En ocasiones como ésta, me pregunto por el valor de las palabras.
Una muy breve y quizás única referencia personal. Vivo en y desde las palabras desde siempre. Es paradójico que me pregunte por la vigencia de las palabras porque equivaldría a que un cirujano se preguntara por la vigencia de los bisturíes, un abogado por la vigencia de los códigos o un militar por la vigencia de los fusiles.
Las palabras, para los periodistas y para quienes de alguna manera intentamos profundizar el ejercicio del pensamiento, son nuestra materia prima, nuestro instrumento, nuestra manera de buscar la verdad. Cuando se recuerdan estos aniversarios y nos congregamos, una y otra vez, recurrentemente, para recordar, lo hacemos con palabras. También con imágenes, claro. Buscamos en las palabras consuelo, pero además buscamos comprensión.
No soy un dirigente político, soy apenas un cronista que ha dedicado toda su vida a este oficio. Las palabras que hoy les traigo van a terminar cuando termine mi charla, porque no me parece correcto que haya un día como hoy, de modo que no habrá en esta ocasión tan especial ni preguntas de ustedes ni respuestas mías. Haré en todo caso un esfuerzo por poner en valor lo que ha acontecido ese día de 1994. ¿Por qué “poner en valor”? Porque estoy convencido de que tras la matanza de 1994, precedida por el atentado de 1992, en la Argentina se ha producido, y no solamente en la comunidad judía, un fenómeno de ensimismamiento, un retorno al ombligo. Se ha ido perdiendo lo que considero esencial.
El 18 de julio de 1994, más allá de quiénes eran las autoridades nacionales y quiénes las autoridades comunitarias, nuestro país fue escenario de un acto de guerra. Ese acto de guerra había sido precedido por otro acto de guerra, porque cuando hablamos de atentados terroristas, tengo para mí que a menudo nos equivocamos, estamos pensando en algo que tiene un valor inferior, subalterno. Ese otro atentado, ese otro episodio militar, fue la destrucción de una sede diplomática extranjera, demolida completamente delante de nuestras propias narices en pleno centro de Buenos Aires. ¿Qué es un acto de guerra si no eso?
En 1994 faltaban siete años para los atentados de Nueva York y de Washington, ni hablar del atentado contra la Embajada israelí en Buenos Aires, en 1992. Sin embargo, la gravedad inusitada de la agresión terrorista nunca tuvo ni antes del ataque a las Torres Gemelas, ni después de ese ataque, incluyendo la secuela de atentados, una historia que destaca los más graves, como los de Londres y Madrid.
Una cosa curiosa sucedió con los acontecimientos argentinos. Nuestros atentados no tuvieron personería internacional. Podemos cansarnos de ver películas, resúmenes periodísticos y documentales, en los que se habla incluso de atentados previos al de las Torres Gemelas. Hubo un atentado contra el World Trade Center, allá por 1993. Pero nunca aparece el de la AMIA. Es como si un curioso agujero negro se hubiera encargado de que esto apareciera como algo separado, ajeno, algo que no formaba parte de esa saga siniestra, pero los argentinos nos encargamos, como siempre hacemos, con un perfeccionismo insuperable, de trastocar este asunto.
Se habla de Irán, por ejemplo. En estos últimos 18 años si alguien asumiera la ímproba tarea de hacer una estadística o medición porcentual de a qué nos hemos dedicado, se vería que nos hemos dedicado a la conexión interna, a los jueces, a los fiscales, a los presidentes de la comunidad judía.
El terrorismo internacional de matriz islamista fundamentalista es una epidemia global que acompaña al mundo ya desde la década de 1960. Lo que sucedió este 18 de julio en Bulgaria es apenas un recordatorio para que nadie se olvide de que la larga mano del terror sigue activa. Sin embargo, los argentinos nos hemos ocupado de desentendernos. Nos hemos ocupado de preguntarnos qué pasó con la colectividad judía, qué pasó con los bancos judíos, qué pasó con las apoyaturas políticas locales.
La palabra “encubrimiento”, legítima como preocupación, ha dominado esa merma del pensamiento y acción de las comunidades judías de la Argentina y, curiosamente, ahí desaparece el pleno conocimiento de qué es el régimen islámico fundamentalista de Irán, por ejemplo.
No estoy en condiciones, ni esperen que venga acá a administrar justicia, porque las hipótesis siguen siendo variadas. Sin embargo, la responsabilidad iraní es mucho más que una hipótesis.
Agradezco la enorme cantidad de gente que se ha dado cita acá esta noche para que pensemos, luego de estas palabras, y en voz alta, cómo fue que nos autoconfiscamos la centralidad del episodio o por qué se atacó a la Embajada de Israel en la calle Arroyo en marzo de 1992.
Ligero recuento historiográfico. Luego de que Carlos Saúl Menem fue electo presidente de la Nación, en 1989, visitó el Estado de Israel, antes de asumir. Había visitado el año anterior Siria y fue el primer presidente argentino que, como jefe de Estado, hizo una visita oficial a Israel. Este dato nadie lo puede negar, ni rectificar, porque así sucedió. El viaje como jefe de Estado se produjo en octubre de 1991 y el atentado contra la Embajada de Israel fue en marzo de 1992, cinco meses después. En aquellos años pasaron muchas cosas en el mundo. En 1991 estaba sucediendo algo de tremenda importancia y enorme proyección geopolítica. El entonces dictador de Irak, Saddam Hussein, había resuelto la invasión a Kuwait. Las Naciones Unidas, no sólo el presidente George Bush padre, condenaron la absoluta ilegalidad de la invasión a Kuwait y respaldaron, con el aval de las otras cuatro naciones que tienen asiento permanente en el Consejo de Seguridad, el envío de un contingente internacional para liberar a Kuwait. La intervención internacional no fue una agresión a un país árabe, fue una medida de autodefensa de la comunidad internacional contra un acto de pillaje político como era anexarse a un país. Para decirlo en un idioma que a muchos de ustedes les debe resonar, fue un anschluss, una anexión.
La Argentina no hizo nada extraordinario, sino sencillamente lo mismo que más de otros ochenta países: plegarse a la resolución internacional unánime de castigar al régimen de Saddam Hussein. Estoy hablando de la primera Guerra del Golfo, una operación militar que contó con la participación de numerosos países. La Argentina aportó dos barcos que se emplazaron a mil millas de la zona de conflicto. A partir de esto hay varias bibliotecas, según las cuales ésa fue la razón por la cual fuimos castigados.
No estoy acá para dirimir ese tipo de interrogantes, pero es importante que los más jóvenes conozcan la historia y los datos fehacientes y, de alguna manera, podamos depurar lo acontecido en 1992 y 1994 de tanta simplificación y tanta distorsión.
La recuperación del Kuwait ocupado por Irak fue una decisión de la comunidad internacional, no sólo de la Casa Blanca. De esa decisión, participó el gobierno argentino de aquel entonces. Pero además pasaron otras cosas. Entre 1989 y 1990 hubo un cambio absoluto de la esfera internacional: la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la Unión Soviética, la idea de que comenzaba una nueva historia y de que la historia había “terminado”, y que –en definitiva– había concluido la Guerra Fría con el triunfo de las ideas de libertad y democracia o –si se quiere– con las ideas del capitalismo. Esa polémica es válida, pero en cualquier caso lo evidente fue que había caído un régimen de oprobio.
El sistema comunista internacional era un régimen de oprobio. Respecto de Israel, ¿cuál fue la actitud del bloque soviético desde la Guerra de los Seis Días de 1967 hasta el momento en que cayó la URSS? Hasta el día de hoy, Cuba, el país de América Latina que más embajadas tiene en el mundo, no reconoce al Estado de Israel. Pero los hermanos Castro sí reciben y agasajan, en cambio, a los líderes iraníes. Han estado ahí los ayatolás y recientemente el presidente Mahmoud Ahmadinejad. Todo esto sucedió y se relaciona también con lo que sucede en la Argentina, cuyo “perfume de época” se expresa en esta súbita implantación de modas, ideas y decisiones ideológicas. Parece ser que está bien y es políticamente correcto olvidar estos episodios, como pretender que la caída de la Unión Soviética fue un episodio irrelevante, como si se pudiera devaluar, por ejemplo, el final del apartheid en Sudáfrica, gran acontecimiento descomunal de aquellos años.
En ese mundo, el terrorismo islamista y sus diferentes variantes (el islam es un credo monoteísta, pero reconoce varias sectas y derivaciones) jamás dejaron de operar. Las décadas de 1960 y 1970 fueron particularmente graves para Israel, cuando el terrorismo era un hecho cotidiano, con secuestros de aviones y ataques a israelíes en todo el mundo (incluyendo la matanza de atletas en los Juegos Olímpicos de Munich en 1972. Era un desafío violento, mortal, criminal. El terrorismo sólo pudo ser derrotado con decisión política y coraje militar, no con palabras. Esta es la experiencia que nos deja Israel, al menos en esta parte de la historia que hemos vivido.
Sin embargo, cuando golpearon en la Argentina, se produjo una extraña torsión, una mezcla de no querer hablar, no querer asumir, temer. Claro, el terrorismo intimida. Intimida con la muerte, ¿cómo que no? a los países desafiados con el poder letal y demoledor. Pensemos en las Torres Gemelas y en el “disco rígido” de individuos que maquinan, conciben, financian, organizan, ejecutan un acto de esa naturaleza.
En la Argentina, hubo personas que se regocijaron del ataque a las Torres Gemelas, gente para la que estaba bien esa barbarie porque “había muchos judíos adentro”, como dijo Hebe de Bonafini, mujer de acceso privilegiado a la Casa Rosada.
No son las mías palabras complacientes, pero son mías. No represento a nadie más que a mí mismo, pero estas cosas pasaron. Los atentados de 2001 tuvieron lugar siete años después del atentado contra la AMIA y nueve después del atentado contra la embajada israelí, en la calle Arroyo.
Sin embargo, se fue enhebrando, articulando, montando un aparato de permisividad. Se empezó a hablar cada vez menos de terrorismo, cada vez menos de la verdadera naturaleza criminal de esos atentados terroristas y cada vez más de injusticia internacional, de las ocupaciones, de las torturas. Por supuesto que nadie bien nacido puede justificar acciones ilegales del gobierno norteamericano ni el uso de métodos prohibidos en la persecución del terrorismo. Pero ése es otro debate. Ese debate, incluso el dirimir las responsabilidades de la alianza occidental en su llamada “guerra del terror”, no debería –como sucedió en la Argentina– hacernos olvidar, postergar o eludir la definición clave de qué es lo que ha estado pasando y sigue pasando en el mundo.
Cualquier lector de diarios, relativamente atento, me va a impedir que mienta. La presencia del terror hoy en la arena internacional es sistemática. Hace ya casi un año que se han retirado las tropas norteamericanas de Irak y los atentados interconfesionales entre sunitas y chiitas se siguen reproduciendo periódicamente, con ataques a mezquitas, matando fieles, atacando comedores populares. Las escenas ya son tan proverbiales que ni asombran. Hemos naturalizado la desaparición de las reacciones más elementales (desconcierto, sorpresa, horror) ante el asesinato de inocentes. Ni que hablar de lo que está pasando hoy en Siria, un país con el que la Argentina mantiene relaciones diplomáticas a nivel de embajadores.
¿Quién es el embajador argentino ante el régimen de Bashar al-Assad en Damasco? Se trata de un dirigente de la comunidad islámica argentina que define a Israel como Estado terrorista y se niega a reconocer el derecho judío a su Estado nacional. Se llama Roberto Ahuad y fue nombrado por la presidenta Cristina Kirchner. Vivimos en un mar de ignorancia, mis queridos amigos. Mucha confusión, mucho palabrerío, mucha solidaridad retórica y hechos gravísimos.
Pero vuelvo a 1994. Acá hubo un acto de guerra, de otra manera no se lo puede calificar. Se han escrito libros, panfletos, volantes, en internet es interminable la cantidad de hechos ciertos y de basura colgados de la red mentando teorías, una de las cuales, muy fuerte, es que el 18 de julio de 1994 habría “estallado el arsenal de la AMIA”. Otra, precedente, del ministro del Interior de Menem, José Luis Manzano, es que en marzo de 1992 explotó el arsenal de la Embajada israelí: “La Embajada israelí tenía un arsenal y les estalló”. Hay otra que tiene vida muy sólida en internet: fue un autoatentado.
Así como hay una corriente de pensamiento y de acción que sostiene, a la par del negacionismo del fenómeno nazi, que las Torres Gemelas fueron demolidas por un ataque urdido por la CIA, que ni el atentado, ni Al Qaeda, ni Osama bin Laden existen o existieron y que nada de esto es cierto, que fue toda una gigantesca conjura del imperialismo yanqui y de la sinarquía judía internacional.
Todo esto también se aplica para con lo acontecido en la Argentina y, si bien es cierto que podríamos seguir conjeturando durante años puertas adentro de la comunidad judía, yo al menos lo he hecho sin pedir permiso y puertas afuera. No hay nada que ocultar. Es preciso dirimir, debatir y analizar qué se hizo mal, qué se hizo bien, si los judíos argentinos estuvieron demasiado cerca del poder político. Pero la comunidad judía ha estado cerca del poder político no sólo en 1994; también lo está hoy, en 2012. No hay gran diferencia. ¿Qué tan cerca ha estado, más allá de lo que aconsejaba la prudencia? Mi tema hoy son los atentados, pero esto no puedo dejar de decirlo y forma parte de mi mirada de las cosas.
En marzo de 2011, en el curso de una gira internacional de la Presidenta por Emiratos Arabes Unidos, Kuwait y Turquía, se separó de la comitiva el ministro de Relaciones Exteriores, Héctor Timerman, para realizar un viaje a Siria a ver al tirano sirio Bashar al-Assad), hijo de quien gobernó treinta años con puño de hierro, el famoso carnicero Hafez al-Assad, responsable de la liquidación de toda una ciudad, opuesta al régimen alauita de los Al-Assad. Ese hijo, que hace ya 12 años es el tirano de Siria, había venido meses antes a la Argentina y había sido recibido por Cristina Fernández en la Casa Rosada. Cristina viajó a Libia por ese entonces y se definió como compañera de militancia de Muamar Kadafi, que gobernó cuarenta años su país. Treinta años Al-Assad padre en Libia, doce su hijo (y no sabemos cuánto más) y cuarenta Kadafi. Esta es la norma de los regímenes, teocracias y dictaduras del Medio Oriente. Acabamos de ver el milagro de Egipto, vamos a ver cuánto dura, pero el único país donde los gobiernos cambian por elecciones es Israel, donde vota la gente.
Bien, Timerman fue a Siria. ¡Qué raro! Era sospechoso. Hacía cuatro meses que había venido a Buenos Aires Al-Assad y había sido recibido con todos los honores en la Casa de Gobierno, con banquete incluido. ¿Qué tenía que hacer un ministro argentino ahora en Siria? Encima, ni siquiera viajó a Damasco, la capital, sino a Alepo.
Realmente, yo no me describo como un periodista de investigación. De hecho, no lo soy y no lo seré nunca, pero supe algo y lo publiqué. En Alepo, la misma ciudad donde lo recibía Bashar al-Assad, estaba el colega de Timerman, el ministro de Relaciones Exteriores de la República Islámica de Irán. ¡Qué coincidencia! A partir de ahí, fui hilando. Investigué, me metí de cabeza y armé un informe que se publicó en PERFIL y provocó la furia eterna de Timerman y del gobierno. Revelé que Timerman dio la cara en un intento argentino por iniciar un proceso de “diálogo” con las autoridades de la República Islámica de Irán, esas mismas autoridades cuya captura ha sido pedida a través de Interpol.
Terminó el escándalo a los pocos meses (como sucede en la Argentina todo a los pocos meses se olvida), y llegó el momento de la Asamblea General de las Naciones Unidas, a la cual tanto Néstor Kirchner como Cristina Fernández han ido, desde que han asumido el poder, todos los años, y también fue Mahmoud Ahmadinejad, el presidente de la República Islámica de Irán. Se trata de un hombre que dice, sin ningún tipo de eufemismos (hay que agradecerle la franqueza), que el Estado de Israel no debe existir. Debe desaparecer. Lo ha dicho desde el primer día de su llegado al gobierno de Irán.
El régimen que tomó el poder en Irán en 1979, la teocracia fundamentalista de los ayatolás, no considera que Israel tenga derecho a existir. Cree que es un injerto ajeno al mundo musulmán y que debe ser extirpado. Hasta 2011, el embajador argentino ante las Naciones Unidas, al igual que la comunidad civilizada internacional, se retiraba cuando hablaba el jerarca iraní, una manera de demostrarle que carecía de legitimidad por patrocinar la desaparición de un Estado miembro de la ONU. Nadie recibe en su casa a alguien que dice “te quiero matar y quiero destruir tu hogar, no tenés derecho a existir”. La instrucción de la Presidenta al embajador Jorge Argüello fue taxativa: debía quedarse a escuchar a Ahmadinejad. Sí se retiraron los 27 embajadores de la Unión Europea, y obviamente los de los EE.UU., Canadá, Nueva Zelanda y Japón, pero sí se quedó el embajador argentino, escuchando cómo –una vez más– Ahmadinejad decía: “Nosotros pensamos que Israel no debe existir”.
Hoy, 18 de julio de 2012, la Presidenta no quiso ir al acto de la AMIA porque tenía una reunión importante en Bolivia. No le quito trascendencia porque tenemos cuestiones pendientes con Bolivia, estratégicas y vinculadas con el gas, pero es la Bolivia de Evo Morales, cuyo gobierno el año pasado recibió al ministro de Seguridad de Irán, cuya captura está pedida por Interpol, por su involucramiento en el atentado contra la AMIA. Descubierto, Evo Morales lo justificó como una torpeza y una chapucería de su gobierno: no se dieron cuenta de quién era el personaje. Era uno de los hombres claves de la Guardia Republicana, o sea, tropas de élite de Irán que actúan en Africa, América Latina y, desde luego, en el resto del mundo en actividades ilegales, incluyendo, vía Hezbollah, el negocio formidable del tráfico de drogas.
¿Hablamos de esto en la Argentina o hablamos de la conducción de la AMIA, de Rubén Beraja, de Juan José Galeano, de José Barbaccia, de Eamon Mullen, de Hugo Anzorreguy, pensando que en verdad lo que pasó aquí fue sólo un gigantesco horror argentino, sin responsabilidades determinantes principales y estratégicas de quienes vinieron y ejecutaron los atentados? ¿Cómo podrían ser un invento argentino los atentados? ¿Es que en el mundo no hubo antes atentados? ¿No han atacado mezquitas? ¿No han atacado escuelas? ¿No han atacado ciudades? ¿No han atacado, como hoy, un autobús con turistas? ¿Tenemos algún ejemplo más paradigmático de la absoluta falta de respeto por la vida que caracteriza al terrorismo fundamentalista?
No, la Argentina no quiso aceptar ese desafío, por razones políticas y por temor. Hubo temor en el gobierno de Menem, en los gobiernos sucesivos y, desde luego, en el actual de que, de alguna manera, echarse como enemigo a Irán era demasiado porque se le reconocía una capacidad de destrucción muy fuerte. El país fue retrocediendo.
Esta es, al menos, mi mirada y no aspiro a que sea compartida por todo el mundo.
El país se fue distrayendo y ensimismando, imaginando que, en definitiva, todo tuvo que ver esencialmente con corrupción, que la hubo, seguramente, o por negligencia, que la hubo, seguramente, o con algún tipo de culpabilidad que en algún nivel la hubo, seguramente, de parte argentina. Pero lo que se ha ido relegando, lo que ha ido perdiendo centralidad, es que en un momento dado equis cantidad de personas llegaron a la Argentina para ejecutar un atentado de esas características, como los han hecho en otras partes del mundo. Nadie, en su sano juicio, discute que hubo atentados terroristas en Atocha (Madrid), en Charing Cross (Londres) y, desde luego, los emblemáticos de Nueva York y Washington. Sucedieron. Yo no he visto ese tipo de análisis en esos países.
Leo la prensa española y la británica. Nunca vi grandes debates acerca de qué fue lo que permitió que terroristas (creo que marroquíes) pusieran las bombas en Madrid. Las pusieron. Fue una célula muy bien provista y armada que llevó adelante un atentado que mató, esencialmente, a trabajadores y gente que iba en tren a sus obligaciones.
Tomemos conciencia de lo que significa la mentalidad del accionar terrorista cuando estamos advirtiendo que los actos de guerra que han ejecutado tratan de golpear, no importa qué, con tal de que sea golpeable: trenes, subtes, oficinas, mezquitas. No hemos tomado conciencia de eso. Por eso, para esa mentalidad, para esa ideología, para esa estrategia, lo de la AMIA era sencillamente más de lo mismo. Trabajadores, gente de la administración, intendencia, empleados fueron las víctimas. Podrían haber pergeñado asesinar al presidente de la colectividad o al embajador de Israel. Prefirieron hacer estallar explosivos, sin importarles quiénes eran los que morirían. Porque el terrorismo procede así: es esencialmente un instrumento de sometimiento exitoso. El sometimiento comienza con un acostumbramiento, una readecuación psicológica, una intimidación que no nos animamos a cuestionar. Tenemos miedo porque están dispuestos a todo.
Desafortunadamente, nuestra dirigencia tiene responsabilidades. Nuestra dirigencia es la expresión de nuestra comunidad. No es algo separado de nosotros. Nos expresa de manera muy fiel. Tendemos a pensar en la comunidad judía argentina que ciertos trapos sucios no deben ventilarse en público, vieja frase que alude a esa costumbre familiar de tener altercados delante de terceros. Este no es el caso.
La conexión, el sometimiento y la dependencia de las direcciones de la comunidad judía con el poder político secular son francamente notables. Es una verdad de la que no nos queremos hacer cargo. Presupuestariamente, hoy las entidades centrales de la comunidad serían inviables sin el apoyo del Estado. Esto es terrible, pero es la verdad.
No vine acá a pronunciar palabras demasiado amables, no es el momento de hacerlo hoy ni sería mi estilo. Hay cercanía con el poder político, como se acredita en el episodio que mencionaba (la permanencia del embajador argentino ante el discurso negacionista de Ahmadinejad). Irán no solamente patrocina la desaparición del Estado de Israel, sino que además niega la Shoá. Para Irán, la Shoá es un invento de los judíos. Niegan el Holocausto.
No es malo que cualquier comunidad argentina tenga buena y próspera relación con los gobiernos legítimos, y éste lo es. No estoy condenando eso. No patrocino, con infantilismo, una confrontación con las autoridades nacionales, de ninguna manera, pero acá hubo una manipulación intensa, abierta y sin precedentes de las internas de la comunidad judía.
La semana pasada, a una semana del 18 de julio, a sabiendas de que no iba a estar en el acto, la Presidenta recibió en la Casa Rosada a un grupo de familiares (apenas siete de 85), encabezados por Sergio Burstein, a quien le anunció que le iba a dar un espacio propio en el predio de la ex ESMA, como espacio de la comunidad judía. Cristina lo hizo por encima de la AMIA y de la DAIA, o incluso en contra de la AMIA y de la DAIA. Lo hicieron con la CTA y con la CGT, lo han hecho con quien han podido, ahora también con los judíos.
Creo que, en definitiva, hay que volver al punto de partida. Entre 1992 y 1994, por razones muy diversas y concurrentes (la posición argentina, el cambio en el mundo, las relaciones de los gobiernos, etc.), este país fue escenario de dos actos de guerra, puros y duros. Llamarlos de otra manera es autoengañarse y la Argentina respondió con temor, confusión y división interna a esos actos. No patrocino despachar una fuerza expedicionaria a Irán, no soy tan necio, pero el país ha mantenido su comercio con una nación cuyas autoridades, varias de ellas, están requeridas por la Interpol por pedido argentino.
Lamentablemente, soy muy escéptico de que, 18 años después de aquel acontecimiento, se pueda llegar a detener y procesar a los responsables directos del atentado, que es lo que importa, los ejecutores. Es muy difícil que podamos llegar a un tipo de dilucidación, entre otras cosas, porque ya es público y notorio que uno de los cabecillas y el ejecutor del atentado de 1992 pasó a mejor vida por obra de balas que recibió en su cuerpo y no sabemos cuáles y cuántos, si quedan sobrevivientes todavía hoy día, serían legalmente identificables y procesables.
Como quiera que sea, me parece importante que esta ocasión sirva no solamente para hacer algo tan hermoso y conmovedor. Creo que todos nos conmovimos hoy al ver los rostros de las 85 víctimas y todos nos llenamos de angustia y mortificación por saber que vivimos en un territorio de impunidad. Pero también debemos pensar en otras cosas, de una enorme actualidad: nuestra visión del terrorismo, cómo se legitima o se relativiza el fenómeno de la violencia en la política, cómo se ha ido instalando un discurso que progresivamente deja al costado las responsabilidades de la violencia política.
Cuando el terrorismo atacó la Argentina, este país era una república democrática o intentaba serlo. Hoy, también lo es o intenta serlo. En cualquier caso, convengamos que en un país con relativa vigencia del Estado de derecho, y sin embargo el terrorismo no se detiene en ese tipo de atenuantes. Golpea como ha golpeado en cada país donde le han permitido entrar, porque son sociedades abiertas (Inglaterra, España, Estados Unidos) y como lo siguen haciendo hoy en Afganistán, Irak y Siria.
Esta es la principal lección: tener muy afilada la herramienta del juicio ético para ponderar la vulneración que se hace de la política, para saber qué política podemos y qué política no podemos avalar.
Porque hay una especie de contrabando. Nadie defiende obviamente a los ejecutores de este atentado, más allá de los incalificables que hablan del autoatentado, pero son muy pocos, un reducido grupo, los mismos que dicen que los hornos de Auschwitz no existieron, en realidad eran fábricas y fue la propaganda judía la que se encargó de convertirlos en hornos crematorios. Pero quienes así hablan son una minoría, claro que peligrosa. Hay otra postura, no tan minoritaria, según la cual, como hay luchas de liberación, la violencia es el mejor recurso que tienen los pueblos. Lo vivimos cuando en 2001 pasó lo que pasó y en la Argentina hubo, de parte de líderes de organismos de derechos humanos, declaraciones que nos siguen llenando de horror, sobre todo porque no fueron condenadas por quienes luego avalaron a esas autoridades como parte central de su llamada política de derechos humanos.
No hablo con eufemismos. Creo que este 18 de julio debe servir para eso, para ser muy claros con nosotros mismos. No soy optimista respecto de mi optimismo. Desearía equivocarme y que realmente aparezca, como viene anunciándose desde hace tanto tiempo, alguna novedad, pero cuando un gobierno como éste le ordena al embajador en las Naciones Unidas que escuche el discurso antisemita y negacionista de Ahmadinejad, tengo razones para decir que acá hay algo muy mal encaminado. No nos están diciendo la verdad o hay otro tipo de camino que se está recorriendo, no el que consideramos correcto.
Más allá de lo que sucedió y del destino improbable que tenga algún día la investigación para encontrar los culpables, que realmente es una tarea esencial de esta tragedia, es importante que esto sirva para pensar de cara al futuro sobre valores y principios en los que debe fundarse la actividad política. La condena a la violencia criminal no puede tener atenuantes, relativismos ni excusas.
Denunciar y entender
A lo largo de muchos años, en sus columnas de las seis de la tarde y en las contratapas del Suplemento Domingo de PERFIL, Pepe Eliaschev realizó algo tan básico del periodismo como inusual en tiempos de grietas mediáticas: aportar datos que desmonten lo que fue una operación (política o de algunos servicios de inteligencia).
Tal como se dice en el artículo que transcribimos, no fueron pocos quienes, ante la conmoción de los primeros momentos del atentado, hablaron de un arsenal en la embajada, de un autoatentado. Voces similares se escucharon apenas sucedió lo de la AMIA, dos años más tarde, en julio de 1994. Pepe Eliaschev se encargó, a partir de informaciones precisas, de desmontar ese argumento. No hay que olvidar que el atentado causó 22 muertos y 242 heridos. Y que desde entonces se operativizó una red cuyo efecto fue la impunidad. Nuevamente, un esquema que se repitió en torno al atentado de la AMIA. Fue precisamente Eliaschev, en este mismo diario, el primero en alertar acerca del entendimiento que nacía con Irán. Una denuncia que mostró cómo el gobierno anterior puso en riesgo la investigación de los atentados que sufrió la Argentina.
*Este texto puede encontrarse en la página http://www.pepeeliaschev.com.ar/ y en www.pepeeliaschev.com.