DOMINGO
LIBRO / Un texto pionero del feminismo

Para pensar la mujer

A casi 70 años de su publicación original, una reedición de El segundo sexo demuestra que sigue más vigente que nunca. Un libro que se ha convertido en lectura obligatoria para mujeres y hombres, especialmente en estos tiempos de profundos cambios. Aparecido en mayo de 1949, se convirtió en el Libro Rojo de la nueva feminidad. “No se nace mujer, una se convierte en mujer”, escribía en sus páginas Simone de Beauvoir.

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El Código francés ya no incluye la obediencia en el número de los deberes de la esposa, y cada ciudadana se ha convertido en electora; estas libertades cívicas siguen siendo abstractas cuando no van acompañadas de una autonomía económica; la mujer mantenida –esposa o cortesana– no se libera del varón por el hecho de que tenga en las manos una papeleta electoral; si las costumbres le imponen menos restricciones que antaño, esas licencias negativas no han modificado profundamente su situación: la mujer permanece encerrada en su condición de vasalla.
Gracias al trabajo, la mujer ha franqueado en gran parte la distancia que la separaba del varón; únicamente el trabajo es el que puede garantizarle una libertad concreta. Tan pronto como deja de ser un parásito, el sistema fundado sobre su dependencia se derrumba; entre ella y el universo ya no hay necesidad de un mediador masculino. La maldición que pesa sobre la mujer vasalla consiste en que no le está permitido hacer nada: entonces, se obstina en la imposible persecución del ser a través del narcisismo, el amor, la religión; productora y activa, reconquista su trascendencia; en sus proyectos, se afirma concretamente como sujeto; por su relación con el fin que persigue, con el dinero y con los derechos que se apropia, experimenta su responsabilidad.
Multitud de mujeres tienen conciencia de esas ventajas, incluso entre aquellas que ejercen los oficios más modestos. A una mujer de la limpieza que estaba fregando el suelo del vestíbulo en un hotel le oí decir: “Nunca he pedido nada a nadie. He llegado yo sola”. Estaba tan orgullosa de bastarse a sí misma como un Rockefeller.
Sin embargo, no hay que creer que la simple yuxtaposición del derecho a votar y de un oficio constituya una perfecta liberación: el trabajo hoy no es la libertad. Solamente en un mundo socialista, cuando la mujer acceda a aquel, se asegurará esta. La mayoría de los trabajadores son hoy día explotados. Por otra parte, la estructura social no ha sido profundamente modificada por la evolución de la condición femenina. Este mundo, que siempre ha pertenecido a los hombres, conserva todavía la fisonomía que le han dado ellos. No hay que perder de vista estos hechos, que constituyen la base de la complejidad de la cuestión del trabajo femenino. Una dama importante y bien intencionada ha efectuado recientemente una encuesta entre las obreras de la fábrica Renault; y afirma que estas preferirían quedarse en casa antes que trabajar en la fábrica. Sin duda, no alcanzan la independencia económica sino en el seno de una clase económica oprimida, y por otro lado las tareas ejecutadas en la fábrica no las dispensan de las servidumbres del hogar. Si se les hubiera propuesto elegir entre cuarenta horas de trabajo semanal en la fábrica o en la casa, sin duda su respuesta habría sido muy otra; y tal vez incluso aceptarían alegremente el cúmulo si, en tanto que obreras, pudieran integrarse en un mundo que fuese su mundo, y en cuya elaboración participarían con gozo y orgullo. En la hora actual, y sin hablar de las campesinas, la mayoría de las mujeres que trabajan no se evaden del mundo femenino tradicional; no reciben de la sociedad, ni de sus maridos, la ayuda que les sería necesaria para convertirse concretamente en iguales a los hombres. Unicamente las que tienen una fe política, militan en los sindicatos o tienen confianza en el porvenir pueden dar un sentido ético a las ingratas faenas cotidianas; pero, privadas de ocios y herederas de una tradición de sumisión, es normal que las mujeres empiecen solamente ahora a desarrollar un sentido político y social. Es normal que, al no recibir a cambio de su trabajo los beneficios morales y sociales a que tendrían derecho, sufran sin entusiasmo los inconvenientes. Se comprende igualmente que la modistilla, la empleada y la secretaria no quieran renunciar a las ventajas de un apoyo masculino. Ya he dicho que la existencia de una casta privilegiada a la cual le está permitido acceder única y exclusivamente si entrega su cuerpo es para una mujer joven una tentación casi irresistible; está destinada a la galantería por el hecho de que su salario es mínimo, mientras el nivel de vida que la sociedad le exige es muy alto; si se contenta con lo que gana, no será más que una paria: mal alojada, mal vestida, le serán negadas todas las distracciones y hasta el amor mismo. Las gentes virtuosas le predican el ascetismo; en realidad, su régimen alimenticio es, con frecuencia, tan austero como el de una carmelita, pero no todo el mundo puede tomar a Dios por amante: necesita agradar a los hombres para cuajar su vida de mujer. De modo que se hará ayudar: con eso cuenta cínicamente el empresario que le asigna un salario de hambre. A veces, esa ayuda le permitirá mejorar su situación y conquistar una verdadera independencia; a veces, por el contrario, abandonará su oficio para convertirse en una entretenida. A menudo acumula esfuerzos; se libera de su amante por el trabajo, se evade del trabajo gracias al amante, pero también conoce la doble servidumbre de un oficio y de una protección masculina. Para la mujer casada, el salario no representa, en general, más que un complemento; para la “mujer que se hace ayudar”, es la ayuda masculina la que aparece como inesencial; pero ni una ni otra compran con su esfuerzo personal una independencia total.
Sin embargo, existe hoy un elevado número de privilegiadas que encuentran en su profesión una autonomía económica y social.
Es de ellas de quienes se trata cuando se plantea el interrogante sobre las posibilidades de la mujer y sobre su porvenir. Por eso, y aunque todavía no constituyan sino una minoría, resulta particularmente interesante estudiar de cerca su situación; los debates entre feministas y antifeministas se prolongan a causa de ellas. Los antifeministas afirman que las mujeres emancipadas de hoy no hacen en el mundo nada importante y que, por otra parte, se ven en apuros para encontrar su equilibrio interior. Los feministas exageran los resultados que las mujeres obtienen y cierran los ojos ante su desequilibrio. En verdad, nada autoriza a decir que han equivocado el camino y, no obstante, es cierto que no están tranquilamente instaladas en su nueva condición: todavía no están más que a mitad de camino. La mujer que se libera económicamente del hombre no se encuentra por ello en una situación moral, social y psicológica idéntica a la del hombre. La forma en que aborda su profesión y el modo en que se consagra a ella dependen del contexto constituido por la forma global de su vida. Ahora bien, cuando aborda su vida de mujer adulta, no tiene tras de sí el mismo pasado que un muchacho, no es mirada por la sociedad con los mismos ojos; el universo se le presenta en una perspectiva diferente. El hecho de ser mujer plantea hoy a un ser humano autónomo problemas singulares.
El privilegio que el hombre ostenta y que se hace sentir desde su infancia consiste en que su vocación de ser humano no contraría su destino de varón. Por la asimilación del falo y de la trascendencia sucede que sus triunfos sociales o espirituales lo dotan de un prestigio viril. El no está dividido. En cambio, a la mujer, para que realice su feminidad, se le exige que se haga objeto y presa, es decir, que renuncie a sus reivindicaciones de sujeto soberano. Ese conflicto es el que caracteriza singularmente la situación de la mujer liberada. Rehúsa acantonarse en su papel de hembra, porque no quiere mutilarse; pero también sería una mutilación repudiar su sexo. El hombre es un ser humano sexuado; la mujer solo es un individuo completo e igual al varón si también es un ser humano sexuado. Renunciar a su feminidad es renunciar a una parte de su humanidad. Los misóginos han reprochado frecuentemente a las mujeres intelectuales que “se abandonen”; pero también les han predicado: “Si queréis ser nuestras iguales, dejad de pintaros la cara y las uñas”. Este último consejo es absurdo. Precisamente porque la idea de feminidad es artificialmente definida por las costumbres y las modas, se impone desde fuera a cada mujer; ella puede evolucionar de manera que sus cánones se acerquen a los adoptados por los varones: en las playas, el pantalón se ha hecho femenino. Pero eso no cambia en nada el fondo de la cuestión: el individuo no es libre de moldearla a su guisa. La que no se adapta se devalúa sexualmente y, por consiguiente, socialmente, puesto que la sociedad ha integrado los valores sexuales. Al rechazar los atributos femeninos, no se adquieren los atributos masculinos; ni siquiera la invertida logra hacerse hombre: es una invertida. Hemos visto que la homosexualidad constituye también una especificación: la neutralidad es imposible. No existe ninguna actitud negativa que no implique una contrapartida positiva. La adolescente cree a menudo que puede despreciar simplemente los convencionalismos; pero también de ese modo se manifiesta, crea una situación nueva que entraña consecuencias que tendrá que asumir. Desde el momento en que uno se sustrae a un código establecido, se convierte en insurgente. Una mujer que se viste de manera extravagante miente cuando afirma, con aire de sencillez, que hace su gusto y nada más: sabe perfectamente que hacer su gusto es una extravagancia.
A la inversa, la que no desea pasar por excéntrica se amolda a las normas comunes. A menos que represente una acción positivamente eficaz, es un mal cálculo optar por el desafío: se consumen más tiempo y energías que los que se economizan.
Una mujer que no quiera llamar la atención, que no desee desvalorizarse socialmente, debe vivir como mujer su condición de tal: muy a menudo, su éxito profesional incluso lo exige. Pero, mientras el conformismo es para el hombre completamente natural –puesto que la costumbre se ha acomodado a sus necesidades de individuo autónomo y activo–, será preciso que la mujer, que también es sujeto, actividad, se vacíe en un mundo que la ha destinado a la pasividad. Es una servidumbre tanto más pesada cuanto que las mujeres confinadas en la esfera femenina han hipertrofiado su importancia: del indumento, de las faenas domésticas, han hecho artes difíciles. El hombre apenas tiene que preocuparse por su ropa; es una ropa cómoda, adaptada a su vida activa, y no tiene que ser rebuscada; apenas forma parte de su personalidad. Además, nadie espera que se cuide él mismo de ella: cualquier mujer benévola o remunerada lo descarga de ese cuidado. La mujer, por el contrario, sabe que, cuando la miran, no la distinguen de su apariencia: es juzgada, respetada y deseada a través de su indumentaria. Sus vestidos han sido primitivamente destinados a consagrarla a la impotencia, y han permanecido frágiles: las medias se desgarran, los tacones se tuercen, las blusas y los vestidos claros se manchan, los plisados se desplisan; sin embargo, tendrá que reparar por sí misma la mayor parte de tales accidentes; sus semejantes no acudirán benévolamente en su ayuda, y tendrá escrúpulos en gravar aun más su presupuesto con trabajos que puede ejecutar ella misma: las permanentes, el marcado, los afeites y los vestidos nuevos ya cuestan bastante caros. Cuando regresan a casa por la noche, la secretaria, la estudiante, siempre tienen que coger algún punto a una media, lavar una blusa o planchar una falda. La mujer que se gana ampliamente la vida se ahorrará estas servidumbres; pero se verá obligada a una elegancia más complicada; perderá el tiempo en diligencias, pruebas, etc. La tradición impone también a la mujer, incluso a la soltera, cierto cuidado de su alojamiento; un funcionario a quien trasladan a otra población vivirá fácilmente en un hotel; su colega femenina tratará de instalarse en una casa propia y deberá cuidarla escrupulosamente, porque en ella no se excusaría una negligencia que en el hombre se encontraría natural.
Por otro lado, no es solo la preocupación por la opinión ajena lo que la incita a consagrar tiempo y cuidados a su belleza, a su entorno. Desea ser una verdadera mujer para su propia satisfacción. No logra aprobarse a través del presente y el pasado más que acumulando la vida que se ha hecho ella misma con el destino que su madre, sus juegos infantiles y sus fantasmas de adolescente le habían preparado. Ha alimentado sueños narcisistas; al orgullo fálico del varón, ella sigue oponiendo el culto de su imagen; quiere exhibirse, encantar. Su madre y sus mayores le han inculcado el gusto por el nido: una casa propia ha sido la forma primitiva de sus sueños de independencia; no piensa renunciar a ellos ni siquiera cuando haya encontrado la libertad por otros caminos. Y en la medida en que todavía se siente mal asegurada en el universo masculino, conserva la necesidad de un retiro, símbolo de ese refugio interior que ha estado habituada a buscar en sí misma. Dócil a la tradición femenina, dará cera al suelo, guisará ella misma, en lugar de ir a comer a un restaurante como su colega. Quiere vivir a la vez como un hombre y como una mujer: de ese modo multiplica sus tareas y sus fatigas. (...)
La mujer independiente –y sobre todo la intelectual que reflexiona sobre su situación– sufrirá, en tanto que hembra, un complejo de inferioridad; no dispone de ratos libres para consagrar a su belleza los atentos cuidados que le dedica la coqueta, cuya única preocupación consiste en seducir; por mucho que se ofrece en seguir los consejos de los especialistas, jamás será otra cosa que una aficionada en el dominio de la elegancia; el encanto femenino exige que la trascendencia, al degradarse en inmanencia, no aparezca ya sino como una sutil palpitación carnal; es preciso ser una presa espontáneamente ofrecida: la intelectual sabe que se ofrece, sabe que es una conciencia, un sujeto; no se consigue a voluntad apagar la mirada o transmutar los ojos en un trozo de cielo o de mar; no se detiene así como así el impulso de un cuerpo que se tiende hacia el mundo para metamorfosearlo en una estatua animada por sordas vibraciones. La intelectual se esforzará con tanto más celo cuanto más teme fracasar: pero ese celo consciente es todavía una actividad y yerra el blanco. Comete errores análogos a los que sugiere la menopausia: procura negar su cerebralismo lo mismo que la mujer que envejece procura negar su edad; se viste como una niña, se recarga de flores, de perifollos, de telas chillonas; adopta, exagerándola, una mímica infantil y asombrada. Retoza, brinca, parlotea, se hace la desenvuelta, la aturdida, la espontánea. Pero se asemeja a esos actores que, al no experimentar la emoción que llevaría consigo la relajación de ciertos músculos, contraen por un esfuerzo de voluntad los antagónicos, y bajan forzadamente los párpados o las comisuras de la boca en lugar de dejarlos caer simplemente; de esta suerte, la mujer intelectual, para imitar el abandono, se crispa. Lo percibe y se irrita por ello; el semblante anegado de ingenuidad es atravesado de pronto por un relámpago de inteligencia demasiado agudo; los labios prometedores se fruncen. (...)
El hecho es que los hombres empiezan a sacar partido de la nueva condición de la mujer; al no sentirse ya condenada a priori, esta ha encontrado una gran soltura: hoy la mujer que trabaja no descuida por ello su feminidad, y no pierde su atractivo sexual. Este logro –que señala ya un progreso hacia el equilibrio– sigue siendo, no obstante, incompleto; todavía le es mucho más difícil a la mujer que al hombre establecer con el otro sexo las relaciones que desea. Su vida erótica y sentimental tropieza con numerosos obstáculos. En este aspecto, la mujer vasalla no disfruta del menor privilegio: sexual y sentimentalmente, la mayoría de las esposas y de las cortesanas son mujeres radicalmente frustradas.
Si las dificultades son más evidentes en el caso de la mujer independiente, es porque no ha elegido la resignación, sino la lucha. Todos los problemas vivos hallan en la muerte una solución silenciosa; así, pues, una mujer que se dedique a vivir está más dividida que la que entierra su voluntad y sus deseos; pero no admitirá que le presenten a esta como ejemplo.
Solo comparándose con el hombre, se estimará en desventaja.