La foto de un niño kurdo que falleció ahogado en la costa de Turquía, huyendo de la guerra civil en Siria, ha conmovido a… Europa y el resto del mundo occidental. Coloco los puntos suspensivos porque la conmoción no parece haber alcanzado al mundo árabe. En rigor, la guerra civil en Siria es constante desde 2011, en el contexto de la mal llamada y malhadada “Primavera Arabe”, con la calamitosa cifra de quizás medio millón de muertos, entre ellos miles de niños, no accidentalmente ahogados sino asesinados por fundamentalistas islámicos o atrapados en el fuego cruzado, exclusivamente dentro del territorio gobernado por el dictador Bashar al-Assad.
Una imagen no dice más que mil palabras. Por el contrario, son las palabras las que invariablemente terminan por descifrar las imágenes. Todavía queda mucho por aclarar y explicar sobre cómo fue fotografiado el cadáver de ese niño abandonado en la orilla. Pero, en cualquier caso, es el cadáver de un niño ahogado, proteger su derecho a la vida es una obligación para cualquier adulto. Sin embargo, los periodistas, intelectuales y políticos de las democracias occidentales parecen mucho más interesados en autoflagelarse y echarse la culpa unos a otros que en encontrar una solución profunda y durable a la tragedia de las masacres fratricidas dentro del mundo árabe. No he leído todavía ningún análisis concienzudo que se preocupe por preguntarse por qué el mundo árabe no acoge solidariamente ni hace ningún tipo de esfuerzo por acudir en ayuda de los refugiados del mundo árabe.
El Occidente democrático, en un despliegue de autoodio y culpa fabricada que no aporta ninguna solución racional, se inventa un Medio Oriente para su propio consumo, que no sólo no refleja la realidad sino que definitivamente la empeora. Con la tragedia del suicidio a lo bonzo tunecino en 2010, la primera de las protestas que dieron origen al invento de la Primavera Arabe, los analistas de las democracias occidentales decretaron la aparición de un movimiento democratizador en Africa y Arabia, que iba de Túnez a Egipto, de Siria a Bahrein, de Libia a Marruecos. Nótese, nuevamente, que adjudico esta interpretación exclusivamente a los analistas occidentales. Era y es prácticamente imposible encontrar en los diarios o canales de noticias a intelectuales nativos árabes que vivan hoy en el mundo árabe que compartan esa interpretación.
El tipo de crisis que atraviesa el mundo árabe desde 2010 y hasta nuestros días no se diferencia en nada de su derrotero previo: los cambios gubernamentales no se dieron dentro del contexto de elecciones, sino por medio de asesinatos o golpes de Estado, que en ningún caso condujeron a una democratización posterior. Como Nasser destronó al rey Faruk, Al-Sisi derribó al fundamentalista islámico Morsi. Cuando al electorado egipcio se le dio la posibilidad de concretar elecciones relativamente libres y secretas, optó masivamente por la alternativa fundamentalista islámica, que de democrática sólo tiene su modo de ascenso al poder, y cancela cualquier pacto de convivencia parlamentaria y libertades públicas el mismo día de la asunción. Por supuesto que un golpe militar en su reemplazo, como sucedió, no es precisamente la solución libertaria que inventaba la prensa occidental. El asesinato, la tortura y la posible violación del sátrapa libio Muamar Kadafi tampoco llevaron a Libia a un sistema de derechos y garantías individuales; más bien se trata en la actualidad de un territorio desmembrado en retenes controlados por distintas facciones armadas.
Suponer que el completo fracaso del mundo árabe en modernizarse y democratizarse es consecuencia de las políticas internacionales de Estados Unidos y Europa es discriminar a las masas y a los actores políticos del mundo árabe, desconsiderándolos al punto de no suponerles ningún tipo de influencia en sus propios destinos. Cuando ocurrió el desmembramiento y la caída de la Unión Soviética, hacía decenas de años que disidentes y activistas políticos de ese orbe, exiliados o en sus países, venían reclamando el final del estalinismo: Vaclav Havel, Milan Kundera, Natan Sharansky, Solyenitzin, Pasternak, entre otros miles de intelectuales, científicos y artistas, reclamaban el fin de la opresión y la democratización. En el mundo árabe no sólo no tenemos la menor idea de qué desean sus intelectuales o científicos o artistas, sino que, además de fabular esa voluntad, culpabilizamos a las democracias occidentales de sellar sus destinos. Si no existiera tal nivel de fabricación de la percepción, el mínimo sentido común nos indicaría que los principales responsables, tanto de la tragedia del mundo árabe como de las posibles soluciones, son los propios monarcas, jeques, ayatolás y dictadores del mundo árabe. Son sus líderes, sus intelectuales, sus artistas, oficialistas y disidentes, sus masas quienes deberían, en primer lugar, acudir desesperadamente en apoyo y como refugio de sus hermanos sirios al borde literalmente de la muerte.
El mundo árabe se ha concebido a sí mismo como unidad identitaria y religiosa en múltiples ocasiones. Chiitas y sunitas, de Irán a Gaza, consideran el vasto Medio Oriente la Casa del Islam, en contraste con el territorio de las democracias occidentales, habitado por los “infieles”. Irán, a miles de kilómetros de Israel, propone su destrucción, no sólo por estar habitado mayoritariamente por judíos sino en supuesta solidaridad con sus hermanos árabes palestinos. Siria, Egipto y Libia, en distintos momentos de sus historias, consideraron la posibilidad de unirse en una única república revolucionaria árabe. En 1948, recién creado el Estado de Israel, seis países árabes, entre ellos Irak y Arabia Saudita, sin fronteras con el país invadido, se mancomunaron de inmediato para invadirlo y destruirlo. En 1967, Jordania, Egipto y Siria sellaron un nuevo pacto militar para exterminar a los judíos de Medio Oriente. Y en el ’73, luego de una nueva agresión conjunta de Siria y Egipto contra Israel, en la Guerra de Yom Kipur, todo el mundo árabe, incluyendo los países pobres de Africa, se complotó en un boicot a la venta de petróleo a Occidente.
De modo que cuando se trata de confeccionar una entente para destruir a Israel o atacar intereses de las democracias occidentales, la unidad del mundo árabe funciona aceitadamente, pero cuando se trata de socorrer a sus propios hermanos en desgracia el silencio es ominoso.
Irán destina miles de millones de dólares anuales a financiar el terrorismo en Yemen, en Líbano, en Gaza y en la propia Siria. ¿Nada de ese bochornoso presupuesto se puede dispensar en solidaridad con los refugiados? En su interminable territorio, donde sobra el lugar para esconder las usinas nucleares, ¿no restan algunos metros cuadrados para salvar al menos a un par de familias sirias de morir ahogadas? El hecho de que los ayatolás sean los principales aliados del dictador sirio en la región sólo redobla esta brutal injusticia. ¿Y los petromillonarios países del Golfo Pérsico? Emiratos Arabes Unidos, Arabia Saudí, Bahrein, Qatar,Omán y Kuwait no sólo se niegan a recibir a un solo refugiado sirio en sus países, ya no digamos una familia, sino que tampoco organizan un mínimo esfuerzo económico para socorrerlos siquiera más allá de sus soberanías.
La obligación de cualquier adulto frente a un niño a punto de ahogarse es socorrerlo del modo más rápido y efectivo posible. Pero la solución a la tragedia de los refugiados sirios –no porque resulte políticamente conveniente para tal o cual factor de poder, sino porque el mínimo sentido común lo reclama– es que el mundo árabe abra la puerta y sus caudales a sus hermanos árabes. Eso es lo que deben exigir, tanto en el Occidente democrático como en el resto del mundo, quienes realmente quieren solucionar esta catástrofe humanitaria.
*Escritor.