Por tercera vez en las últimas décadas Argentina ha entrado en una crisis económica profunda que pone patas para arriba el sistema productivo y laboral y deja casi un 40% de pobreza. En 1989 la hiperinflación dio por tierra con el gobierno de Raúl Alfonsín y provocó el adelantamiento del cambio de gobierno. En 2001 la situación era mucho más crítica y Fernando de la Rúa dejó el gobierno a la mitad de su mandato. Ahora, una curiosidad electoral como ha sido el hecho de que unas primarias abiertas, simultáneas y obligatorias para elegir candidatos se hayan constituido prácticamente en una elección general con un contundente triunfo de la oposición. La crisis económica, protagonista de este proceso electoral, se devora a otro gobierno.
Claro que es notable, asombroso casi diría, que un país tropiece tan seguido con la misma piedra. Que lejos de ascender por la escala del desarrollo, la inclusión y el bienestar, estemos una vez más tocando fondo, en un proceso de deterioro que parece no encontrar fin.
Eterno retorno de lo mismo. Discutimos y probamos modelos, ideologías, métodos de gobierno, pero nada cambia porque, en el fondo, desde 1983 –para tomar el inicio del actual ciclo argentino con la recuperación de la democracia– nada de fondo ha cambiado. Parece un chiste, pero hemos esperado cambios y hasta nos hemos creído que ocurrían, mientras hacíamos siempre lo mismo y, como nos muestran los indicadores económicos, sociales y culturales, solo logramos estar cada vez peor. La locura a la que refería Einstein.
En estos meses finales de la segunda década del nuevo siglo nos preparamos para inaugurar un nuevo período constitucional. Otros cuatro años de un nuevo gobierno que despierta expectativas, rechazo e incertidumbre. La pregunta que formulo en mis conversaciones con dirigentes e intelectuales, estudiosos de la política, es: ¿estamos frente al inicio de un nuevo ciclo de la vida nacional? ¿O este será un nuevo período que prolongará cuatro años más la agonía?
La pregunta es absolutamente pertinente. Si se pudiera dar una respuesta aproximada, que nos pusiera frente a la postura optimista de creer que estamos a las puertas de un nuevo ciclo, eso llevaría a obtener certezas en todos los órdenes, con la importancia que ello reviste. Pero ninguno de mis interlocutores arriesgó una respuesta en ese sentido. Nos domina aún, como individuos y como sociedad, la incertidumbre.
Acuerdos. Vemos que Alberto Fernández –virtual presidente electo– apunta a la formación de un gobierno compartido con figuras de otras fuerzas políticas. Trascienden comentarios acerca de su interés de negociar mayorías parlamentarias para sus proyectos. Hasta ha hablado de un pacto social. Todo ello es positivo y necesario. La naturaleza de la crisis nos indica que no saldremos adelante si no es con esos consensos.
De hecho, sectores empresariales promueven un amplio diálogo, al modo del Diálogo Argentino constituido bajo el ámbito espiritual de la Iglesia Católica en 2002 que reunió a todos los sectores nacionales en una mesa en la que se debatían y tomaban decisiones trascendentales para –como decíamos en aquel momento– poner de pie y en paz a la Argentina.
En lo político, como se recordará, radicalismo, peronismo y otras fuerzas con representación legislativa, junto con el gobierno, daban forma y viabilizaban las leyes necesarias para llevar adelante el programa de recuperación nacional.
Aquella experiencia se constituyó con esos parámetros. Una gran coalición que permitió enfrentar el incendio. Fue un paso importante en la dirección que es preciso transitar.
De todos modos, para pensar en un cambio de ciclo nada de eso es –como se dice actualmente– disruptivo. Por lo tanto, es una continuidad en las formas de gobierno, más amplia si se quiere que experiencias anteriores.
Lo disruptivo, la transformación de fondo que abriría un nuevo ciclo de nuestra vida institucional, sería desterrar definitivamente la corrupción en la sociedad y en el Estado. Para ello la clase política debe dejar de esquivar el bulto y votar los instrumentos legales que permitan transparentar el manejo de los recursos del Estado y terminar con la corrupción estructural. Si esto no se hace, todas las medidas políticas que se implementen serán ineficaces, porque carecerán de credibilidad. Y todos los discursos acerca de la honestidad, la integridad y la buena fe serán puro palabrerío, cháchara de circunstancias, sanata.
No será fácil. Pero tampoco es imposible, si hay voluntad.
*Ex presidente de la Nación.