La llamada “carne de laboratorio” está generando simultáneamente grandes expectativas y preocupaciones. El gran esfuerzo inversor y de investigación realizado por iniciativas privadas de mucha potencia económica ha destapado un importante nicho económico a la espera de ser explotado. Los promotores del mercado de la carne de laboratorio o las carnes derivadas de productos vegetales han visto en sus fundamentos éticos y ecológicos la gran palanca que movilizará a los consumidores de forma masiva hacia sus productos. El crecimiento en la oferta y la especulación alrededor de estos productos responde, entre otros factores, a dos presiones muy distintas: por un lado, el comportamiento climático de la producción de carne, por otro, la creciente presión de los grupos animalistas y veganos ante las condiciones de vida y muerte de los animales que se crían para su consumo.
Esta situación ha disparado las alarmas en los sectores vinculados a la industria cárnica y la producción animal. Las organizaciones agrarias, las interprofesionales y muchos ganaderos se han mostrado muy preocupados por una realidad emergente que tensiona el modelo actual de producción y distribución de productos de origen animal y genera incertidumbre adicional sobre su futuro. Y se trata de una preocupación bien fundamentada, porque puede suponer, a medio plazo, un enorme impacto en el sistema alimentario global.
La paradoja de este escenario es que el salto a la carne de laboratorio es el último paso de un proceso de tecnificación, industrialización e intensificación del que han formado parte las mismas estructuras productivas, de mercado y políticas que ahora lo ven como una amenaza. En este sentido, la sustitución de los animales por procesos de laboratorio es un paso más en la misma línea, y está siendo propiciada por los mismos impulsos, que aún tutelan la industrialización de la producción animal.
Solo era cuestión de tiempo para que alguien presentara un proceso productivo en laboratorio que haga irrelevantes a los animales
El proceso de tecnificación e industrialización, el foco en la productividad como único objetivo, el predominio de soluciones tecnológicas que demandan grandes inversiones, debido a la inadecuada orientación de las opciones de asesoramiento a las que pueden acceder los ganaderos y ganaderas son factores que han encajonado la producción animal en el camino de la intensificación a toda costa. Tampoco es ajeno a esta deriva el concepto de rendimiento que se utiliza para valorar este tipo de producción. En realidad, si consideramos que la magnitud básica para medir la productividad animal son los kilogramos de alimento que se necesitan para producir un kilo de carne o un litro de leche, el animal doméstico se convierte en un mero instrumento de transición.
La batalla por el rendimiento, que parece la principal estrategia para abordar toda la problemática de los productos ganaderos y su impacto ambiental, adolece de grandes limitaciones, principalmente porque depende de los ritmos y la actividad biológica del animal, su crecimiento, desarrollo, madurez, relaciones… y todo esto consume energía que no se utiliza para producir carne o leche, y por tanto resulta superfluo en el conjunto del proceso productivo industrial. Todavía es común presentar a los animales domésticos como máquinas de producir carne. Lógicamente, bajo esta premisa, el siguiente paso consiste en sustituir al animal por un mecanismo automatizado que no necesite nada de eso y que pueda invertir toda la energía recibida en generar producto. Sólo era cuestión de tiempo, investigación e inversión que alguien presentara un proceso productivo de carne de laboratorio que hiciera a los animales irrelevantes.
Hay, además, varias estrategias clave en la producción ganadera en las que el rendimiento se ha utilizado como objetivo principal. La primera es la relativa al bienestar animal, una preocupación que comparten todos los sectores afectados, desde animalistas a técnicos y ganaderos. Hay muchas formas de medir el bienestar animal, aunque se pueden explicar bajo uno de los grandes conceptos paraguas que manejan las principales autoridades e instituciones a nivel mundial: los animales domésticos deben disfrutar de una vida que merezca la pena ser vivida. Este concepto abarca, a su vez, otros parámetros utilizados para medir el bienestar animal, que incluyen vivir libres de hambre, desnutrición, sufrimiento, malestar, angustia así como libertad para moverse y expresar las pautas de comportamiento y conducta de su especie.
Parece claro que el proceso de industrialización se ha preocupado únicamente de las libertades compatibles con un mayor rendimiento (hambre, desnutrición y salud) pero es claramente incompatible con las otras libertades. Moverse o comunicarse con otros animales de su especie son actividades que consumen energía y no generan producto, y por tanto contradictorios con el camino del máximo rendimiento. La ganadería industrial no ha sabido hacer frente a esta situación y ha seguido creciendo en base a situaciones progresivamente lesivas para el bienestar y la dignidad de los animales. Esta situación ha derivado en una enorme polémica pública, donde, por ejemplo, las imágenes de las instalaciones donde son criados, transportados y sacrificados los animales han circulado por todo el mundo, generando auténticas pesadillas colectivas. La codicia y la falta de sensibilidad de la industria ha proporcionado, así, un excelente caldo de cultivo a las sensibilidades animalistas, que se han enfrentado abiertamente al conjunto de la producción animal sin necesidad de un análisis más profundo sobre el papel de los animales en el desarrollo y la alimentación.
La segunda tiene que ver con el comportamiento ambiental. La producción ganadera ha sido puesta en entredicho por su papel en el cambio climático, una valoración que apunta hacia el conjunto de su producción sin distinguir entre los diferentes sistemas productivos. Las emisiones de metano a lo largo del proceso digestivo de los rumiantes constituyen aproximadamente un 5% de los gases de efecto invernadero emitidos a la atmósfera por las actividades humanas, y se han planteado objetivos y estrategias de reducción que, hasta el momento, se quedan por debajo de las expectativas.
Las principales tácticas utilizadas para afrontar el problema de las emisiones se orientan, también, en base al rendimiento productivo. Se están probando diversos aditivos alimentarios, que tienen que ser facilitados acompañando a los piensos o forrajes que se les ofrecen a los animales en el establo y que, lógicamente, tienen mucha menos utilidad si los animales están en exterior. La otra línea de acción plantea directamente reducir las emisiones incrementando, aún más, el rendimiento. Así esta estrategia plantea utilizar alimentos más concentrados, reducir la fibra presente en la dieta o acortar los periodos de cría (si los animales están vivos menos tiempo, lógicamente emitirán menos gases). Esta estrategia ha conseguido ciertos resultados positivos, reduciendo en un porcentaje las emisiones por kilo de producto. No obstante, existe un techo a la mejora que se puede obtener mediante un incremento del rendimiento si no se modifican otros factores clave, como la demanda. De nuevo, la visión reduccionista e industrial del concepto de rendimiento y productividad que se ha aplicado a la ganadería en los últimos años conduce inexorablemente a un escenario hiperindustrializado e hipertecnificado en el que los animales domésticos constituyen una debilidad, por ejemplo, cuando se calcula el consumo de energía que realiza el sistema nervioso y sensorial de cualquier animal vertebrado a lo largo de su vida, y que no se invierte en músculo o leche. El camino queda así abierto a la hegemonía de grandes productores internacionales que no dependan de individuos vivos para su producción (ni de los animales domésticos ni, por supuesto, de sus cuidadores y cuidadoras).
Vacas, ovejas y cabras no existirían sin pastores, ni tienen un futuro por delante sin ellos. Somos responsables de su devenir
La conjunción de una industria cárnica globalizada y deslocalizada y un escenario social cada vez más urbano y desconectado del medio natural, desembocan inexorablemente en el abandono de la ganadería y su sustitución por alimentos ultraprocesados provenientes de laboratorios y factorías. Las consecuencias sobre nuestra dieta, nuestra soberanía alimentaria y sobre la economía rural pueden ser muy negativas, pero, sobre todo, en este proceso se pone de manifiesto la total irrelevancia de las personas que se dedican a la ganadería y de los paisajes en las que estas evolucionaron, en un escenario que no solo supone una amenaza a largo plazo para los animales domésticos, sino también para muchos de los territorios que dependen de ellos.
No obstante, existen alternativas y modelos productivos diferentes, basadas en los recursos que ofrecen los propios territorios y que aportan una perspectiva muy diferente de los aspectos ambientales y de bienestar animal que se han tratado aquí. Pero primero, es importante regenerar el concepto de rendimiento o productividad, abandonar la visión reduccionista que hasta ahora se aplica en la producción animal y optar por medidas del rendimiento que sean multifuncionales, flexibles y abiertas, más coherentes con el papel de los animales domésticos y de los seres humanos en los paisajes en los que habitamos. No se trata de renunciar a la tecnología y la innovación, todo lo contrario, porque el pastoreo moderno demanda cada vez más conocimientos, herramientas más sofisticadas y una cuidadosa mezcla de saber ancestral e investigación científica que nos acerque más a nuestra propia naturaleza. Pero es que además, el pastoreo es una actividad profundamente enraizada en la evolución de las sociedades modernas, escultora de paisajes y portadora de la huella de la humanidad en el territorio. El animal en pastoreo, mientras está vivo, no sólo produce alimento, sino que genera, a la vez, numerosos servicios necesarios para el conjunto de la sociedad. En estas condiciones, su rendimiento no disminuye por estar vivo, moverse o tener una relación satisfactoria con sus semejantes; simplemente se falla a la hora de monetizarlo.
En un sentido diferente, es mucho más eficiente que los animales en factorías, porque transforma directamente sobre el medio materia vegetal que no puede ser asimilada por las personas, en lugar de alimentos concentrados de alto poder nutritivo. Y utilizando unos recursos externos mínimos: todo lo que necesita lo proporciona el propio terreno. Además, contribuye a mantener la biodiversidad, a manejar de forma sostenible algunos de los paisajes más interesantes del mundo, a prevenir los incendios y a preservar una cultura milenaria. Es la única fuente de alimento posible para las comunidades que habitan en las zonas más inhóspitas del mundo, en desiertos y zonas áridas, y contribuye a la supervivencia, la nutrición y el desarrollo de algunas de las poblaciones más empobrecidas. Y todo ello desde un profundo respeto a la vida de sus animales. Porque se puede respetar el bienestar y la calidad de vida incluso programando su muerte; porque vacas, ovejas, cerdos y cabras no existirían sin pastores ni tienen un futuro por delante sin ellos. Y los queremos con nosotros porque somos responsables de su devenir.
La domesticación es un contrato entre varias especies, una de ellas, nosotros. Y, a cambio de nuestra explotación debemos ofrecerles, como mínimo, una vida que merezca la pena vivirse. Y un futuro como especie ligado al nuestro. Aunque haya momentos que no inviten al optimismo para ninguna de las dos partes. La intensificación conduce a una producción cada vez más desalmada, y su previsible destino final, los productos animales sin animales, tampoco reducen la crueldad de todo el proceso, únicamente la adelantan y la extienden también a las personas que los han criado para que como sociedad estemos bien alimentados.
Publicado originalmente en Ctxt