Finalmente, parecería ser que los argentinos nos hemos puesto de acuerdo en algo: el país pasa una vez más por una crisis importante. Algunos la comparan con la que nos tocó enfrentar en 2002, olvidando que esas traslaciones históricas suelen tener más de ingeniosas que de rigurosas. Por supuesto que hay elementos en común, pero también hay enormes diferencias entre las circunstancias que caracterizaban aquella situación y las actuales. Creo que esa coincidencia, que lleva a políticos, dirigentes gremiales, empresarios, periodistas y ciudadanos a reclamar prácticamente a diario un diálogo que conduzca a acuerdos y consensos sin los cuales la situación no podrá ser resuelta, puede ser una oportunidad.
Desde hace años vengo insistiendo en la idea de que un partido, por muy mayoritario que sea, no puede gobernar a la Argentina, y en que, en la compleja realidad actual, solamente una gran coalición, basada en el diálogo y la búsqueda de acuerdos, en la definición y el sostenimiento de políticas de Estado en los temas cruciales que atraviesa el país, puede encarrilarnos en la senda de la producción y el crecimiento con justicia social.
Ya he contado en otra parte que no fue otra la metodología que empleamos cuando nos tocó gobernar la Provincia de Buenos Aires y, en circunstancias mucho más dramáticas, la Nación. Quiero en este artículo traer al presente dos iniciativas que pueden servir de modelo –de inspiración, mejor– para el accionar del próximo gobierno que los argentinos elegiremos en unos pocos días más.
La primera es el Diálogo Argentino. Allá por 2001, cuando ya era evidente que el país se precipitaba hacia una crisis de proporciones impredecibles, desde distintos sectores de la sociedad civil se comenzó a imaginar la posibilidad de una gran mesa de diálogo, a la cual se sentaran sin excepciones todos los sectores y se buscaran, a través de la negociación, herramientas que nos permitieran enfrentar los problemas más acuciantes del momento.
El problema era que ese diálogo no podía ser convocado por un político, o un grupo de políticos, o un partido o un grupo de partidos. En el estado de agitación en el que estaba la sociedad, cualquier intento de ese tipo le hubiera restado legitimidad. Sin embargo, había una salida: un estudio pormenorizado de nuestra situación mostraba que la Iglesia católica contaba con alto grado de credibilidad y era una de las pocas instituciones que podían promover un diálogo en la sociedad civil. Por esa razón, el día mismo de mi asunción como presidente de la Nación me comuniqué con las autoridades eclesiásticas y con el embajador Carmelo Angulo, quien desde el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) había sido otro gran motorizador de la idea, y pusimos manos a la obra.
Se establecieron tres comisiones con un miembro de cada una de estas instituciones, que durante varios meses escucharon a organizaciones de carácter político, sindical, empresarial, financiero y del tercer sector. También acudieron al diálogo representantes de grupos informales, como por ejemplo los dirigentes piqueteros. Se viajó al interior del país y se tomó contacto con distintas realidades provinciales.
Además, hubo reuniones con las autoridades del Poder Ejecutivo, del Legislativo y también con embajadores del Mercosur, de Estados Unidos y de distintos países de Europa, lo mismo que con representantes de la banca internacional, e incluso con el presidente del Banco Central. En todo ese proceso tuvieron una importantísima presencia los miembros de los distintos credos, poniendo de manifiesto el crecimiento en nuestro país de la comunión interreligiosa.
Por supuesto que no fue sencillo arribar a acuerdos. Cada sector tenía reivindicaciones propias y el espacio para conceder a veces era muy estrecho.
Recuerdo que, durante una reunión, uno de los representantes del gobierno propuso que se impusieran retenciones temporarias a la exportación de soja y uno de los representantes del agro le respondió: “No te c... a trompadas porque están los curas”. Unas semanas después, ese mismo representante del agro propuso, en nombre de sus representados, que se implementaran las retenciones como una forma de conseguir recursos para poder asistir a los más necesitados.
Así nació el Plan Jefas y Jefes, que permitió, en un corto plazo, que 1.800.000 familias tuvieran acceso a los alimentos básicos. También así se implementó el plan Remediar, cuyo objetivo era garantizar gratuitamente casi el 90% de los medicamentos para las enfermedades más frecuentes de quienes acceden a la salud pública en el primer nivel de atención.
Como lo describió monseñor Casaretto en un artículo publicado en 2016: “Lo que ocurrió en diciembre de 2001 no fue una demanda de cambio de un gobierno por otro para que todo siguiera más o menos igual, sino que allí se expresaron los deseos más profundos de una sociedad harta de ser conducida hacia ningún lado”. Creo que en ese aspecto sí es posible encontrar algunas similitudes entre 2002 y la actualidad. Por eso me pareció útil traer al presente la memoria del Diálogo Argentino.
Otro ejemplo que no puedo dejar de mencionar son los Diálogos Democráticos para Políticas de Estado, que fueron convocados en 2010 de manera conjunta por las fundaciones Alem, Pensar y Argentina Siglo 21, el Instituto GEN y el Movimiento Productivo Argentino, con el objetivo de discutir desde el ámbito profesional y académico los consensos mínimos que los futuros gobiernos argentinos debían promover para el sostén de políticas públicas. Como lo expresó Carlos Brown, del MPA, en su discurso de apertura: “No estamos juntos desde el punto de vista electoral, sino que estamos trabajando en función de la estrategia, de las políticas públicas, de una Argentina que tiene que ser previsible hacia el futuro”.
Durante ese encuentro, dirigentes de los más diversos partidos políticos con significación electoral suscribieron el Acuerdo de Gobernabilidad y Políticas Públicas, en el cual asumieron el compromiso y la responsabilidad de impulsar y ejecutar estas políticas básicas, o bien respetarlas y apoyarlas, acorde a las posiciones de gobierno que ocupen a través de las futuras representaciones electorales.
Obligación compartida. Lamentablemente no se logró la presencia de ningún representante del gobierno de ese momento, encabezado por Cristina Fernández de Kirchner. Como bien recuerda Rodolfo Terragno, uno de los más entusiastas motorizadores de la idea, en un artículo publicado recientemente: “No era un acuerdo semejante a los Pactos de la Moncloa, celebrados en España en 1977; pero abrían un camino hacia una concertación mayor. (…) El acuerdo firmado en la Argentina, en 2010, era menos extremo. No imponía a obreros y empresarios una carga pesada. Pero enunciaba los problemas económicos a superar, y dejaba en claro que hacerlo no era una responsabilidad exclusiva de los gobiernos sino, al contrario, una obligación compartida con las fuerzas de oposición”.
Hoy, cuando casi nadie duda que la Argentina necesita un pacto que termine con las discusiones estériles, que solidifique las instituciones, que termine con las políticas usureras y que ponga en marcha una economía productiva y corrija las injusticias sociales, me pareció un buen momento para traer a la memoria estos dos antecedentes, que creo que pueden dar lugar a nuevas reflexiones que iluminen el camino a seguir en el futuro.
Ojalá que así sea.
*Ex presidente de la Nación.