En Charlottetown, una bandera nazi fue izada en una propiedad privada y flameó por días en el paisaje democrático canadiense hasta que fue bajada. En Buenos Aires, siete personas ingresaron de madrugada a la casa del rabino principal de la comunidad judía de la Argentina y lo golpearon salvajemente hasta dejarlo inconsciente. En Londres, un joven de cabeza rapada preguntó a un anciano en la calle si era judío y cuando este respondió afirmativamente le dio un trompazo en la cara, provocándole un sangrado. En París, una escuela hebrea recibió una carta anónima que decía: “Los países árabes habrían vivido en paz si Adolf Hitler hubiera terminado de exterminar a todos los judíos”. En Lima, el ex presidente peruano Alan García, que enfrenta un proceso judicial por causas de corrupción, dijo ser perseguido por “una mafia judía” que incluye al “financista internacional Soros”.
Estos hechos ocurrieron esta misma semana. En cinco países diferentes y en pocos días, los judíos fueron víctimas de hostigamientos y agresiones dispares.
Si ampliamos el marco un poco más atrás en el tiempo nos toparemos con otros casos. Tumbas del cementerio judío de San Luis fueron profanadas. Grafitis hostiles en negocios y hogares de judíos aparecieron en Polonia, España y Grecia. En Lyon, una procesión de los chalecos amarillos insultó a feligreses al pasar frente a una sinagoga; uno de ellos orinó en una de sus paredes. El prominente filósofo Alain Finkielkraut fue agredido en una de estas manifestaciones en la capital francesa. “Judío sucio, vas a morir”, “sionista sucio”, “Vuelve a Te Aviv” fueron algunos de los epítetos que recibió antes de que la policía gala debiera intervenir para resguardarlo de la turba. En Alsacia, alrededor de ochenta lápidas de un cementerio judío fueron pintarrajeadas con cruces gamadas.
Solamente en Francia hubo un aumento de casi el 75% en los incidentes antisemitas el año pasado. Desde 2005, al menos diez franceses de religión judía fueron asesinados por islamistas en suelo francés; entre ellos el joven Ilán Halimi, quien fuera secuestrado, torturado y abandonado, moribundo, atado a un árbol. La placa que lo recuerda sufrió vandalismo en dos ocasiones ya.
60 por ciento. En Alemania, una nación líder en la lucha contra el antisemitismo y que incesantemente lleva adelante campañas de concientización sobre los crímenes del Holocausto, el panorama es sombrío. El año pasado se registraron cerca de 1.700 incidentes motivados por el odio a los judíos y hubo un aumento del 60% en ataques violentos, según cifras oficiales.
La afluencia masiva de refugiados e inmigrantes musulmanes a partir de 2015 impulsó el surgimiento del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD), que desde finales de 2017 es el mayor grupo opositor en el Parlamento.
Algunos de sus miembros han minimizado el Holocausto. Uno de los líderes partidarios, Alexander Gauland, tildó al genocidio nazi como una “pizca de caca de pájaro en más de mil años de exitosa historia alemana”. Otro referente, Bjoern Hoecke, criticó el memorial del Holocausto en Berlín como un “monumento de la vergüenza”. (Esta negación/minimización del Holocausto también se ha expresado en los grupos políticos Amanecer Dorado en Grecia, Jobbik en Hungría y el Frente Nacional en Francia).
A la par, hubo un aumento en los ataques antisemitas perpetrados por inmigrantes árabes y musulmanes. En un caso destacado el año pasado, un joven sirio agredió con un cinturón a un paseante israelí que llevaba un solideo mientras le gritaba “yahudi” (judío en árabe).
En Gran Bretaña el antisemitismo se ha colado en las más altas esferas de la política nacional. El Partido Laborista bajo el liderazgo del extremista Jeremy Corbyn se ha transformado en una caricatura de lo que supo ser antaño. Recientemente, unos diez parlamentarios laboristas (judíos y no judíos) abandonaron el partido invocando su preocupación por los vientos antisemitas y antisionistas que soplan en su seno (además de citar disidencias por el Brexit). Invitado frecuente en Press TV de Irán y Al-Jazeera de Qatar, Corbyn convocó años atrás al Parlamento a representantes de movimientos yihadistas, como el palestino Hamas y el libanés Hezbollah, los que claman públicamente por la destrucción de Israel. Durante una visita a Túnez, en 2014, rindió tributo ante las tumbas de integrantes del Septiembre Negro, el grupo responsable de la matanza de once atletas israelíes en las Olimpíadas de Munich, en 1972. ¿Puede uno respaldar a quienes aspiran a aniquilar el Estado judío y eludir el mote de ser un enemigo de los judíos?
Estados Unidos. Incluso Estados Unidos, un histórico bastión liberal filojudío, ha sido manchado por episodios antijudíos en años recientes. Simbología nazi emergió en varios espacios públicos. En 2017 un hombre fue arrestado en Carolina del Sur mientras planeaba bombardear un templo hebreo. En 2018, un neonazi acribilló a once personas en una sinagoga en Pittsburgh. Cientos de lápidas fueron profanadas en el cementerio judío de Missouri. En Charlottesville, un año y medio atrás una aglomeración de ultranacionalistas marchó cantando consignas evocadoras del Tercer Reich, sin que ello motivara un repudio cabal del presidente Donald Trump, que tiene nietos judíos.
En el Partido Demócrata –que recibe habitualmente el 70-80% del voto judío– ha habido desarrollos inquietantes. Las congresistas musulmanas Ilhan Omar y Rashida Tlaib defienden abiertamente el movimiento antisionista Boicot, Desinversión y Sanciones, conocido por sus siglas BDS, que aspira a aislar internacionalmente a Israel, y solo a Israel.
En un mundo en el que China arresta a miembros de la minoría musulmana uigur sin rendir cuentas, en el que el régimen sirio masacró impunemente a medio millón de sus propios ciudadanos, en el que Irán ahorca públicamente a homosexuales, estas dos congresistas han mostrado preocupación solo por las políticas del Estado judío.
Omar en el pasado tuiteó: “Israel ha hipnotizado al mundo, que Alá despierte a la gente y la ayude a ver las malas acciones de Israel”. Al referirse a los congresistas judíos que quieren crear una ley contra el boicot antiisraelí, Tlaib apeló a una canallada antisemita popular que sostiene que los judíos tienen doble lealtad: “Olvidaron a qué país representan”.
Integración. Este es el panorama para la judería mundial hoy. Amenazados por el antisemitismo tradicional de la ultraderecha, el antisemitismo moderno (léase antisionismo) de la ultraizquierda y por ambas vertientes desde el islamismo radical, los judíos se encuentran en un lugar incómodo.
No todo es desolación, desde ya. Las comunidades judías están quizás mejor integradas que nunca en su historia a las naciones que las acogen y muchos judíos son referentes locales y mundiales en sus profesiones u oficios, lo que es un reflejo de su aceptación social general. Pero el ascenso del antisemitismo es real y, a apenas unas pocas décadas del fin de la Segunda Guerra Mundial donde 6 millones de ellos fueron diezmados, estamos obligados a no bajar la guardia ante las alarmas.
Y las alarmas están sonando. En Europa, en América Latina, en Medio Oriente y en Norteamérica se vislumbran demasiados indicios preocupantes. Se acumulan a una velocidad sorprendente. Y atemorizante.
Una de las lecciones esenciales de la Shoa es que lo que empieza con los judíos nunca termina solo con los judíos. Que la retórica intolerante debe ser contenida antes de que su maliciosa y combustible chispa queme a toda la sociedad. Que, como alguien señaló, lo que sucedió una vez puede suceder dos veces. Que el combate contra el antisemitismo es una tarea de todos, judíos y no judíos.
Aprendamos aquello que tan bien dijo Edmund Burke en su tiempo: que solo basta la pasividad de los buenos para que triunfen los malvados. Y recordemos –siempre– la advertencia moral de Elie Wiesel: que la indiferencia no es una opción; que ante el mal, la neutralidad solo favorece al victimario, nunca a la víctima.
En fin, que al antisemitismo –en todas sus expresiones– no hay más alternativa que combatirlo.
*Escritor y analista político internacional.