Hace algunos años, algunos virólogos y epidemiólogos no se preguntaban si aparecería un nuevo virus de gran virulencia, sino cuándo aparecería tal virus… era solo cuestión de tiempo. Y sin embargo, el SARS-CoV-2, el agente causal de la actual enfermedad conocida como Covid-19, encontró los sistemas de salud de casi todos los países insuficientemente preparados como para enfrentarlo. Si lo comparamos con el virus que causara 8 mil muertes durante la epidemia del síndrome respiratorio agudo severo (SRAS) en 2003, al momento de escribir estas líneas el SARS-CoV-2 ya ha cobrado más de veinte veces más vidas.
La Covid-19 es más que una pandemia: es una crisis global. Involucra prácticamente todas las esferas de la vida en este planeta, comenzando por la salud de sus habitantes, pero abarcando desde el trabajo y hábitos sociales a las macroeconomías de todos los países; sus sistemas de salud, educación, transporte o comunicaciones, el medio ambiente, el equilibrio ecológico. En otras palabras, todo lo que atañe al ser y al quehacer humanos. Su irrupción fue violenta y ya instalada, la pandemia transcurre en una escala globalizada desconocida para casi todos nosotros, afectándonos, aunque en forma desigual, a todos. A diferencia de otras epidemias y pandemias, sus consecuencias son ya más profundas y serán más duraderas, particularmente sus efectos secundarios, que irán más allá de la curva del “arranque, pico y caída”, motivo de preocupación de epidemiólogos, gobiernos y ciudadanos.
Distanciamiento físico con acercamiento social. El desafortunado concepto de “distanciamiento social” con el que se conoció inicialmente en muchos países la medida sanitaria de permanecer en los hogares debe reemplazarse por el de “distanciamiento físico”, desposeyéndolo de la connotación ansiogénica que posee el primero. El distanciamiento físico constituye uno de los factores de mayor impacto a mediano plazo en la actual pandemia. Cuando lo que está en juego es la posibilidad de vida o muerte, la opción es clara: se relega transitoriamente el comportamiento social normal en pos de un bien común más elevado: la salud poblacional. En otras palabras, mediante un comportamiento antinatural disminuye la posibilidad de contagio y por ende el número de afectados (“morbilidad”). Para gran parte de la población, y en particular la más vulnerable, este accionar tiene un costo muy alto, al sostenerse por semanas o meses: la pérdida de ingresos, con todas las consecuencias negativas para la población de menores recursos. De allí que este distanciamiento físico debe acompañarse de acercamiento y acompañamiento social y ser limitado en el tiempo.
Brechas sociales. La pandemia ha acrecentado la división socioeconómica en todo el mundo, comprobándose que grupos sociales con una buena situación económica están mejor informados, han podido adherir mejor al aislamiento domiciliario y están mejor alimentados, y por ende menos expuestos al contagio y con menos riesgo de contraer la virosis. Adicionalmente, las estadísticas indican que estos grupos sociales de mejor pasar comenzaron el aislamiento más precozmente que los más desposeídos, aumentando la incidencia de la pandemia en los grupos más pobres, malnutridos y con menos capacidad de acceder a asistencia médica sofisticada, como se ha comprobado en Nueva York y como lamentablemente sucederá en otras partes del mundo y, peor aún, de acceder a la asistencia médica precaria de la que disponen muchos países subdesarrollados.
Salud mental. Otro efecto negativo de la pandemia es sobre la salud mental de todos los grupos etarios, aunque con desigual intensidad. En los niños de edad escolar y adolescentes el confinamiento hogareño elimina ciertas reglas y hábitos de comportamiento social que son parte de la educación. Su alteración puede llevar en muchos casos a perturbación de los ritmos fisiológicos de vigilia-sueño (ya de por sí alterados en la población escolar y aceptados como inevitables por gran parte de la sociedad). En una franja amplia de adultos en edad laboral, que incluye a los adultos jóvenes, es probable que el confinamiento hogareño tenga la ansiedad como la principal perturbación psicológica. Si a esto se suma la imposibilidad de trabajar, como sucede en una franja amplia de la población de bajos o muy bajos recursos, que depende del ingreso diario para subsistir, el estrés agregado puede llevar a cuadros psicológicos más profundos y a serias consecuencias sociales.
En los adultos mayores la principal consecuencia sobre la salud mental es sin duda la depresión, que es sustrato subyacente en buena parte de ellos. Un porcentaje importante de los adultos mayores, particularmente en los grupos sociales más desposeídos, carece de medios electrónicos; y en todos los grupos sociales hay quienes se rehúsan a utilizarlos. Otro aspecto menos conocido del distanciamiento físico de los adultos mayores es que acentúa el sedentarismo y contribuye a la depresión del sistema inmunitario, ya de por sí lábil en dicha subpoblación. Muchos de los casos graves de Covid-19, especialmente en los internados en unidades de terapia intensiva, indican reacciones desmesuradas del sistema inmunitario (“tormenta inmunitaria”).
¿Cuáles son las medidas preventivas más importantes para este grupo social? Evitar que el distanciamiento físico impuesto para contener la pandemia se convierta en distanciamiento social y acentúe aspectos depresivos que padecen muchos adultos mayores. Los familiares deben adoptar un comportamiento proactivo, asistiendo y comunicándose por el medio a su alcance. En ausencia del contacto familiar, este debe provenir de sistema de salud estatal y privado. El contacto periódico de asistentes sociales, al menos por vía telefónica, constituiría un aporte de gran valor, permitiendo detectar y hacer intervenir a otros profesionales de la salud que puedan efectuar un diagnóstico más preciso, y en casos de alteraciones proceder a la asistencia y corrección terapéutica adecuadas.
El impacto del aislamiento domiciliario a nivel de la familia tiene por supuesto otras connotaciones negativas, siendo la más importante la imposibilidad de trabajar, lo cual equivale en la mayoría de los casos a no percibir ingresos. Solo un grupo privilegiado de actores sociales puede realizar sus tareas habituales en su hogar. Entre las repercusiones negativas del aislamiento domiciliario se destaca el incremento de la violencia sexual y la de género, principalmente en familias con patologías preexistentes, como se diera en Africa durante la epidemia de ébola, o actualmente entre los migrantes venezolanos en el norte de Colombia, o en Rusia, en muchos casos gatillados por el alcoholismo. Una métrica importante para el éxito del distanciamiento físico y el aislamiento domiciliario es su equilibrio con la capacidad del sistema hospitalario para absorber a los enfermos más graves. La experiencia de Wuhan indica que aun los países con gran desarrollo del sector de salud se ven desbordados si las medidas de contención no se toman a tiempo, son respetadas y sostenidas por lapsos apropiados, a veces en forma intermitente. Y dado que los profesionales de la salud son quienes tienen mayor exposición a los enfermos de Covid-19, constituyen uno de los grupos de riesgo más vulnerables, contagiándose en proporción mayor que el grueso de la población, contribuyendo así a las debilidades del sistema.
Los trabajadores de la salud no tienen la posibilidad de elegir: el deber llama en esta pandemia. Y este requerimiento que la sociedad les demanda tiene un costo altísimo. Su vulnerabilidad es superior a la de cualquier otro grupo, ya que están expuestos a los pacientes con mayor carga viral y por ende tienen riesgos excepcionalmente altos de contagio, que ha redundado en muchos casos a contraer la Covid-19. Horarios de trabajo extendidos, que perturban sus ritmos de sueño-vigilia, numerosos casos registrados entre colegas, exacerbando el temor al contagio propio y de sus familiares, angustia generada al ver rebasado el sistema hospitalario, como en Italia o Nueva York, carencia de suficientes equipos de respiración asistida, uso de vestimenta no habitual en las unidades de terapia intensiva o falta de entrenamiento específico en nuevas tareas, como se ha registrado en varios países desarrollados. El sector asistencial también debe ser asistido.
Impactos secundarios. Los impactos secundarios de las pandemias a veces son más costosos que el número de afectados por la infección primaria. En el “día después” de las pandemias hay varios tipos de jugadores: los que se infectaron, enfermaron y recuperaron totalmente, adquiriendo inmunidad (no sabemos por cuanto tiempo en el caso de la Covid-19), los que se infectaron y murieron, los que nunca se infectaron y permanecen sanos, y los que se infectaron y sobrevivieron con importantes secuelas de la enfermedad. Estos últimos constituyen el grupo con mayores riesgos y con capacidad de generar la mayor demanda futura sobre los sistemas de salud.
Como vemos, los efectos secundarios de la Covid-19 van más allá de la curación primaria de aquellos afectados por la pandemia. A modo de ejemplo, quienes se recuperen de la Covid-19 y que hayan requerido hospitalización tendrán cuatro veces mayores probabilidades de padecer afecciones cardíacas en el futuro. Y aquellos pacientes que hayan estado en terapia intensiva por lapsos prolongados tendrán mayores chances de tener trastornos cognitivos y de memoria, confusión (“síndrome de post cuidado intensivo”) y en casos más extremos, depresión, ansiedad o delirio, posibles consecuencias de la combinación del ataque directo del virus sobre el cerebro, de las drogas administradas en terapia intensiva y la exagerada respuesta inflamatoria-inmunitaria que afecta a muchos pacientes de Covid-19.
Las medidas de aislamiento domiciliario han puesto de manifiesto en forma muy patente el déficit habitacional mundial, incluido el de nuestro país. Además, es imperioso replantearse cómo alimentar sanamente a la humanidad sin incurrir en la depredación de los océanos, sin las flagrantes anomalías toleradas por gobiernos y actores, como lo son el hacinamiento en granjas aviarias y de ganado porcino, verdaderas incubadoras de mutantes de virus, además de constituir una exhibición morbosa de maltrato animal al que pareciera que nos hemos hecho irresponsablemente tolerantes, ciudadanos y gobernantes.
El “día después” nos enfrentará a una justificada demanda social, en gran medida catalizada por la pandemia, exigiendo mejores y más inteligentes sistemas sanitarios y de prevención epidemiológica, planes de contingencia eficientes para futuras emergencias, sustitución de la megaproducción animal irresponsable por algo que se acerque a la tradicional a campo abierto; industria automotriz menos contaminante, introducción de la enseñanza de comportamientos sociales comprometidos y solidarios, y de mejoras en la transmisión de la información. En breve: la crisis demanda cambios de comportamiento integrales y dinámicos, con capacidad de reacción y adaptación a nuevos escenarios futuros. No caben dudas de que la crisis será superada en el plano médico-epidemiológico, e incluso que conduzca a generar mejores estrategias de diagnóstico y tratamiento. En otro plano más abarcativo, quisiera imaginar que el impacto y la duración de la pandemia, junto a la toma de conciencia sobre su génesis –un mea culpa genuino–, producirán cambios radicales y permanentes en nuestra forma de habitar este planeta.
*Investigador superior emérito (Conicet) miembro de número de la Academia Nacional de Medicina.