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Milei

El Estado argentino, entre dos dogmas

El Estado, más que nunca, es el blanco de todas las frustraciones de la sociedad. En la Argentina, el combate que están librando sus detractores y sus apologistas es un conflicto ideológico que se convirtió en dogma. Se enfrentan dos tesis.

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Milei. | cedoc

Hoy se enfrentan dos concepciones sobre el Estado. Por su lado, Javier Milei, para quien el Estado es la fuente de todos los males. El Estado cortaría de raíz la iniciativa privada y atentaría a las libertades. En esta concepción, apoyada por un carisma elitista de atracción-rechazo, el Estado es el intruso. La sociedad de mercado, en su lógica, postula la extinción del Estado. Del otro, el ala dura cristinista. Para ella, la función primordial del poder es asegurar la justicia distributiva, impulsar las políticas sociales, dar a todos un trabajo, incluso gobernar el capital, y prometer un futuro independiente de las contingencias externas. 

Falsedad. Dos dogmas antagónicos, el del Estado ladrón, el del Estado conductor, que imprimen en las mentes una falsa alternativa: Estado o mercado. Hoy, la virulencia del debate se debe, lógicamente, a la problemática de la inflación, del poder adquisitivo, del crecimiento, del paro, de la naturaleza de los empleos, del desclasamiento social, de la pobreza. Frente a eso, el Estado vacila sobre una estrecha cornisa. 

Probemos un esbozo de definición del Estado: es una institución destinada a funcionar, según normas en pos de una finalidad. Como finalidad, el Estado es a la vez, un problema político y un fenómeno burocrático. ¿No sería oportuno tentar un enfoque sobre su alcance y sobre los valores que le están asociados? 

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El Estado es un principio vital ligado a la historia de la Nación. El Estado nacional argentino se construyó sobre un principio de libertad económica. En sus orígenes, la Revolución de Mayo se hizo en nombre de la libertad de comercio. Los grandes hitos fueron la organización del Estado con la Constitución de 1853, la unificación definitiva de la Nación después de la batalla de Pavón, con Bartolomé Mitre asumiendo en 1862 como primer presidente de la Nación. Lo que se llamó “el ideario liberal” constituye un dato histórico. 

Desconfiaba Alberdi del Estado intrusivo. “La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual”. Félix Luna explicaba la génesis de esto así: “Estos hombres, promotores en líneas generales del pensamiento liberal, sabían que un país que se estaba articulando necesitaba un Estado que asumiera claramente sus deberes. No podía interferir en la iniciativa privada, sino para marcar los límites que ésta debía tener y para promover el desarrollo de las áreas, donde el interés particular se desentendiera”. Después de 1880, la consolidación del Estado se realizó por la creación de fuentes de ingresos estables, es decir por el desarrollo económico.

Yrigoyen y Perón. Existe una correlación entre el Estado fuerte, el cambio social, y la necesidad económica. La “República aristocrática” argentina era una democracia confiscada por la élite. La verdadera ruptura en el seno del sistema político conservador interviene con la elección de Yrigoyen. Fue el resultado de la ley Sáenz Peña de 1912, que había introducido el sufragio obligatorio masculino. Un cambio total de paradigma. La meta era realizar el cambio social por la integración. Concretamente, incorporar a los inmigrantes y a sus descendientes con la regla del jus soli. Yrigoyen hizo de la Constitución un programa de combate, y del Estado una herramienta para “la armonía de clases” y el control de las riquezas, empezando por la nacionalización del petróleo.

El peronismo es el arquetipo de un Estado dirigista y transformador contrarrestado por la necesidad económica. La “revolución” peronista fue a la vez cultural y social. Impulsó una política de integración, otorgando derechos a las clases populares (la “masa sudorosa” convertida en “trabajadores”), e imponiendo, por la denominada “Ley Evita”, la integración de las mujeres a la vida política. 

La otra cara del régimen fue un Estado personificado en exceso por el doble carisma, a la vez dominador y sacrificial, de la pareja presidencial. Un Estado articulado por una estructura corporativa, ligada al concepto de “comunidad organizada”, esencia ideológica del peronismo. En el plano económico, el modelo de Perón era el del Estado modernizador rooseveltanio-keynesiano. La estrategia industrial, con la política de sustitución de importaciones, se tradujo por una ola de nacionalizaciones. Se hizo hincapié en la demanda del mercado interno con el nacimiento de una sociedad de consumo. Sin embargo, Perón defendió cierta idea del sistema capitalista de la posguerra, consciente de que constituía el verdadero motor del recurso económico. 

El giro de la coyuntura mundial, desde 1949, forzó una adaptación que caracteriza el pragmatismo peronista: segundo plan quinquenal teñido de ortodoxia, Congreso de la Productividad de marzo de 1955. Ya en su discurso de agosto de 1944 pronunciado en la Bolsa de Comercio, Perón declaraba: “Señores capitalistas, no se asusten de mi sindicalismo, nunca mejor que ahora estaría seguro el capitalismo. Lo que quiero es organizar estatalmente a los trabajadores, para que el Estado los dirija y les marque rumbos”. En mayo de 1953, en el Congreso General de la Industria, anticipaba la retirada del Estado, lo que no realizó. Ahí está su paradoja. Anuncia: “La industria es una empresa privada, el Estado no tiene ningún interés, y tan pronto las empresas estatales actuales tomadas en estado antieconómico puedan ser devueltas a la actividad privada. Nosotros somos gobierno, no industriales”. El agotamiento del recurso económico hacía ineluctable este replanteamiento del Estado, ilustrando así la famosa fórmula de Max Weber: “La economía es dirigente y no dirigida”.

Seguía siendo la hipertrofia del Estado. Halperin Donghi concedía a tal hipertrofia circunstancias atenuantes: “Monumentos a la ineficacia. Pero lo notable es que buena parte de ellas, son también monumentos a la ineficacia privada, porque se quedaron en manos del Estado por incapacidad de la sociedad a actuar en esos terrenos”.

Alfonsín y Menem. Con Alfonsín, el discurso sobre la necesidad económica queda, como él de Perón, teórico. Hay un desfase entre el hecho político mayor cumplido (refundación de la Nación en las bases del Estado de derecho), el proyecto incumplido (la “Segunda República”), y la producción del recurso económico. La crisis de la hiperinflación de 1988-89 aniquila toda perspectiva de reelección. En abril de 1985, en su discurso de defensa de la democracia en la Plaza de Mayo, Alfonsín llama a una “economía de guerra”: “Necesitamos, para terminar con el gasto excesivo, ser más eficientes en el manejo de las empresas del Estado y privatizar todo lo que haya que privatizar, para lo cual vamos a pedir la colaboración al sector privado”. En una entrevista de agosto de 1994 con Juan Sourrouille, exministro que lanzó el Plan Austral, el autor le preguntaba: 

—¿Por qué no realizaron las reformas estructurales?

—Estábamos propensos a usar el camino medio entre una visión reaganiana y la línea de pensamiento keynesiano. Fuimos los primeros, en este país, en hablar de la privatización, por ejemplo, de Somisa, de la petroquímica, del teléfono, de Aerolíneas. 

—¿Por qué no hicieron la reforma? 

—Entre otras cosas, porque había una legislación que lo prohibía, y el Congreso no aprobó el cambio legislativo que podría haberlo hecho posible.

Con Menem, lo económico desempeñó un papel fundamental en la legitimación del poder. Las privatizaciones fueron utilizadas como un instrumento pragmático y pedagógico de una nueva era concebida para adecuar el país a la realidad externa. La meta era reducir el Estado, considerado “elefantiásico”. De ahí el decreto de 1990, llamado de racionalización del sector público, el aparato del Estado teniendo que emplear, al cabo de tres años, solamente 460 mil asalariados.

Sin embargo, con su “capitalismo social” o su “economía popular de mercado”, Menem asumía el rol del Estado. Su discurso de marzo de 1991 (Teatro Cervantes) sobre la “actualización de la doctrina peronista” era claro: “No caer en un torpe maniqueísmo que consiste en pensar que todo lo que es estatal es perverso y todo lo que es privado es angélico”. Domingo Cavallo, exministro de Economía, aclaraba más tarde: “El capitalismo es perfectamente compatible con un sistema de justicia social, cuando las reglas de juego obligan a los capitalistas a hacer lo que le conviene al país”. Cavallo no parecía estar tan lejos de lo que pensaba y decía Perón en los años 50.

Ahora. Hoy es la retirada del Estado de las áreas esenciales, la que plantea problemas. El Estado democrático se mueve por la noción del bien común. Es el soporte solidario de la Nación. Pero la sociedad asiste a la desintegración de sectores clave: la seguridad, la educación, el sistema de salud, el derecho del trabajo, los servicios públicos. ¿Qué puede ser este Estado? Un Estado del justo medio, pero un Estado social, capaz de elegir opciones, de promover la iniciativa privada, al mismo tiempo que corrige las desigualdades, que puede frenar la máquina de gastar e impulsar la igualdad de los derechos ciudadanos en el marco del federalismo.

Una de las primeras libertades es la seguridad. ¿No quiere la sociedad, ya sea en Argentina o en Francia, una policía que proteja, que esté más cerca del ciudadano? ¿Una Justicia imparcial, no sujeta a los caprichos de la política? En materia de relaciones sociales en las empresas, o de precarización del trabajo, el Estado tiene un deber de regulación. Jorge Fontevecchia subrayaba recientemente, en su columna, la amplitud del fenómeno de la economía informal con las plataformas (equivalente a la uberización en Francia) y sobre el “voto Rappi”.

Por último, en el combate de la transición climática y energética, así como en la búsqueda de equilibrio entre los avances de la inteligencia artificial y la protección del ser humano, la acción del Estado es y será fundamental.

Corresponde, por otro lado, a la sociedad preocuparse por el Estado. En Francia, Emmanuel Macron, quien deploró un “proceso de des-civilización”, anunció en hace poco, una iniciativa para la “cohesión de la Nación”. El cambio parece venir desde arriba, con un intento de promover “proyectos de ley transpartidistas”. Pero la acción ciudadana en el terreno, bajo sus múltiples formas, es la que hace tangible la metamorfosis de la Nación. Revitalizar la Nación para defender nuestras democracias. Una urgencia republicana para que el furor del rechazo se convierta en consentimiento al querer vivir juntos.

*Analista político, doctor en Ciencia Política, Iheal (Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine, Université Sorbonne Nouvelle Paris III.