A la hora de intentar transmitir las notas distintivas de las normas jurídicas, enfatizamos –sobre todo en los cursos de Derecho del primer año–, en el respaldo coactivo que revisten. Esto es, las sanciones jurídicas, que aparecen en escena cuando se verifican las condiciones previstas en las disposiciones, son aplicadas por el Estado haciendo uso del monopolio de la fuerza. De ese modo, colocamos mucho ahínco en diferenciarlas de otro tipo de normas, como las morales o las religiosas. Sin embargo, las normas que determinan nuestros cursos de acción no se reducen a las incluidas en los sistemas normativos tradicionales.
El vocablo “norma” viene del latín y hace referencia a una escuadra, por lo que comprende un cotejo entre un estándar y aquello sometido a análisis. Así, las normas, entendidas a estos fines como prescripciones –mandatos de cursos de acción, de cómo debemos comportarnos–, persiguen un juicio comparativo entre un “deber ser” y la realidad, lo que es.
Lo anterior explica que haya normas por todos lados. Normas para hablar, para escribir, para comer, para jugar, para tener relaciones sexuales, para curar una enfermedad, para vestirse, para elegir una carrera universitaria, para atravesar un duelo, en fin, para todo lo que hacemos y lo que omitimos hacer. Algunas son fáciles de identificar porque están escritas, son públicas, provienen de una autoridad reconocida y se caracterizan por la generalidad. Muchas otras circulan de un modo modesto, escurridizo y, lejos de restarle eficacia, esa suerte de anonimato les imprime un nada despreciable nivel de observancia.
¿Por qué nos gusta lo que nos gusta? ¿Por qué deseamos lo que deseamos? ¿Por qué aborrecemos lo que aborrecemos? ¿Por qué decidimos lo que decidimos?
En la familia, como ámbito primigenio de socialización, hay normas, existe poder y autoridad. Allí se reproducen sentidos comunes, se “normalizan” y es sancionado el apartamiento. El poder ingresa en los hogares, vehiculizado de distintas maneras, traído de la fábrica, de la burocracia estatal, del mercado, de los medios de comunicación, o de cualquier otro lugar. Una vez adentro adopta su propio circuito, de acuerdo con las particulares relaciones de poder de cada familia. En ese ejercicio del poder se transmiten normas. Hace unos años, en la primera clase de un curso de la Facultad, un estudiante me dijo que había elegido la carrera “para ser alguien en la vida”. Ahí está la norma, el deber ir a la Universidad –y escoger una carrera convencional, de las que te hacen “alguien”– nada más y nada menos que para “ser”, borrándose todo lo que quede afuera.
Lo propio ocurre con las amistades. En esos marcos convergen cosmovisiones –a veces diversas, en otras ocasiones similares– que configuran también un orden normativo. Los roles de género, por ejemplo, se imponen casi sin discusión: las mujeres cuentan con un abanico de opciones –para comportarse, enamorarse, hacer deportes, vestirse, decir o callar– y los varones con otro. También allí se definen normas para la toma de decisiones, se distingue lo valioso de lo disvalioso, se establecen jerarquías. En algunos grupos el centro de la escena lo ocupa el dinero, por lo que todo el entramado de vínculos gira alrededor de él, mientras que en otros, las habilidades deportivas, las relaciones políticas, la estética, etc. Lo cierto es que allí hay poder, siempre alguna versión predomina por sobre las otras, siempre es posible identificar una voz más fuerte (por la posición económica, por el status, por el capital social, o por otros motivos).
Luego, está más claro el funcionamiento de las normas en la educación formal, donde más allá de las pautas jurídicas, se reproducen otros “deberes”, cuyos orígenes son complejos de escrutar. Aunque el Estado fija contenidos mínimos comunes, no es lo mismo cursar en un colegio público que en uno privado –a su vez, religioso o no–, en una escuela del centro o en una de la periferia, en un establecimiento de una gran ciudad o en uno de un pueblo de provincia. En fin, es casi una perogrullada, pero en esos círculos somos normativizados en cada momento. La variante quizás radica en el contenido de las normas.
En nuestro tiempo, la metodología en la que se construyen, difunden e internalizan este tipo de normas es decididamente peculiar. Sin perjuicio de los escenarios descriptos, los entornos digitales funcionan como usinas de estándares que incorporamos sin tamiz. De hecho, ciertos discursos han penetrado de tal modo que cuentan con vigilantes –valga la expresión– en cada sitio, reduciéndose las chances de incumplimiento o rebeldía.
El fenómeno de la cancelación da cuenta de esta realidad: la conquista del espacio público de una versión negativa acerca de una persona transforma en obligatorio su repudio, prescindiendo de todo elemento fáctico que acredite una dosis de verdad en los hechos. Ni hablar de las prescripciones surgidas al calor de las redes sociales sobre el cuerpo, sobre lo que significa disfrutar una vida, sobre lo que denota el éxito. Estos enunciados tienen más fuerza normativa que los ubicados en la legislación estatal, pensemos que llevan a millones de personas a emprender sacrificios, atravesar angustias, mentir sistemáticamente, con el fin de cumplir la norma.
Toda relación es una relación de poder. Las de pareja, las amistades, las de padres/madres e hijos/as, las de trabajo, las de consumo, todas. Habrá, seguramente, suspensiones en el ejercicio de ese poder que habilitan cierta resonancia, algo de horizontalidad, aunque dicha suspensión representa también una puesta en acto del poder detentado. En esa dinámica transitan las normas, como mandatos, requerimientos de comportamientos. Y, a pesar de no encontrarse el “garrote” del Estado detrás, su fuerza, la sanción adquiere otras formas, notoriamente más potentes: el miedo a la exclusión, al rechazo, a perder la pertenencia, al desamor, a la soledad, a la indiferencia, al castigo económico. Todas opciones más caras a la subjetividad que las que ofrece el sistema jurídico.
Nos convoca una época signada por las conquistas de libertades, no obstante, no dejamos de estar sujetos –valga el término, nuevamente–. Concurrimos, en definitiva, a un reemplazo de prescripciones, bajo la máscara de un incremento de libertad. Gozamos, en el capitalismo, de las más impensadas alternativas de compra, aunque todos terminamos comprando lo mismo. La libertad de expresión posee una tutela amplísima, sin embargo las voces que escuchamos no cambian. Podemos, instantáneamente, informarnos y verificar datos sobre prácticamente todos los asuntos, pero repetimos incesantemente fake news y condenamos a quien plantea un reparo. Somos abanderados de las libertades sexuales y, simultáneamente, definimos cómo se debe amar, qué es amor y qué no lo es. Lo singular es que en este panorama los centros de poder son absolutamente híbridos, indetectables, casi imperceptibles, y operan con una contundencia nunca vista.
Por eso, la capacidad del Estado para determinarnos está desplazada por una serie de dispositivos en los que se crea sentido, sentido normativo, y que se distinguen por su vigorosa difusión e internalización. Los sujetos hacen propias estas prescripciones y las supervisan, algo impensado con las normas jurídicas.
Fito Páez canta “yo puse las canciones en tu walkman, el tiempo a mí me puso en otro lado” y aunque ya no hay walkmans –sí listas de Spotify–, vale la interpelación:
¿Quién pone las canciones en nuestro walkman? Siempre alguien lo hace y no sé cuánta libertad tenemos para detenerlas, pero quizás nos quede un refugio habitable, una reflexión por hacer, una pregunta por disparar, una persona con quién pensar, otras canciones para escuchar.
*Profesor e investigador de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario. Master in Global Rule of Law and Constitutional.
Democracy Universidad de Génova.