Un hombre joven camina por la playa con su pequeño al hombro. Atlético, no siente el esfuerzo. Años más tarde vemos a los mismos personajes en idénticas posiciones, solo que el padre ha envejecido y el niño es ya un adolescente. El ritmo es, ahora, cansino y tambaleante. Mucho tiempo después, observamos al adulto atrofiado como consecuencia de no haber ejercitado nunca sus piernas, todavía subido a las espaldas del pobre anciano que se hunde en la arena. Las tres escenas describen la historia de la economía argentina y explican las crisis por las que el país ha atravesado, desde sus inicios hasta hoy.
Un capitalismo peculiar. El capitalismo argentino es chico, tardío y agrario. La economía capitalista es una guerra de todos contra todos donde lo que importa es la competitividad, expresión de la productividad del trabajo. Los capitalismos donde impera la mayor productividad, son los más competitivos. La propia dinámica del sistema hace que el que partió en punta, siga allí: las principales economías del mundo actual ya lo eran a fines del siglo XIX. Dado que el tamaño sí importa, el que alcanzó grandes escalas no solo es más productivo, sino que su productividad crece más rápidamente que la del resto. Para un capital chico que llega tarde, este problema es casi insoluble.
Hay formas de hacer trampa. Algunas tienen corto vuelo: una guerra beneficiosa, una devaluación monetaria, dumping. Otros mecanismos ofrecen compensaciones sustantivas al atraso relativo: una posición geopolítica dada puede ser útil para el acceso al crédito, los gastos militares de la potencia “amiga” o mercados de exportación. Corea del Sur, por ejemplo. O una masa de campesinos regalados, que apuntale industrias sencillas que, a medida que crecen, se hacen más complejas. Así, chicos que llegan tarde se “cuelan” entre los grandes. China es el epítome de este tipo de historias.
Ventajas. La Argentina no ha tenido ninguna de estas ventajas. Ha gozado, sí, de un mecanismo de compensación que durante mucho tiempo le permitió creerse lo que no es, conformando la peculiar psicología del argentino medio, eterno campeón moral, ciclotímico, racista y con complejo de inferioridad. Ese mecanismo es la renta agraria. En la Argentina, lo único que funciona es el campo pampeano. Los ingresos del agro se componen de ganancia capitalista, pero también del derecho sobre la tierra que tiene su poseedor. En calidad de tal, la Argentina se apropia de un plus de ingresos: la renta absoluta. Pero además, como dueña de la mejor tierra, se apropia de un ingreso mayor aún, la renta diferencial, que brota de la diferencia de costos de las diferentes calidades de tierra. Cuanto mayor sea el precio de los productos agrarios, como consecuencia de la extensión de la producción a tierras con mayores costos, mayor será la lluvia de dólares en este rincón del mundo. Además de la ganancia propia de un capital agrario muy avanzado, la Argentina recibe dos nuevos cheques como consecuencia no de una mayor capacidad productiva, sino de que Dios es argentino y nos regaló la pampa.
Capital. Así, nuestro país funciona como un capital mayor del que realmente es. De allí todos nuestros delirios, desde la bomba atómica hasta el tren bala. Como estos mecanismos son puramente pasivos, el argentino en general no sabe por qué le va bien o mal. Como la productividad agraria es tan elevada, la población que trabaja en relación al campo es muy chica, lo que lleva a la paradoja de que vivimos en un país agrario y nadie lo sabe, al punto que la presidenta que le debía toda su suerte a un milagro de la tecnología, la soja, la definía como un simple “yuyo”.
Mientras el padre (el PBI agrario) era joven, su capacidad para sostener una economía no agraria pujante (el “mercado interno”) era muy grande. A mediados del siglo XX, cambios en el mercado mundial de productos agropecuarios se combinaron con la expansión de una industria obsoleta, que no puede salir del mercado interno y cuyo peso, junto con los “servicios”, crece en relación al PBI agrario. En la misma medida crecen los subsidios (IAPI, retenciones, impuestos a las exportaciones, tipos de cambio diferencial, el nombre varía pero el resultado es siempre el mismo), que entierran al anciano y su carga en la arena, incluso aunque se mantenga en muy buen estado. El asunto se agrava porque el conjunto de intereses no agrarios tiene mucho más poder social y político que el agrario. Su parasitismo se expresa en una capacidad de resistencia notable a toda transformación y toma forma política de peronismo. Como el conjunto del sector no agrario, sea nacional o extranjero, vive del mercado interno, en la Argentina todo el mundo es más o menos peronista.
Los que sobran. Se podría solucionar el problema eliminando todo aquello que no alcance la productividad mundial, es decir, todo menos la pampa. El problema es que a ese país le sobran treinta millones de habitantes. Por eso, gente como Milei o Espert no pasan de ser locos sueltos al que no les hace caso ni su propia clase. Existe otra solución, la desarrollista: recrear condiciones de acumulación para grandes capitales. Aquí la oposición surge de dos lados: del agro, porque será el que pague; de los capitales más chicos, porque serán eliminados. El capital, nacional o extranjero, que opera en la Argentina, a escala mundial es equivalente a una pyme. En consecuencia, mejorar la competitividad nacional lleva, necesariamente, a la eutanasia del burgués que opera en nuestras fronteras (nacional o extranjero). La oposición, entonces, no surge tanto de la clase obrera en lucha contra el “ajuste”, como del rechazo del grueso de la propia clase dominante. En el medio, experiencias bonapartistas (“populistas”) que aprovechan la crisis permanente en que vive la burguesía argentina (falta de “políticas de Estado”), expresan la potencia de una clase obrera que no logra independizarse políticamente de sus patrones. El peronismo, una vez más, no ya como expresión de los intereses de los capitalistas “nacionales”, sino como vehículo del control político del proletariado, que termina siendo base de masas y de maniobra de las disputas inter-burguesas.
Como la sociedad creada sobre estas bases no quiere suicidarse, el agotamiento de la renta como factor de compensación lleva a buscar otras formas: endeudamiento y empobrecimiento (vía devaluación e inflación). Como consecuencia, la vida económica, social y política se degradan. El viejo se hunde en la arena y comienza a ahogarse junto con su hijo desagradecido. Cada crisis, en un país que estalla cada siete o diez años (1975, 1982, 1989, 2001, 2008, 2018), nos lleva un escalón más abajo.
Mauricio y la burguesía choriplanera
Macri asume en un contexto en el cual la pampa ha salvado al país burgués una vez más, y, al mismo tiempo, ha mostrado su agotamiento final: aun con una soja a 600 dólares, el kirchnerismo apenas pudo llevar a la Argentina más o menos a 1998. Impedida de tomar deuda, Cristina armó una bomba por la vía de la destrucción del capital social existente, desde las jubilaciones hasta la energía. Mauricio asumió con un programa, el gradualismo, que sorprendió a quien quería sorprenderse: era eso o la explosión. De allí que la clave del programa económico fue y sigue siendo la política exterior. Básicamente, toda la administración macrista ha sido una carrera contra la deuda. Y, como no podía ser de otro modo, la perdió.
La utopía macrista consistía en enfriar la bomba con deuda mientras se mejoraba la competitividad sistémica: obras públicas, transportes baratos, eliminación de “peajes”. Si de algo ha pecado Macri es de subestimar la magnitud del problema que afecta al país y, sobre todo, de buscar un sujeto inexistente para esa transformación. La competitividad sistémica solo sirve si es acompañada de un incremento sustantivo en la competitividad en el interior de las fábricas. Para ello hacen falta enormes inversiones de capital que una burguesía completamente inútil no tiene interés (ni puede) realizar: vive de la carroña pública que describen los “cuadernos”. Un país que soñó con pioneros, o sea, Bill Gates, Elon Musk y Steve Jobs, despierta con Calcaterra, Lázaro Báez y Cristóbal López. Son ellos (y no los empleados públicos y los jubilados) los que están de más. Esta burguesía choriplanera es el principal obstáculo a una reestructuración productiva del país y la que pone en cuestión el mismo hecho nacional que llamamos “Argentina”.
No es un problema de “confianza”. Habría que prohibirles a los sicólogos que opinen de economía y obligar a los economistas a que estudien mejor la materia de la que se supone son expertos. Es la estructura misma del país la que está en juego. La clase que lo creó (y que ahora sobrevive comiéndoselo de a pedazos) no es el sujeto de la transformación necesaria. Llegó la hora de que otra clase tome decisiones. Llegó la hora de pensar en el socialismo.
*Doctor y profesor en Historia, docente de la UBA y UNLP y Director del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales (Ceics).