Los únicos que buscaron un relato único acerca de lo que había que evocar cada 24 de marzo fueron los golpistas de 1976. Mientras duró la dictadura, cada aniversario celebró la restauración del orden, la derrota de la subversión, y reforzó el mito de una Patria monocromática cimentada a costa de la sangre de millares de compatriotas.
Hoy, por el contrario, a nadie sorprenden las disputas simbólicas y políticas en torno a lo que significa "el 24 de marzo". Si bien es cierto que esa fecha es imborrable de la memoria social, esto no se debe solamente, como sentimos en la década de 1980 y hasta bien entrada la siguiente, a la magnitud de los crímenes cometidos por la represión. El 24 de marzo vive porque constituye un hito en el enfrentamiento social que la ampliación de derechos y conquistas sociales aceleró a partir de mediados del siglo XX en nuestro país. El 24 de marzo de 1976 no fue solo un golpe contra el peronismo (aunque derrocara a una presidenta de ese signo cuyo gobierno había impulsado el terrorismo paraestatal), sino contra la clase trabajadora, contra los sectores medios contestatarios y, más estructuralmente, contra un espíritu y un habitus rebelde de profunda raigambre social, nutrido por tradiciones de lucha de más de un siglo. El golpe fue, más que nada, una brutal revancha antipopular.
La fecha vive y es cada vez más convocante porque el sangriento ataque al movimiento obrero organizado, la demolición del aparato productivo y la entrega al capital internacional no fueron definitivos. Aun con todos los resortes del poder en sus manos, la dictadura enfrentó resistencias. Por eso el 24 de marzo es caja de resonancia para demandas que se renuevan, y no solo la conmemoración del comienzo de la dictadura.
La metodología del terrorismo de Estado parió, por oposición, una Argentina que será, para siempre, vanguardia en materia de luchas civiles y pacíficas por los derechos humanos. Ninguna disputa posterior en torno a los símbolos de ese movimiento podrá opacar ese patrimonio de todos los argentinos.
Disparidades. El 24 de marzo refiere a cuestiones dispares. En primer lugar, lo que los golpistas quisieron que significara: la “victoria contra la subversión”. Ese discurso aún late subterráneamente desde que los militares dejaron el poder. Emerge con fuerza en contextos favorables (en la década de 1990, en el actual gobierno) o cuando se siente amenazado (bajo la presidencia de Néstor Kirchner). Los apólogos de la dictadura encuentran en el aniversario la posibilidad de presentarse como perseguidos políticos y relativizar la magnitud de los crímenes cometidos.
Luego, las memorias consolidadas durante la década de 1980, en las que el énfasis estuvo puesto en la denuncia de las violaciones a los derechos humanos y el reclamo de “aparición con vida” de los desaparecidos. El núcleo simbólico de estas memorias fueron las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Construyeron, en su lucha, un militante arquetípico.
El énfasis en la denuncia desdibujó la historia política de los desaparecidos: era necesario mostrar la barbarie represiva, y una de las maneras fue la despolitización de sus víctimas, precisamente el motivo por el que habían sido asesinados. De allí que ciertos episodios de aquellos años adquirieran especial fuerza (como la Noche de los Lápices, el secuestro y asesinato de un grupo de jóvenes militantes en septiembre de 1976). ¿Podía reivindicarse, por otra parte, la pertenencia a organizaciones armadas tras más de una década de propaganda antisubversiva? Seguramente no, y de allí esas víctimas “inocentes de todo crimen”. Si hacer política (“estar en algo”) lo era, la militancia en las organizaciones armadas era algo que había que callar. De allí que sus sobrevivientes no encontraron un espacio público amplio para hacer conocidas sus experiencias. Tampoco quienes habían sobrevivido a los campos de exterminio: la perversidad del sistema represivo arrojaba sobre ellos la sospecha acerca de su supervivencia entre tantos que no estaban.
Por otra parte, el Juicio a las Juntas (1985), a la par de ser el símbolo de un país que decidía afrontar su pasado con justicia, sentó algunos pilares de convivencia: el rechazo a cualquier forma de violencia es uno de ellos. El Nunca Más, la consigna popularizada a partir del alegato del fiscal Strassera y del Informe de la Conadep, podía remitirse tanto al terrorismo de Estado como a la confrontación con el poder en distintas formas. La sociedad argentina emergía herida, mutilada y, también, aunque esto fuera menos explícito, con la derrota de distintos proyectos revolucionarios a cuestas. La profundidad de ese disciplinamiento es algo aún por discutir.
El terrorismo de Estado parió, por oposición, un país que es vanguardia en materia de luchas civiles y pacíficas por los derechos humanos
Cambios. Este panorama comenzó a cambiar a mediados de la década de 1990. Las leyes de impunidad sancionadas durante la presidencia de Raúl Alfonsín (1986-1987) y los indultos de Carlos Menem (1989-1990) parecieron cerrar la puerta a la justicia, obligaron a reforzar la creatividad en la protesta y a mirar retrospectivamente más atrás de 1976. Los hijos de los desaparecidos fueron los voceros de las preguntas que comenzaron a hacerse nuevos sectores sociales que se apropiaban del 24 y sus memorias: por qué tantas personas habían sido asesinadas, cuáles eran sus proyectos, hasta qué punto el desmantelamiento del Estado durante el gobierno de Menem había sido viable gracias a la matanza previa.
El vigésimo aniversario del golpe de Estado, en 1996, fue un punto de inflexión en el que las “víctimas inocentes” comenzaron a recuperar identidad política por boca de sus hijos, mientras que un país que sufría un ajuste resignificaba sus luchas presentes desde el recuerdo de la masacre pero reivindicando las luchas previas. Asimismo, nuevas camadas de investigadores e intelectuales instalaron otros temas y preguntas sobre “los 70”. Probado el terror, había que estudiar la confrontación social, la lucha y sus formas, y escuchar a sus sobrevivientes.
En un fenómeno cultural típico, el 2001 y su “que se vayan todos”, diluido rápidamente, tuvo el efecto de que los años 70 fueran revisitados a la luz de la ausencia de horizontes en el presente: los “setenta” borraron sus aristas más ríspidas y recuperaron su incuestionable contenido revolucionario.
Quien mejor captó ese humor social fue Néstor Kirchner. Desde su asunción en 2003, construyó una política de Estado que potenció la acumulación de las luchas de distintos actores: el movimiento de derechos humanos, jóvenes investigadores y militantes que encontraron en su genérica reivindicación de los "luchadores sociales" un poderoso catalizador. Marzo de 2004 fue escenario de dos momentos fundantes: el acto de la “recuperación de la ESMA” y el retiro de los cuadros de los presidentes golpistas del Colegio Militar de la Nación. Los gobiernos kirchneristas tuvieron otros fuertes gestos públicos: establecer el 24 de marzo como feriado nacional, el desarrollo de políticas educativas y de apoyo a los juicios tras la derogación de las leyes de impunidad. Algunos consideran esta política una apropiación. Pero no hay que perder de vista que no hubiera sido posible sin las luchas populares previas, sin una maceración social que la volvió realizable.
El rechazo a las políticas positivas del kirchnerismo fue virulento. Sus detractores encuentran en el presente un espacio que considera favorable, entre otras cosas por ciertos gestos públicos del actual gobierno. Recordemos a los diputados de Cambiemos, el 24 de marzo de 2016, celebrando que se acababa “el curro de los derechos humanos”. O las provocaciones de funcionarios de rango medio (Lopérfido, Gómez Centurión) relativizando la cifra de los desaparecidos. Como ha sido dicho, no se trata de defender un número sagrado, sino la relativización del crimen de lesa humanidad que tal cuestionamiento conlleva.
En los tres gobiernos kirchneristas se produjo una muy fuerte identificación entre el movimiento de derechos humanos y el partido gobernante
El presente. Conviene detenerse en este momento de la Historia. Es evidente que durante los tres gobiernos kirchneristas se produjo una muy fuerte identificación entre el movimiento de derechos humanos y el partido gobernante. Esta fue tanto propiciada desde el Estado como exagerada por sus detractores, que anunciaron el retorno de “los 70” y vieron fantasmas terroristas en todos lados. A la vez, luchadores sociales que durante décadas habían tenido al Estado como enemigo (desde el momento en que les había matado a sus hijos) se encontraron ante la posibilidad de avanzar en sus reclamos. La identificación con el gobierno K significó que, con el triunfo de Mauricio Macri, los sectores que se habían beneficiado de la matanza del 76 consideraran que había llegado el momento de detener ese proceso de reparación. Por acción u omisión, el actual gobierno los dejó crecer. Apoyado en un formidable aparato mediático (que denuncia como “novedades” los crímenes de la Triple A y reclama la condena de los crímenes de sangre de la guerrilla, en un intento de volver a los dos demonios), el PRO, sobre todo, hizo eje en la “malversación” de banderas históricas por parte del kirchnerismo.
Este proceso está facilitado por dos elementos: por la distancia histórica de los hechos que se evocan cada 24, y por las legiones de trolls y difusores de fake news para los que los hechos son algo secundario e irrelevante. La distancia borra los detalles, nivela para abajo. Favorece el relativismo funcional al poder. Es en las calles y en la evocación crítica de aquellos años donde anida lo mejor de la tradición política argentina.
*Investigador del Conicet. Historiador.