DOMINGO
LIBRO

¿Quién es Joe Biden?

Ideas del nuevo inquilino de la Casa Blanca.

20210124_joe_biden_ilustracionjuansalatino_g
El periodista Evan Osnos brinda un análisis conciso e incisivo del nuevo presidente de Estados Unidos. | ilustración juan salatino

Los suburbios exuberantes y sofisticados de Wilmington, envueltos por los bosques del Valle de Brandywine, son populares por albergar a los herederos de la fortuna química de la familia Du Pont, cuyas propiedades y jardines están escondidos en lo que se conoce como el Chateau Country de Delaware. En lo que para esos estándares sería un terreno modesto, Joe Biden y su esposa, Jill, viven en una propiedad inclinada de poco más de hectárea y media que da a un lago.

El día que visité la residencia de Biden, faltaban 99 días para la elección. Para evitar contagios, sus asesores me lleva­ron a la antigua cochera, a unos cien metros de donde vive la familia. “Bienvenido a la casa de mi mamá”, gritó Biden des­de el fondo de la escalera, un instante antes de que su melena blanca se hiciera visible al subir al segundo piso del que ahora era un chalet. Traía puesta una camisa de vestir azul, con las mangas enrolladas hasta los codos, una pluma atorada entre los botones y una mascarilla N95 blanca sobre el rostro. En apenas tres semanas, Biden se convertiría en el candidato demócrata a la presidencia. El encabezado de la primera página del Washington Post de esa mañana leía “La reputación de Estados Unidos frente al mundo está en su punto más bajo”. La cifra de víctimas por la pandemia del coronavirus se acercaba a los 150.000, tres veces más que el número de vidas estadouni­denses perdidas en Vietnam; la economía se había desplomado con más velocidad que en cualquier otro momento de la historia del país; en Portland, Oregón, agentes federales con uniformes sin distintivos les lanzaban gas lacrimógeno a manifestantes a los que Donald Trump llamó “anarquistas y agitadores enfermos y retorcidos”. Ese día, Trump había advertido desde su cuenta de Twitter que los manifestantes “destruirían ciudades y cosas peo­res si Joe el Dormilón, la marioneta de la izquierda, llega a ganar. Los mercados colapsarían y las ciudades arderían”.

El hombre que se interponía entre los estadounidenses y cuatro años más de Trump parecía contento de recibir visitas. En aquel extraño verano de 2020, el hogar de los Biden se sentía tan solemne y recluido como una abadía. El chalet, decorado con temas celtas (persianas verdes y cojines con cardos borda­dos) fungía también como centro de control para el Servicio Secreto; hombres enormes con armas enfundadas entraban y salían todo el tiempo. Biden se acomodó en un sillón del otro lado de la habitación y extendió las manos como señal de saludo con distanciamiento social. “Los doctores me tienen muy checadito”, me explicó.

Esto no le gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Esa misma tarde, los Biden debían asistir a Capitol Hill para rendirle tributo al recién fallecido John Lewis, de Georgia, un ícono de la lucha por los derechos civiles que sufrió una frac­tura de cráneo a mano de los policías estatales en Selma, Ala­bama, antes de formar parte de la Cámara de Representantes y ganarse el apodo de la “conciencia del Congreso”. Sería una excursión inusual. Desde que comenzó el confinamiento por la pandemia de Covid-19 en marzo, Biden circulaba casi de for­ma exclusiva entre su porche trasero, donde realizaba eventos de recaudación de fondos por Zoom, el gimnasio de la planta alta y la sala de juegos del sótano, donde realizaba entrevistas para la televisión frente a un librero y una bandera doblada. La estructura de su campaña estaba distribuida entre los ho­gares de unos dos mil trescientos empleados.

Antes de que pudiera hacerle una pregunta, me explicó los orígenes de aquel chalet. Cuando su padre, Joe Sr., enfermó en 2002, Biden remodeló el sótano de la casa principal para que sus padres se instalaran ahí. “Solo resistió unos seis meses. Dios lo tenga en su gloria”, dijo. “Y pensé que mi mamá se quedaría”. Al parecer, ella tenía otras ideas. (La difunta ma­dre de Biden, Jean Finnegan, ocupa un papel central en el re­cuento de la historia familiar de este. Biden recuerda que, en sus años escolares, una monja se burló de él por tartamudear, y su madre, una católica devota, la confrontó: “Si usted vuelve a hablarle así a mi hijo, regresaré a arrancarle ese bonete de la cabeza”).

Biden me contó que, después de que Jean enviudara, le ofre­ció un trato: “Me dijo: “Joey, si me construyes una casa, me mudo ahí”. Yo le contesté: “Adorada, no tengo dinero para construirte una casa”. Me respondió que lo sabía, pero que había hablado con mis hermanos y mi hermana: “Vende mi casa y constrúyeme un apartamento”. Durante años, Biden, quien dependía de su salario gubernamental, estuvo entre los miembros menos acaudalados del Senado estadounidense. (En los dos años posteriores a que dejara la vicepresidencia, los Biden percibieron más de 15 millones de dólares por discur­sos pagados, impartición de clases y contratos editoriales). Biden reacondicionó la vieja cochera y su madre se mudó ahí. “Entra­ba y la veía en esa silla allá abajo, frente a la chimenea, viendo la televisión”, me contó. “Siempre había una cuidadora sen­tada en el taburete escuchando sus confesiones”.

En sus propias palabras, Joe Biden lleva cinco décadas sien­do un “hombre público”, ocupando un cargo público, dando entrevistas, compartiendo anécdotas. La última vez que lo había entrevistado -mayormente sobre asuntos de política exterior- había sido en 2014, cuando él estaba en la Casa Blanca y Donald Trump era el anfitrión de la temporada 14 de The Apprentice. Biden tiene 77 años y se ve más delgado que hace seis, aunque no es demasiado notorio. Ha dejado ir su juven­tud a regañadientes. Su sonrisa ha adquirido una jovialidad tan resplandeciente que hasta inspiró un tuit popular durante la campaña de 2012: “Los dientes de Biden son tan blancos que votarán por Romney”. Su cuero cabelludo se ha repoblado, su frente parece encalmada, y Biden proyecta el brillo de un abuelo que está volviendo a casa del gimnasio, lo cual suele ser el caso. Y su verborrea es tan dispersa como siempre. James Comey, ex director del FBI, escribió alguna vez que una conversación típica con Biden se originaba en la “Dirección A” antes de “enfilar hacia la Dirección Z”. (En diciembre de 2019, la campaña de Biden hizo público un reporte de su expediente médico, en donde se le declaraba un hombre “saludable y vigoroso” para su edad).

De alguna forma, las implicaciones de la edad se ceñían sobre la contienda presidencial. En su momento, al asumir la presidencia, Trump fue considerado el presidente de edad más avanzada en la historia. (En el verano de 2020, tenía 74 años). Para evadir los cuestionamientos sobre la agudeza mental del presidente, Trump y sus aliados dibujaron a Biden como un hombre senil, tema que saturó las televisoras de derecha y Twitter. Biden no pareció enterarse, pues no se fijaba en las redes sociales. (En comparación con Trump, la campaña de Bi­den hizo un uso muy somero de esas plataformas. Mientras que Trump tenía más de 114 millones de seguidores entre Twitter y Facebook, Biden tiene menos de diez millones).

Si ocurría algo sustancial, su equipo incluía un tuit en el agre­gado de noticias que Biden revisaba en su celular cada mañana. Según me dijo, “no leo los comentarios. Paso mi tiempo inten­tando enfocarme en los problemas que la gente está viviendo”.

Para finales de agosto, diez semanas antes de las elecciones, Biden aventajaba a Trump por un promedio de cuando menos ocho puntos porcentuales. Sin embargo, ningún ser humano sobre la faz de la Tierra habría esperado un final de campaña ordinario. Algunas encuestas indicaban que la diferencia se iba reduciendo, y que un cambio inesperado en la economía, el Congreso o la Suprema Corte podría afectarla. “Estoy con­forme con cómo estamos, pero sé que las cosas se van a poner muy, muy feas”, me dijo Biden. Mientras Trump alegaba so­bre la legitimidad del voto por correo, el director del servicio postal recortaba con descaro los servicios, lo que podría entor­pecer el conteo de las boletas. Ruth Bader Ginsburg, la jueza de mayor edad de la Suprema Corte de Justicia, había empe­zado un tratamiento de quimioterapia recientemente, lo que incrementaba las probabilidades de una lucha encarnizada para elegir a su sucesor. Operativos republicanos ayudaban a Kanye West -la estrella de hip hop afín a Trump- a figurar en la boleta en varios estados, cosa que los críticos sospe­chaban que le restaría votos de la población afroamericana a Biden. Mientras tanto, las agencias de inteligencia de Estados Unidos advertían que, al igual que en 2016, los rusos estaban conspirando para dañar al oponente de Trump, pero esta vez con grabaciones telefónicas editadas que promovían el rumor de que Biden había abusado de su poder en la vicepresidencia para ayudar a su hijo Hunter a enriquecerse en Ucrania.

Para alguien que estaba a la cabeza en las encuestas, la acti­tud de Biden no era del todo positiva. “Me preocupa que jodan el resultado”, me confesó. “¿Cuándo diablos habías visto que un presidente declarara: “No estoy seguro de si voy a aceptar el resultado”?”.

Los sucesos de 2020 desmantelaron algunos de los relatos más básicos que los estadounidenses nos contamos. El país más rico y poderoso del mundo metió la pata hasta en las reacciones más rudimentarias frente a la pandemia -como conseguir cu­brebocas y realizar pruebas diagnósticas, y algunas agencias estatales demostraron ser tan anticuadas y estar tan despro­vistas de recursos que aún utilizaban faxes para transmitir información. La Casa Blanca presentaba políticas que pare­cían una sátira de Kafka; aunque a la gente se le recomendaba no comer fuera de casa, el gobierno proponía un incentivo fiscal corporativo para las comidas de negocios.

A diferencia de la Segunda Guerra Mundial, cuando los es­tadounidenses de clase media escatimaban en insumos básicos -carne, azúcar, café-, en la era del Covid-19 mucha gente se negó a quedarse en casa y a usar cubrebocas. Algunas per­sonas se aventuraron a vacacionar en primavera, mientras dependientes de tiendas, cuidadores en asilos y repartidores de todo tipo, volvían al trabajo bajo órdenes que los señalaban como trabajadores “esenciales”. En Washington, hasta los preceptos más básicos de la cohesión política se venían abajo. Cuando Larry Hogan -el gobernador republicano de Maryland enfrentado con Trump- mandó pedir pruebas prove­nientes de Corea del Sur, sintió la necesidad de desplegar a la policía estatal y a tropas de la Guardia Nacional para proteger el cargamento, por miedo a que el gobierno federal inten­tara confiscarlo. Trump se ufanaba de haber retenido ayuda y equipo de protección personal para estados con liderazgo demócrata. “No llames al gobernador de Washington”, re­cordaba haberle dicho a su vicepresidente, Mike Pence. “No llames a la mujer de Michigan”. En abril, Jared Kushner, el yerno del presidente y uno de los líderes del equipo de res­puesta al coronavirus, declaró en Fox News que los esfuerzos del gobierno habían sido “un éxito sin precedentes”. En los cuatro meses siguientes, perdieron la vida cuando menos 110 000 personas más.

Además, en plena pandemia, el asesinato de George Floyd, quien murió asfixiado bajo la rodilla de un oficial de policía, dio paso a un nuevo giro histórico en el despertar de la historia de Estados Unidos: un enfrentamiento con la enraizada jerarquía del poder, a la que Isabel Wilkerson, en su libro Caste, des­cribió como “el acomodador silencioso en un teatro oscuro, que alumbra los pasillos con su linterna y nos lleva a nuestros asientos asignados”.

Cornell William Brooks, profesor de Harvard, activista y otrora cabeza de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (Naacp, por sus siglas en inglés), equi­paró el asesinato de George Floyd con el de Emmett Till en 1955, el cual inspiró el movimiento por los derechos civiles que tuvo lugar en Montgomery, Alabama. La escala de las protestas reflejaba una ira que trascendía el horrible suceso que las incitó. “El ingrediente más ardiente en ese caldero es la esperanza frustrada. Muchos recordamos aquello de “esperan­za y cambio”, pero lo que obtuvimos después fue ira y miedo. La gente está harta”, comentó Brooks.

Biden creía que el liderazgo fallido de Trump, en particu­lar durante la pandemia, se había vuelto evidente hasta a ojos de sus defensores republicanos más férreos. “Todo el mundo lo sabe, hasta la gente que lo apoya: todo esto se trata de sus intereses. Todo se trata de él”, me dijo. “Ha tenido un impac­to muy fuerte en la capacidad que tiene la gente de vivir su vida”. Aun así, admitió que quizá no sería suficiente para hacer cambiar de opinión a los votantes. Al describir a los simpatizan­tes de Trump, Biden no los pintó como personas engañadas, culpables o deplorables. “De verdad creen que su realidad material mejorará si él es presidente”, sostuvo. “Trump ha man­tenido popularidad, creo, hasta cierto punto -como 40%-, al decir cosas como: “Los demócratas son socialistas. Vienen a arrebatarles todo lo que tienen”.

Los republicanos llevaban tiempo acusando a los demócra­tas de intentar instaurar el socialismo en Estados Unidos de forma encubierta. Sin embargo, arrojar esa acusación contra Biden, cuya carrera se ha distinguido por un cauteloso centris­mo, era una tarea un tanto complicada. Biden decidió partici­par en las elecciones primarias de su partido con una misión y visión muy específicas: terminar con la presidencia de Trump. La mayoría de los estadounidenses, sostenía él, no quería una revolución. En uno de sus primeros eventos de recaudación de fondos en Nueva York, prometió no “satanizar” a los ricos y dijo que “nada cambiaría de forma sustancial”. (En inter­net, la gente comenzó a circular carteles de campaña falsos, similares a los de la campaña de Obama que traían la palabra “esperanza”, pero con el eslogan “Nada cambiará de for­ma sustancial”). No obstante, para cuando Biden aseguró la candidatura en marzo, ya había comenzado a describir su pro­yecto como una apuesta por lograr un cambio sistémico de la magnitud del New Deal de Franklin D. Roosevelt. Según uno de los principales colaboradores de Bernie Sanders, du­rante una llamada telefónica sobre una potencial declaración de apoyo a su candidatura, Biden le dijo a Sanders: “Quiero ser el presidente más progresista desde FDR”. 

Esa evolución confundió a críticos de todos los rincones del espectro político. A Biden se le acusaba al mismo tiempo de ser una marioneta socialista y un siervo del neoliberalismo. Para sus detractores de izquierda -en su mayoría demócratas más jóvenes, con un nivel educativo alto, fuertemente ideologiza­dos y con una gran presencia y actividad en línea-, Biden era una criatura del ancien régime y un porrista del Estado de segu­ridad nacional, cuyo apetito de cambio era tan tímido que, aun cuando ganó el Supermartes, los precios de las acciones en el sector salud aumentaron. Los liberales se sentían desalentados porque el campo más fértil para una contienda presidencial di­versa en la historia del país había dado como fruto a un hombre blanco en su octava década de vida. Fue como si un mesero hubiera vuelto de la cocina con la noticia de que los especiales se habían terminado y lo único que quedaba era avena. (Por supuesto, estaba también la opción de más veneno para ratas).

Maurice Mitchell, director nacional del Partido de las Fami­lias Obreras, me compartió la siguiente reflexión: “La gente decía: ‘Ay, este tipo es un aficionado’. No es una persona ideo­logizada, y es claro que la ideología es importante para no­sotros. Durante las elecciones primarias, su candidatura fue retrógrada; todo se trataba de volver al camino en el que es­tuvimos durante los años de Obama”. Mitchell, quien tam­bién era uno de los líderes del Movimiento por las Vidas de los Negros, agregó que el cambio de tono de Biden llamó la atención de los progresistas: “Ha comenzado a entender que este podría ser un momento rooseveltiano. No está del todo ahí -nadie piensa que Joe Biden sea un ícono del progresis­mo, pero podría ser producto tanto del pensamiento más cínico como del más optimista”.

Conforme la elección se acercaba, durante una entrevista le pregunté a Barack Obama cómo interpretaba el vuelco a la iz­quierda de Biden. “Si observas los objetivos de Joe Biden y los de Bernie Sanders, encontrarás que, a diez mil metros de altura, no son tan diferentes”, arguyó. “Ambos quieren asegurarse de que toda la población tenga acceso a la salud. Quieren ase­gurarse de que todos puedan conseguir un trabajo que pague un salario digno. Quieren asegurarse de que todos los niños reciban una buena educación”. La cuestión, en realidad, era táctica según Obama: “Muchas veces, el asunto es: ‘¿Cómo llegamos ahí? ¿Qué coaliciones necesitamos?’. Creo que este momento ha logrado cambiar algunos de esos cálculos, pero no necesariamente porque Joe haya cambiado, sino porque las circunstancias han cambiado”. (…)

Antes de ser candidato, Biden expresó su frustración hacia la tibia participación de la juventud estadounidense en las elecciones. En 2019 se quejó de que, cuando Trump conten­dió con Hillary Clinton por la presidencia, “se quedaron en casa, no se involucraron”. Sin embargo, cuando conversamos durante su campaña, hizo un gran esfuerzo por sonar más conciliador: “A esta generación realmente la han fastidiado”, señaló. “Esta ha sido la generación más abierta, la menos pre­juiciosa, la más brillante, la mejor educada en la historia de Estados Unidos. ¿Y qué pasa? Les toca el 11S, una guerra, la Gran Recesión, y ahora les toca esto. Esta generación merece ayuda durante esta crisis”. Se mostró también comprensivo ante ciertos aspectos de su predicamento: “Todavía sigo pa­gando el crédito estudiantil de Beau Biden”, dijo en referencia a su primer hijo, quien murió en 2015. “Él nunca dejó de ha­cer sus pagos, pero, cuando se graduó de la Facultad de Derecho, debía 124.000 dólares”.

En la primavera de 2020, Biden comenzó a describirse como un “candidato de transición” y explicó que “no les hemos dado a los jóvenes un asiento dentro del partido ni la oportunidad de manejar los reflectores o de estar bajo los reflectores del resto del país. Hay un increíble grupo de personas talentosas, novedosas y más jóvenes”. Ben Rhodes, asesor de Obama en la Casa Blanca, me lo explicó en estos términos: “En realidad es una idea muy poderosa. Biden dice: “Soy un hombre blanco de 77 años que fue senador durante tres décadas, y entiendo tanto esas limitaciones como la naturaleza de este país”. Pero en realidad, sin importar qué haga, no puede comprender las frus­traciones de las personas de a pie. No es una crítica; es solo la realidad”. Un funcionario de la administración de Obama observó que en aquella admisión de Biden había un mensaje más sutil: “Este país tiene que alivianarse una barbaridad y tener un presidente aburrido”.

Según Varshini Prakash, quien a sus 27 años es una de las cofundadoras del Sunrise Movement, organización encabeza­da por jóvenes que promueve acciones para combatir el cam­bio climático, Biden reconoció la urgencia de mostrar más que un mero interés retórico en la izquierda joven: “Tenemos un candidato presidencial que, en esencia, ha fincado su ca­rrera entera en soluciones incrementales. Y ahora está en este momento de la historia en el que la gente está harta en gran medida del statu quo que él representa -un sistema económi­co que ha primado durante 40 años, en cuya defensa e instau­ración él tuvo injerencia-, pero también del pésimo sistema de salud, del clima, de la violencia con armas de fuego, de los asuntos migratorios. Todas estas cosas llegaron a su punto más álgido. Creo que el Covid-19 fue la gota que derramó el vaso, y Biden no tuvo más alternativa que reconocer que, si no tiene una forma de maridar su incrementalismo con el nivel de cambio transformativo que la gente está exigiendo, se meterá en serios problemas”. (…)

Durante la contienda presidencial, las turbulencias de 2020 le han dado a Trump incontables oportunidades para mostrar su racismo e ineptitud, mientras que a Biden -quien tiene fama de ser medio boca floja durante las campañas- le han ahorrado los riesgos de tener la agenda saturada. Su equi­po negó las insinuaciones de que le estuvieran permitiendo a Trump acaparar los reflectores a propósito, aunque en mayo Biden declaró con absoluta franqueza que “mientras más ha­ble él, mejor me irá a mí”.

El recato nunca ha sido el estado natural de Biden. Incluso en Washington, la Meca de los fanfarrones y papagayos, Bi­den siempre ha destacado. Cuando Obama recién llegó al Senado en 2005, al escucharlo pontificar durante una reunión del Comité de Relaciones Exteriores, le pasó una nota a uno de sus asistentes: “Mátenme. Ya”. Un ex miembro del equipo de trabajo de Biden comentó alguna vez que aprendió a flexionar ligeramente las rodillas durante los discursos de su jefe para evitar desmayarse. Biden está consciente de su repu­tación y a veces hace bromas al respecto. Cuando su micrófono se descompuso durante una entrevista en televisión, solo dijo: “Me lo hacen todo el tiempo en la Casa Blanca”.

El evidente apetito de vinculación humana de Biden sin duda alguna fue un factor determinante para su victoria en las primarias. Pete Buttigieg, ex alcalde de South Bend, Indiana, y uno de sus oponentes, observó a Biden tras bambalinas antes de un debate. “Algunos candidatos hablaban entre sí; algu­nos parecían hablar consigo mismos”, me comentó después. En cambio, Biden socializaba con los tramoyeros o intentaba animar a los candidatos menos experimentados. “Creo que a él lo hace igualmente feliz conversar, escuchar e interactuar con cualquiera que ande por ahí”.

 

☛ Título Joe Biden – Una nueva era

☛ Autor Evan Osnos

☛ Editorial Península
 

Datos sobre el autor 

Entró en The New Yorker como redactor en 2008. Anteriormente, dirigió la oficina de Beijing del Chicago Tribune, etapa durante la que ganó el Premio Pulitzer 2008 de periodismo de investigación.

Antes de su llegada a China, trabajó como corresponsal en Oriente Medio, sobre todo en Irak.

Es autor de China: la edad de la ambición, obra con la que ganó el National Book Award en 2014 y quedó finalista del Premio Pulitzer.