuro a un punado de millonarios dementes por vergüenza a sonar ingenuos o totalitarios. Y añade: “El realismo político y la necesidad de resistir fueron arrinconando a la izquierda y los movimientos populares en formas de movilización y organización esencialmente defensivas, locales e incapaces de ir más lejos que la mera reproducción de las condiciones de vida ya precarias de los grupos movilizados”.
Podríamos parafrasear ese título y preguntarnos ¿Por qué la derecha puede ser audaz y nosotros no?”. Se puede desechar rápidamente esta pregunta y decir que la audacia de la extrema derecha se sustenta, sobre todo, en su demagogia, en su irresponsabilidad, en que puede decir “cualquier cosa”, sin necesidad de sostener sus propuestas en datos ciertos, y en su falta de pruritos morales para mentir sin escrúpulos. En que puede echarle la culpa a los migrantes o inventarse teorías de la conspiración absurdas. Al menos eso diría un socialdemócrata alemán o noruego, y no es falso. Pero también es verdad que el progresismo se quedó cómodo dando su batalla en la cultura, en sus zonas de confort morales y en su adaptación a un capitalismo más hipster, además de sentirse agobiado, a menudo, por cierto “peso de la responsabilidad” que lo obliga a dar cuenta de lo complejo que es todo mientras pierde gran parte de su mística política. Esto no significa, de ningún modo, que las izquierdas no puedan seguir ganando elecciones; significa que pueden muy poco cuando las ganan. Quizás sea el momento de prestar más atención a las derechas, de analizar algunas de sus transformaciones y de indagar en el “discreto encanto” que, en sus diferentes declinaciones, pueden ejercer sobre las nuevas generaciones. Hay, en general, cierta pretensión de superioridad moral del progresismo que le juega en contra en el momento de discutir con las derechas emergentes; por una simple razón: porque la izquierda dejó de leer a la derecha, mientras que la derecha, al menos la “alternativa”, lee y discute con la izquierda.
Muchos, en las derechas alternativas, insisten en que la rebeldía juvenil está de su lado. Podemos responder con una media sonrisa despectiva, reafirmarnos en nuestra convicción de que la rebeldía siempre será nuestra, mencionar diferentes rebeliones progresistas o, y ese es el objetivo de este libro, aceptar la provocación e ir a ver en qué consiste esa rebeldía, qué es lo que quieren y por qué hay gente que los sigue.
Incluso un paso más: tomar en serio sus ideas aunque nos parezcan moralmente despreciables o ridículas. Es cierto que leer a racistas, desigualitarios y misóginos requiere cierto estoicismo, pero puede dar sus frutos. Muchas de estas derechas se difunden como subculturas on line y se autorrepresentan como cristianos que viven, y hacen su culto, en las cavernas debido al acoso que sufrirían al expresar sus ideas en un mundo controlado por la policía del pensamiento progresista presente en los medios, las escuelas y las universidades, pasando por las organizaciones multilaterales o la mayor parte de los gobiernos. Muchos de sus seguidores creen haber tomado la red pill (la píldora roja de Matrix) que les garantiza seguir siendo libres en medio de una dictadura de lo “políticamente correcto” donde ya no se puede decir nada sin ser enseguida condenado a la hoguera. En cualquier caso, leer a un montón de gente que dice que “el mundo es de izquierda” no deja de ser un ejercicio intelectual y político interesante. Es un poco como ver la Tierra desde el espacio. Ver el planeta progre desde la constelación de las derechas insurgentes (…)
La teórica feminista Nancy Fraser escribió en un comentado artículo, a comienzos de 2017, que la elección de Donald Trump había sido otro de los motines electorales que, en los últimos tiempos, comparten un blanco común: la globalización capitalista, el neoliberalismo y el establishment político que los ha promovido. Fraser sostiene que, “en todos los casos, los votantes dicen ‘!No!’ a la letal combinación de austeridad, libre comercio, deuda predatoria y trabajo precario y mal pagado que resulta característica del actual capitalismo financiarizado”, y que esos votos “son una respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo”. Pero la autora estadounidense aclara que los votantes de Trump no rechazaron simplemente el neoliberalismo, sino el “neoliberalismo progresista, un concepto que dio el nombre a su artículo. El neoliberalismo progresista es, para la profesora de la New School de Nueva York, “una alianza de las corrientes mainstream de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos de los LGBTQ), por un lado, y sectores de negocios de alta gama simbólica y de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood) por el otro”. Los nuevos demócratas y los nuevos laboristas” de la década de 1990 fueron los artífices de estas nuevas coaliciones políticas, sociales y culturales, que se reencarnaron luego en figuras como Barack Obama. Y en estos años esa amalgama de truncados ideales de emancipación y formas letales de financiarización fue fuertemente cuestionada por diversas “insubordinaciones electorales” tanto en elecciones como en referendos.
Fraser sostiene que lo que hizo posible esa combinación fue la ausencia de una izquierda genuina”, es decir, una que separe emancipación de financiarización y se reconecte con los de abajo. Una que no acepte simplemente elegir entre populismo reaccionario y neoliberalismo progresista.
El diagnóstico es incuestionable. Pero ¿qué hacer? Sin duda, no hay un libro, como el de Lenin, que responda a esto. Hay una variedad de respuestas provisionales y algunas de ellas, problemáticas.
Para seguir con el caso estadounidense: el artículo de Fraser es de 2017 y analiza el escenario 2015- 2016 en el que Bernie Sanders en el Partido Demócrata, así como Trump lo hizo en el Republicano, acorraló a las élites partidarias. La diferencia fue que Sanders enarboló un discurso “socialista democrático” y que no logró la nominación. Cinco años después, los dilemas son los mismos, y la forma de enfrentarlos no es tan sencilla: Sanders volvió a conquistar el entusiasmo juvenil y por momentos fue el favorito en la carrera por la candidatura presidencial para 2020. Pero finalmente perdió. Eso ocurrió en parte porque el aparato partidario le es hostil y buscó unificar a todos sus contrincantes en torno a Joe Biden, quien al final quedó mejor posicionado. Pero, a la vez, como explicó Patrick Iber (2020), que trabajó para la campana de Sanders, lo que quizás habría sido una ventaja en la elección general -que el senador por Vermont nunca fue formalmente un demócrata sino un independiente- terminó siendo una desventaja en las primarias, en las que la mayoría de quienes votan sí se consideran demócratas. El resultado es que Sanders aceptó que parte de su equipo se sumara al cuerpo encargado de redactar el programa demócrata y tratar así de mover ese programa hacia la izquierda. Renunciar a hacerlo lo habría dejado afuera de cualquier incidencia en la plataforma electoral y al mismo tiempo habría debilitado al candidato que debía enfrentar y ganarle al “populismo reaccionario” de Trump; pero ingresar a la campana de Biden lo juntaba con los “neoliberales progresistas” en la estela de Clinton y Obama. Otra opción, dicen algunos, era abandonar de una vez el Partido Demócrata y formar un tercer partido. No está excluido que en algún momento emerja un tercer partido exitoso, pero tal como funciona el sistema electoral estadounidense, con dos grandes partidos gelatinosos y atrapatodo, y dado el peso del dinero en las campanas y la lógica del sistema de colegio electoral, los intentos por terciar desde fuera de los grandes partidos hasta ahora nunca funcionaron.
En síntesis: Nancy Fraser tiene razón. Pero armar coaliciones que rompan el clivaje entre el populismo conservador y el neoliberalismo progresista es más difícil de lo que puede parecer. Es cierto que en los Estados Unidos, donde no hay salud ni educación pública propia de un Estado de bienestar del primer mundo, el “socialismo democrático” encontró una épica particular. Sobre todo porque ese discurso sirve para enfrentar al poder y luchar por la justicia. Pero en Europa, donde la socialdemocracia ya gobernó y los Estados de bienestar se construyeron en la posguerra, ese discurso entusiasma poco; más bien, muchos jóvenes se dejaron seducir por los partidos verdes, que desde hace tiempo vienen girando hacia un ambientalismo liberal, en la misma lógica del “neoliberalismo progresista”.
☛ Título ¿La rebeldía se volvió de derecha?
☛ Autor Pablo Stefanoni
☛ Editorial Siglo XXI Editores Argentina
Datos sobre el autor
Es doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires y periodista.
Es autor de diversos trabajos sobre historia de la izquierda, entre ellos Los inconformistas del Centenario. Intelectuales, socialismo y nación en una Bolivia en crisis (1925-1939).
Actualmente es jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad.