ELOBSERVADOR
la cronica de un arrepentido

Snowden, un topo que invoca la tradición de Superman o Batman

El escritor Juan José Becerra reconstruye las peripecias del espía “arrepentido” y les da un contexto por el que desfilan J. Edgar Hoover, James Bond y hasta el ataque japonés a Pearl Harbor, en 1941.

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La versión completa de la historia del “topo” Edward Snowden comienza en mayo de 1941, cuando el contraalmirante John Godfrey, director del Servicio de Información de la Marina británica, acompañado del comandante Ian Fleming (futuro autor de la saga de James Bond), desembarcan en Estados Unidos para proponer la integración de sus servicios secretos con los del FBI. Pero los agentes ingleses no fueron bien recibidos. Los atendió J. Edgar Hoover, jefe del buró de espías durante 45 años, en los que se sucedieron ocho presidentes americanos, y los despachó con un rechazo suave “como las garras de un gato”, como recordó Fleming más tarde.

A pesar del desplante, el tráfico de información siguió a través de la colaboración de Dusan Popov, un agente estrella de origen yugoslavo que el MI6 le plantó a Alemania. Su actividad arriesgada y lujosa despertó la admiración del propio Fleming (que copió sus rasgos y se los pegó a James Bond) y también de Graham Greene, otro célebre escritor ex agente del MI6.
Tres meses antes del ataque de Japón a Pearl Harbor, Popov le dijo a Hoover que allí pronto ocurriría una réplica del bombardeo sorpresivo de la Royal Air Force sobre Tarento en 1940. Le dijo cuándo y dónde (el porqué era la Segunda Guerra Mundial), pero Hoover lo mandó “con viento fresco”, según cuenta el periodista irlandés Anthony Summes en su monumental biografía de Hoover, Oficial y confidencial (Anagrama, 1993).

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El FBI fue incompetente para escuchar, para desencriptar mensajes cifrados entre Japón y Hawai y para considerar a través de un método racional de lectura toda la información que recibió de sus miles de soplones. Su incompetencia consistió –todavía consiste– en no saber interpretar qué es lo que en efecto quería decirle la enorme maquinaria de vigilancia y control que administra.
Contados los 2.400 muertos de Pearl Harbor, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos imaginó una respuesta al papelón y en 1952 creo la National Security Agency (NSA), “para defender la nación y asegurar el futuro” y, también, para disipar la posibilidad de volver a ser atacados en territorio propio, al menos hasta el 11-S.
La sede central de la National Security Agency es un conjunto de pabellones enclavado en el verde boscoso de Fort Meade, Maryland, muy cerca de la autopista que comunica las ciudades de Washington y Baltimore. Sobre el margen de una enorme plancha de cemento donde pueden estacionarse 18 mil autos, se levanta una torre a la que se le han ido anexando plantas espejadas para darles lugar a los 20 mil burócratas que se queman las pestañas observando la intimidad de millones de personas y tratando de traducirla a códigos legibles.

La memoria de esta actividad, por la que los contribuyentes pagan US$ 21 millones anuales de energía eléctrica (una PC utilizada las 24 horas durante un año consume por US$ 150) puede revisarse en el National Cryptologic Museum caminando unas pocas cuadras por Colony Seven Road en dirección a la autopista.
Impresionan los artefactos inteligentes, las máquinas de escribir idiomas cifrados, los libros de instrucciones para romper códigos, dos viejos aviones destinados a misiones secretas y una reseña de la historia de la criptología, iniciada por Julio César, en cuyo nombre se inspiró el “cifrado César”, que consiste en desplazar cada letra del alfabeto tres lugares hacia la derecha (la letra a debe leerse como letra d, etcétera).
En esta tradición del recontraespionaje, y en la actualidad que la vuelve más temible que nunca, hizo su aprendizaje Edward Snowden. Sin embargo, fue por descarte que ingresó a la máquina de espiar –y de tocar timbre– más grande del mundo. Flojo de puntos para poder terminar el bachillerato, se inscribió en un curso de informática para obtener el certificado GED, un examen de educación general diseñado en 1942 por las Fuerzas Armadas para que sus aspirantes pudieran salir de la escuela preparatoria con el 40% de sus estudios cursados y participar en las guerras.

En 2004, Snowden se inscribió en el Ejército como aspirante a las fuerzas especiales (Boinas Verdes), asociadas a la Escuela de las Américas y los manuales de tortura. Permaneció cuatro meses y, como aclararon los voceros militares, “no completó ningún entrenamiento ni recibió ningún premio”. Pero un pasado en el ejército abre las puertas de la confianza laboral. Snowden fue personal de seguridad en las instalaciones que la NSA tiene en la Universidad de Maryland y, entre 2007 y 2009, trabajó como agente de protección diplomática de la CIA en Suiza. Luego pasó a la base de la NSA en Japón y, entre marzo y mayo de 2013, fue administrador de sistemas de la NSA en Hawai, a través de la consultora privada Booz Allen Hamilton. Si se puede llamar “privada” a una compañía constantemente integrada por ex funcionarios –entre ellos Georges W. Bush– que factura US$ 6 mil millones, de los cuales el 99% viene del presupuesto público.

Hawai, escenario de Pearl Harbor, es también donde terminó de desencadenarse el caso Snowden. Allí, donde vivía con su novia bailarina, Lindsay Mills, el “topo” tomó la decisión de filtrar una serie de Power Points que documentan los flujos del espionaje automático con los que la NSA se hace su panzada de violación del derecho a la privacidad de millones de ciudadanos propios y ajenos. En especial por medio del programa Prism, con el que al parecer colaboran a conciencia Microsoft, Yahoo!, Google, Facebook, PalTalk, AOL, Skype, YouTube y Apple, los grandes desarrolladores de las herramientas a las que prácticamente nos hemos ido a vivir. Al cabo de la redada electrónica, Barack Obama recibe cada día en su despacho un informe de la NSA.
En Hawai, Snowden terminó de copiar el último set de archivos que le pareció adecuado para revelar la actividad de la NSA, y el 20 de mayo viajó a Hong Kong, legendaria locación de espías, con 8 mil edificios de altura, 100 mil cuartos de hotel y más de 6 mil habitantes por km².
La ciudad es un pajar. Lo saben James Bond, el inspector Clouseau y Johnny English, quienes se han refugiado de sus antagonistas a la sombra de calles indescifrables. Pero Snowden encarna el modo dramático de la comedia de persecuciones, de manera que nada de fugas en lancha desde el puerto de Victoria, ni corridas con obstáculos por pasadizos donde caen al paso los cajones con frutas y vuelan las gallinas ponedoras.

Snowden está escondido en la realidad relativa de un hotel de lujo. Es la persona más buscada del mundo, por lo que va a protegerse dando la cara. Hasta el 12 de junio de 2013 su nombre no existía en Wikipedia, y ahora su biografía en construcción es la más visitada. Tres periodistas de The Guardian lo entrevistan en una habitación en la que Snowden acaba de desayunar y de leer unas páginas de Angler, The Cheney vicepresidency, de Barton Gellmann. Hasta este momento, en el que parece acabarse por fin la tranquilidad de polizonte de los últimos días, de los que cada noche esperó la “sinfonía de luces” de Hong Kong en la que cientos de edificios se iluminan en una danza volcánica, Edward Snowden es nadie. Mejor dicho, es un acto a punto de ser cometido. Va a entregar sus documentos y ya está: ya los entregó. El efecto inmediato es la destrucción –una más– de la imagen de Estados Unidos.

Si la Guerra Fría fue una lucha pareja de ficciones producidas por las factorías CIA y KGB, la guerra actual del imperio contra la ética del control biométrico la ganan los geeks. La NSA, la demencial vigiladora de cuentas privadas de Fort Meade, que se ha convertido en la mayor empleadora de matemáticos de Estados Unidos y quizá del mundo, es una máquina inmensa que puede encontrar su “accidente” natural en cualquier programador sub 30 que un día se levante cruzado y considere, sin grandes análisis ideológicos, que el acceso franco de un Estado al patrimonio biográfico de los ciudadanos está mal.
El discurso de Snowden tiene la inocencia de la rebelión juvenilista y gratuita de aquel a quien no le gusta lo que ve. Es una actitud que invoca algo de la tradición moral del cómic (Superman, Spiderman), en la que pequeños hombres con anteojos, quintaesencia de la pasividad o la resignación civil, se transforman en un inmenso poder de moral aplicada.
No son actitudes que le causen gracia a todo el mundo. La senadora republicana y animadora del Tea Party, Susan Collins, se preguntó cómo podía ser que un individuo tan joven, sin diploma de instituto ni servicio militar cumplido, haya podido acceder a documentos secretos del gobierno. Señora Collins: ¿cómo no? Alcanza con ver el organigrama de la NSA para advertir la importancia operativa (y cuantitativa) de quienes administran los soportes de las máquinas de espionaje. Debe entenderse que en cada administrador de soporte engorda furtivamente un hacker, un filtrador vocacional capaz de izar bien alta la bandera de la cibernética o, en el mejor de los casos, un novelista del tipo de Ian Fleming o Graham Greene. ¿Para qué sabríamos algún secreto si no es para revelarlo?