En una estupenda serie de artículos periodísticos publicados en el año 2006 y editados en forma de libro en 2008 bajo el título de Los bárbaros, Alessandro Baricco propone el nombre de “mutantes” para esa nueva especie de seres, los bárbaros del título. Lejos de lo que podrían sugerir estas denominaciones –mutantes, bárbaros– Baricco no menosprecia a esta nueva especie de humanos, descendiente en línea directa del Homo Videns de Sartori. Lejos de eso, los estudia, los analiza, los comprende, los defiende. También los critica, claro.
Hablamos de esos “mutantes” ya instalados de pleno derecho como protagonistas del siglo XXI de los que nos hemos estado ocupando en esta serie de artículos que venimos publicando semana a semana. Hablamos de los jóvenes.
Nos salen al encuentro a cada paso que damos: están en nuestro living, enfrentados en un ficticio duelo a muerte con sus pares de Japón o de México. Caminan por las calles, esquivando a otros como ellos, la vista fija en la pantalla del celular, enviando y recibiendo mensajes de voz, imágenes, música. Se detienen junto a nosotros en un semáforo, concentrados en descifrar las instrucciones con las que el GPS los lleva a destino.
Son jefes, empleados, maestros, alumnos, obreros, de-socupados, madres, padres, hijos, nietos. Son jóvenes, muy jóvenes. O niños. Son los que, en menos de una década, gobernarán y poblarán la Argentina y el mundo.
Hasta que ese momento llegue, esperan respuestas de la política y los políticos de hoy. Respuestas que, por supuesto, reflejen sus ideas fundamentales acerca del mundo, es decir, su ideología. Y raramente las encuentran. Por eso, descreen de la política y de los políticos.
Creen que la diversidad es una ventaja. Y que la tolerancia y la comprensión son condiciones imprescindibles en la convivencia.
Y la política les ofrece insultos, enfrentamientos, descalificaciones, “guerritas de polarización”, como las llamó hace poco Vicente Palermo. Y les exige uniformarse detrás de un líder autoritario, construido según el modelo que estuvo en auge en la segunda mitad del siglo pasado.
Creen en un conocimiento que se adquiere deslizándose de una noción a otra y se arma colectivamente, como un mosaico compuesto de infinitas partes, cuya razón de ser no es cada parte en sí, sino la relación entre las partes. Por eso se deslizan –surfean– de link en link, con poco tiempo y poco interés para detenerse en aquello que no ven relacionado con lo que están buscando.
Y la política les ofrece discursos solemnes, tediosos, donde la parte atractiva nunca llega y la verdad está siempre del lado del que habla. Donde lo fundamental es escuchar callado al que ya lo sabe todo.
Quieren respeto por la vida en su conjunto, por el medio ambiente, por las plantas, por los animales, por los humanos.
Y les ofrecemos ejemplos que contaminan y que destruyen y les proponemos que crean que el mejor momento de nuestra historia fue cuando nos matábamos en las calles.
Quieren una sociedad inclusiva, que no descarte a los más débiles, a los niños, a los jóvenes, a los ancianos, a los pobres. Y les ofrecemos modelos donde el éxito es consecuencia directa del egoísmo y la ambición.
Quieren transparencia y honestidad y la política les responde con el obsceno espectáculo de la corrupción y la impunidad.
Creen que el cambio, las transformaciones, deben estar en la base de cualquier cosa que se proponga como mejor. Y reciben propuestas congeladas, verdades formuladas de una vez y para siempre, envases usados para ideas gastadas. Vino viejo en odres viejos.
En un mundo que cambia a una velocidad jamás vista antes en la historia de la humanidad, no pueden comprender que la política (y los políticos) permanezcan anclados a temas y símbolos de una época que a ellos les parece la prehistoria. Una época con teléfonos de baquelita y radios enormes, en las que no existían las redes y la gente se enviaba postales por correo en lugar de selfies por Instagram.
Una época que no importa si fue mejor o peor, porque ya no existe y no va a volver, por más que los nostalgiosos de la política insistan en que fue mejor.
Quieren participación y les ofrecemos obediencia.
Quieren hablar y les decimos que escuchen.
Quieren entender y les decimos que no entienden nada.
Quieren que les hablemos de lo que les interesa y les decimos que eso no nos interesa.
¿Es tan difícil entender por qué los jóvenes no creen en la política ni en los políticos?
*Ex presidente de la Nación.