DOMINGO
LIBRO

Una democracia china

La juventud de Hong Kong que desafía a Beijing.

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Joshua Wong lideró la Revolución de los Paraguas, que movilizó en las calles de Hong Kong a 1,7 millones de personas, un cuarto de la población total del país, en defensa de las libertades. | juan salatino

El 1º de octubre de 2019, el Partido Comunista de China conmemoró el septuagésimo aniversario de la fundación de la República Popular de China. El largo día de celebraciones culminó con un desfile militar masivo en la plaza de Tiananmén, el mayor en la historia del partido.

Mientras los aviones de combate atravesaban el cielo en perfecta formación, un convoy de misiles con capacidad nuclear y otros sistemas de armas nunca vistos desfilaba por la avenida Chang’an ante la atenta mirada del presidente Xi Jinping. Durante su discurso, antes de recibir un atronador aplauso, Xi declaró: “¡El pueblo chino se ha levantado! ¡Ninguna fuerza impedirá que China y su pueblo sigan adelante!”.

Durante décadas, desde el programa de “reforma y apertura”, iniciado por Deng Xiaoping en 1978 –la versión económica de la glasnost y la perestroika de Mijail Gorbachov que intentó reformar la Unión Soviética a comienzos de la década de 1980– y la masacre de la plaza de Tiananmén que casi lo desbarata, el mundo libre ha supuesto que la prosperidad económica traería consigo la reforma política de la China comunista. El argumento en el que se basa es que, conforme mejore la calidad de vida, el pueblo chino será más culto y estará más conectado con el resto del mundo. Exigirá más libertades y responsabilidades a los que están en el poder y los obligará a modernizar y democratizar el sistema político del país. Esa fórmula ha funcionado en otros lugares de Asia, por ejemplo en Corea del Sur y Taiwán, ¿por qué no en China? El tiempo y el dinero también seguirán su curso en el “Reino Medio”.

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En gran medida, Jiang Zemin y Hu Jintao, sucesores de Deng, se atuvieron a esa fórmula. Se mostraron enérgicos en el crecimiento económico, y relativamente moderados en el fervor nacionalista y el control ideológico.

China fue aceptada en la Organización Mundial del Comercio en 2003 sobre esa base y cimentó su estatus de “fábrica del mundo”. Los Juegos Olímpicos de 2008 fueron la forma en que China dijo al mundo que era una potencia económica tan benevolente como aseguraba y que su “ascensión pacífica” no solo era buena para su pueblo, sino para todo el mundo.

Después, en 2012, todo cambió cuando Xi Jinping derrotó a sus rivales políticos en el cambio de liderazgo de cada decenio y se convirtió en el líder supremo. Hijo de un prominente revolucionario que había luchado junto a Mao en la guerra civil china, es un lobo con piel de oso panda, cuya imagen pública sencilla y discreta oculta ambición y crueldad. Desde que llegó al trono ha intentado asegurarse un lugar junto a Mao en el pabellón de los líderes comunistas poderosos. En 2017 llevó a cabo una maniobra política para que la Constitución china recogiera su teoría política, junto con las enseñanzas de Mao y Deng. Pocos meses después, orquestó una reforma constitucional para abolir el límite del mandato presidencial y se coronó como emperador de por vida.

En el país, Xi Jinping ha consolidado su poder poniendo en marcha una campaña anticorrupción a nivel nacional con la cual librarse de sus rivales políticos y aplastando la disidencia con el pretexto de la armonía social. El gobierno chino ha instalado tecnología de punta, como reconocimiento facial y vigilancia en línea, para controlar a los ciudadanos y manipular la opinión pública. Se ha detenido y condenado por incitación a la subversión a cientos de abogados de derechos humanos.

Se producen ataques, demolición de iglesias y acoso habitual a las congregaciones cristianas, a las que fuerza a la clandestinidad, mientras que a los tibetanos se los ha despojado de la libertad de expresión, religión y circulación. En la provincia de Sinkiang se ha encarcelado o enviado a campos de reeducación a más de 3 millones de musulmanes uigur.

A nivel internacional, China ha demostrado su potencial militar construyendo islas artificiales en el Mar de la China Meridional para utilizarlas como bases aéreas, lo que ha incomodado a vecinos como Malasia, Indonesia y Filipinas. El país se ha mostrado notablemente más enérgico en las disputas territoriales con Japón, India y Vietnam. También se ha acusado al gobierno chino de lanzar ataques cibernéticos coordinados a redes gubernamentales y agencias de investigación de Estados Unidos, Canadá, Australia e India.

Esta demostración de poder físico se ha visto acompañada de una ofensiva a gran escala del poder afilado.

China ha utilizado su influencia financiera y cultural para seducir, coaccionar, manipular e intimidar a otros países para que se sometan y cooperen. Ha inaugurado cientos de institutos Confucio en el mundo para difundir propaganda bajo el disfraz de la enseñanza del idioma y el intercambio cultural. Con los auspicios de su ambiciosa Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda, ha propuesto enérgicamente su modelo económico basado en infraestructuras a países que van desde Birmania y Sri Lanka a Kazajistán y Chipre. Los contratos de construcción multimillonarios a menudo están plagados de corrupción y financiados con una deuda aplastante que aumenta la influencia política china en los gobiernos extranjeros.

La combinación de palo y zanahoria en la diplomacia regional le ha permitido exportar mucho más que productos manufacturados y conocimiento de infraestructuras.

Xi Jinping quiere difundir la marca “gobierno de un partido” en Asia y más allá, tal como hizo la Unión Soviética para propagar el comunismo durante la Guerra Fría. Las empresas chinas han vendido sistemas de vigilancia ciudadana, eufemísticamente conocidos como tecnología de “ciudad inteligente”, a autocracias de Oriente Próximo y Latinoamérica. La ayuda económica y el abierto respaldo de Pekín a Corea del Norte y Birmania son la razón fundamental de por qué esos regímenes siguen operando con toda impunidad, a pesar de la condena y el aislamiento internacionales.

El peso económico y la talla política sin precedentes de China han convertido en aliados y facilitadores a muchos gobiernos, en especial a sus vecinos asiáticos. Un ejemplo es especialmente cercano. En octubre de 2016, cuando fui a dar una charla sobre activismo joven en la Universidad Chulalongkorn de Bangkok, las autoridades tailandesas me detuvieron en el aeropuerto sin darme ningún tipo de explicación. Durante la reclusión en una celda oscura, uno de los oficiales chapurreó en inglés: “Esto es Tailandia, no Hong Kong. Tailandia es como China”. Se refería a la falta de protección de los derechos humanos en ambos países. Fueron las horas más aterradoras de mi vida, no solo por la barrera idiomática, sino también porque estaba en suelo extranjero sin poder ponerme en contacto con un abogado. Y lo que es aún peor, ese incidente tuvo lugar justo después de los secuestros de libreros de Causeway Bay. Uno de ellos había desaparecido mientras estaba de vacaciones en Pattaya, un complejo turístico de Tailandia. A pesar de que me pusieron en libertad a las doce horas y me devolvieron a Hong Kong ese mismo día, aquel episodio fue un aviso de que el largo brazo de Pekín había llegado más allá de sus fronteras y que había intimidado a muchos gobiernos extranjeros para que siguieran sus órdenes.

En la actualidad, mi movilidad en la región sigue siendo muy restringida; puedo contar con los dedos de una mano los países en Asia que considero seguros para viajar: Japón, Corea del Sur y Taiwán.

A estas alturas, toda pretensión de que China desea ascender pacíficamente al estatus de superpotencia se ha hecho añicos de una vez por todas. El segundo país más poderoso del mundo forma parte de una inquietante tendencia mundial de interferencia en los derechos humanos, nacional e internacionalmente, por parte de los regímenes autocráticos. Ya hemos visto a Rusia, otra superpotencia autoritaria, tomar medidas drásticas contra los activistas antigubernamentales de su país y anexionarse Crimea, en la vecina Ucrania. De igual modo, el gobierno de Narendra Modi en India ha intentado silenciar a la oposición nacional y ha invadido la semiautónoma Cachemira, al igual que el régimen militar de Turquía ha encarcelado a periodistas y ha desplazado a millones de turcos en el norte de Siria.

Su motivación es excepcional: la autoperpetuación.

Estos regímenes no han mostrado ningún escrúpulo a la hora de aplastar a los disidentes, paralizar a la sociedad civil y retirar cualquier obstáculo que hubiera en su camino para consolidar y mantener el poder en su país. Fuera de sus fronteras utiliza su poderío militar para hacer una demostración de fuerza en el exterior y, lo que es más importante, impresionar e intimidar a sus ciudadanos. Esas ofensivas gemelas son críticas, porque los regímenes autocráticos a menudo se ven envueltos en luchas internas entre facciones en su país, al tiempo que combaten las insurgencias populares en la región.

Por invencibles e invulnerables que parezcan al mundo, la estrategia de los dos frentes es la única forma que tienen de conservar el poder y prolongar su existencia. La simultánea expansión territorial de China en el exterior y su brutal represión de las minorías y los activistas de derechos humanos en el país son un buen ejemplo.

Pero eso no es todo. La Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda del presidente Xi Jinping, que abarca todo el continente, insinúa una aspiración aún mayor: desafiar el dominio estadounidense en el mercado y la diplomacia mundiales. En muchos sentidos, la fórmula “un país, dos sistemas” de Hong Kong ha sido también la forma en que han entendido los líderes chinos su relación con el resto del mundo. En su grandiosa visión de un nuevo orden mundial, Xi está anticipando el marco “un mundo, dos imperios”, en el que los Estados Unidos y sus aliados defienden su ideología liberal basada en los derechos y China y el resto de países con un solo partido exigen que el mundo libre no interfiera en ellos, mientras continúan silenciosamente con su programa opresor y expansionista. La Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda es un intento mal disimulado de crear un bloqueo estratégico con el que contrarrestar el sistema de alianzas de Estados Unidos con Japón, Corea del Sur, Filipinas, Taiwán y Australia, que ha sido el baluarte de la seguridad en Asia Oriental desde la Segunda Guerra Mundial.

Entre China y el resto del mundo democrático se está gestando una nueva guerra fría y Hong Kong mantiene su posición en una de sus primeras batallas. Nada refleja más vívidamente esa tensión que los surrealistas momentos de pantalla dividida del 1º de octubre de 2019, en los que la cobertura en directo de las celebraciones del septuagésimo aniversario en Pekín se mostraron al mismo tiempo que escenas de manifestantes antigubernamentales desafiando el gas lacrimógeno y lanzando huevos a los retratos de Xi Jinping en las calles de Hong Kong. El contraste entre las dos narraciones no solo simboliza la lucha de David contra Goliat de los hongkoneses contra un régimen que es infinitamente más poderoso, sino que envía un mensaje claro al mundo de que el control de China sobre Hong Kong forma parte de una amenaza mucho más amplia a la democracia mundial.

En mayo de 2019, cinco meses antes de las celebraciones del Día Nacional, entré en la cárcel por segunda vez. Pasé siete semanas en el Centro de Recepción de Lai Chi Kok por violar una orden judicial durante la Revolución de los Paraguas. Intenté consolar a mis padres quitándole importancia a la situación y diciéndoles que había aprendido suficiente argot carcelario en Pik Uk como para llevarme bien con los reclusos. Bromeé sobre que mi mayor pena era perderme la noche del estreno de Vengadores: Endgame, la secuela de Vengadores: Infinity War, que había visto varias veces.

Antes de ir a la cárcel, un periodista extranjero me pidió algún comentario sobre mi segundo encarcelamiento y la represión china de los activistas prodemócratas en general. Me acordé de la conversación con mis padres y contesté: “Este no es el final del juego. Nuestra lucha contra el Partido Comunista de China es una guerra infinita”.

Me temo que la guerra infinita que ha asolado a Hong Kong durante años se estrenará dentro de poco en un cine político cercano a vuestros hogares.

Un canario en la mina: manifiesto global por la democracia. En septiembre de 2019, durante la audiencia de la Comisión Ejecutiva del Congreso sobre China en Capitol Hill, hice una seria advertencia al comité del Congreso de Estados Unidos: “Lo que está sucediendo en Hong Kong es importante para el mundo. El pueblo de Hong Kong está en primera línea del enfrentamiento con el gobierno autoritario de China. Si Hong Kong cae, el siguiente puede ser el mundo libre”.

Hong Kong es el lugar en el que nací y mi querido hogar. En este mágico lugar hay mucho más de lo que se ve a simple vista. Además de los altos rascacielos y los relucientes centros comerciales, este territorio semiautónomo es el único sitio en suelo chino en el que los ciudadanos se atreven a hacer frente a los que están en el poder, porque nuestra existencia depende de ello. Para bien o para mal, los maremotos de resistencia de los últimos años han convertido el centro financiero en una fortaleza política. A pesar de los esfuerzos de Pekín por mantener la ciudad en un estado de perpetua adolescencia, esta se ha superado a sí misma y a su amo. Los hongkoneses también han evolucionado de entes económicos indiferentes a nobles luchadores por la libertad.

Desde la transferencia de soberanía hemos librado una batalla solitaria e incierta contra una superpotencia autocrática, con los pocos recursos que teníamos: nuestra voz, nuestra dignidad y nuestra convicción.

Desde Turquía y Ucrania hasta India, Birmania y Filipinas, los ciudadanos se enfrentan a regímenes opresores para defender sus cada vez más reducidos derechos.

Pero en ningún otro lugar del mundo se ha demostrado con mayor claridad la lucha entre el libre albedrío y el autoritarismo que aquí. En la nueva guerra fría transpacífica, Hong Kong es la primera línea de defensa para frenar o, al menos, ralentizar la peligrosa ascensión de una superpotencia totalitaria. Como el canario en la mina o el primitivo sistema de alarma en una costa proclive a los tsunamis, enviamos una señal de socorro al resto del mundo para que se tomen contramedidas antes de que sea demasiado tarde. Hong Kong necesita a la comunidad internacional tanto como la comunidad internacional necesita a Hong Kong. Porque el Hong Kong de hoy es el resto del mundo de mañana.

La mejor forma de ilustrar este punto es comprender el “terror blanco” que ha atormentado a Hong Kong desde que volvió al dominio chino. El término hace referencia al ataque sistemático a la libertad de expresión y a otros valores democráticos, no con poderío militar, sino con formas más sutiles de miedo e intimidación.

Durante años, se ha presionado a las empresas locales de Hong Kong para que callen ante temas políticos delicados o para que se alineen abiertamente con el gobierno chino y no enfurezcan a Pekín u ofendan al lucrativo mercado continental. Los medios de comunicación de Hong Kong son famosos por autocensurarse por miedo a perder los ingresos de los anuncios. Algunos famosos han aparecido en videos en los que se disculpan por “herir los sentimientos” del pueblo chino al haber intervenido sin darse cuenta en debates políticos. Los sentimientos del pueblo chino se hieren con tanta facilidad y frecuencia que se ha acuñado una nueva frase, lo llamamos “síndrome del corazón frágil”.

En el apogeo de las protestas por la Ley de Extranjería, Cathay Pacific –la principal línea aérea de Hong Kong, que depende en gran medida del mercado chino– despidió a dos docenas de pilotos y auxiliares de vuelo que se habían mostrado comprensivos con los manifestantes. El presidente envió una carta a los 33 mil empleados en la que les advertía que podían ser despedidos si publicaban mensajes en defensa de las protestas en las redes sociales y los animaba a denunciar “comportamientos inaceptables” entre sus compañeros. Aquel incidente sucedió mientras estaba en Washington D.C., y después de la rueda de prensa se lo comenté a la presidenta Nancy Pelosi: “Es un buen ejemplo del terror blanco del que he hablado en mi declaración esta mañana. Esperemos que lo que ha sucedido en Cathay Pacific nunca ocurra en las empresas estadounidenses”.

Menos de un mes después de pronunciar esas proféticas palabras, tuvo lugar la controversia de la NBA, que provocó una de las mayores crisis de relaciones públicas en la historia del deporte profesional. En octubre de 2019, Daryl Morey, director de los Houston Rockets, publicó un tuit en el que apoyaba a los manifestantes de Hong Kong. El comentario de Morey desencadenó una reacción masiva en China, que supuso la cancelación de partidos, la retirada de anuncios y el boicot de los aficionados al básquet de la China continental. Cuando Adam Silver, comisionado de la NBA, comentó a los periodistas que Pekín había presionado a las franquicias para que despidieran a Morey, China Central Television, la cadena estatal, advirtió a Silver de “represalias tarde o temprano” y de “espectaculares consecuencias financieras”.

Ese mismo mes, Blizzard Entertainment, una empresa estadounidense de videojuegos, se encontró en un atolladero diplomático similar. Temiendo la reacción de China, Blizzard despidió al jugador de deportes electrónicos Ng Wai Chung por apoyar abiertamente a los manifestantes de Hong Kong y lo despojó del premio en metálico (que después devolvió debido a la protesta internacional). Después, Apple cedió a la presión de Pekín y retiró HKmap.live de su tienda de aplicaciones, una aplicación de participación colectiva que los manifestantes habían estado utilizando para rastrear los movimientos de la policía y evitar las detenciones. Como respuesta a la decisión de Apple, envié una carta a su presidente, Tim Cook, en la que le pedía que respetara su compromiso con la libertad de expresión ante la presión de China. No lo hice porque esperara una respuesta o un cambio de idea por parte de Apple, sino porque quería enviar un mensaje urgente a la comunidad internacional.

Si incluso Apple –el gigante de la tecnología líder en el mundo y uno de los que en el pasado luchó con uñas y dientes contra las autoridades estadounidenses en defensa de la intimidad de los usuarios– cede ante la presión autoritaria, ¿cómo vamos a esperar que otra empresa o persona haga frente a China en el futuro?

A pesar de que estas repercusiones de alto nivel, que sucedieron en un corto espacio de tiempo, conmocionaron al mundo, para nosotros no son nada nuevo. El pueblo de Hong Kong está tan acostumbrado a esa intimidación estatal orwelliana que ya no nos sorprende.

Por desgracia, lo que ha estado sucediendo en Hong Kong durante años está pasando ahora en el resto del mundo. Los ciudadanos se dan cuenta finalmente de que la China comunista utiliza su influencia y moviliza a su pueblo para coaccionar a las empresas extranjeras y que acaten su visión del mundo. Eso convierte a China en el régimen autocrático más poderoso y el mayor mercado de consumo del planeta, la mayor amenaza a la democracia mundial. Farhad Manjoo, periodista del New York Times, denominó el país como “una creciente amenaza existencial a la libertad humana en el mundo”.

Nuestra lucha se ha convertido en vuestra lucha, lo quieran o no. El mundo no puede cruzarse de brazos mientras la situación en Hong Kong continúa deteriorándose. Si Hong Kong cae, caerá también la primera línea de defensa mundial. Y si los gobiernos y las multinacionales continúan inclinándose ante el centro de gravedad de China, no pasará mucho tiempo antes de que los ciudadanos de todo el mundo sientan la misma picadura que hemos sentido nosotros cada día en las dos últimas décadas. Al apoyar la lucha de Hong Kong contra el régimen comunista, la comunidad internacional colabora en una lucha más amplia contra la propagación de la tiranía que, al igual que el cambio climático o el terrorismo, amenaza la forma de vida y la libertad en todo el planeta. Por eso, apoyar a Hong Kong es secundar la libertad. Y por eso hay que actuar ahora, antes de que sea demasiado tarde.

En Oriente se vislumbra el peor de los escenarios. La China de Xi Jinping está soportando la progresiva presión de la carga económica que supone mantener una guerra comercial con Estados Unidos por un lado y los disturbios regionales en Sinkiang, Tíbet y Hong Kong por el otro. Al mismo tiempo, debido a la peligrosa combinación del creciente desempleo y la inflación, el malestar social en China continental, exacerbado por la epidemia de peste porcina africana que ha aumentado el precio del cerdo, un alimento básico importante, está dejándose notar. Enfrentado a problemas desestabilizadores por todos lados, Xi Jinping ha apostado por reforzar su posición fomentando el nacionalismo en China e intensificando la represión de la disidencia. Confía en salir de estos tiempos turbulentos con mano más dura y medidas más rápidas, lo que, a su vez, hace que mi llamada a secundar a Hong Kong sea más urgente y crítica que nunca. La retirada de la Ley de Extradición por parte del gobierno de Hong Kong es simbólicamente importante porque es la primera vez que Xi ha transigido desde que asumió el poder en 2012. Nuestra batalla duramente ganada indica que el hombre fuerte, similar a Mao, no es invencible y que solo habrá luz al final del túnel si trabajamos unidos. Piénsenlo: si un grupo de jóvenes sin líderes y con una protección rudimentaria logra una concesión del régimen autocrático más poderoso del mundo y con uno de los mayores ejércitos del mundo, imaginen lo que conseguiríamos si actuáramos unidos.

Por eso les pido ayuda.

 

☛ Título Somos la revolución

☛ Autor  Joshua Wong

☛ Editorial Roca Editorial
 

Datos sobre el autor 

Joshua Wong nació en 1996. Ha sido nombrado por Time, Fortune y Forbes como uno de los líderes más influyentes de la actualidad. 

En 2018 fue nominado al Premio Nobel de la Paz por su papel como líder en la Revolución de los Paraguas. 

Es el secretario general de Demosisto, una organización prodemocracia que fundó en el año 2016 y que defiende la autodeterminación para Hong Kong.