Alan, de 27 años, se desespera. De un metro ochenta de alto, aguarda desnudo en la cama, dejando a la vista su cuerpo escultural y sus tatuajes. Ya van tres días desde que su cliente lo contrató. Tres días en que ni siquiera lo toca, en los que sólo pasean por los alrededores o pasan el tiempo en el hotel. El cliente, que había salido, entra a la habitación y lo ve sin ropa por primera vez. Alan confía en que esta vez sí lo harán. “No”, le dice el cliente y agarra una toalla y se la pone alrededor de la cintura. A los musulmanes no les está permitido. Con su mera compañía es suficiente. Más tarde volverán a ir de compras y a cenar. Y a la hora de dormir, sólo eso. A Alan le queda el consuelo de que en el hotel boutique hay un gimnasio. Después del sexo, su segunda gran pasión. El pasado 3 de marzo fue el Día Internacional de los Derechos de los Trabajadores Sexuales, fecha que conmemora una concentración de más de 25 mil prostitutas en Calcuta, India, reclamando por sus derechos laborales. Pero ¿qué ocurre cuando el trabajo sexual lo ejerce un varón? ¿Por qué lo hacen? ¿Reclaman algún derecho?
El mundo de la prostitución masculina en la Argentina está a sólo un par de clics de distancia. Páginas web como Soy Tuyo, Revista Ratones y Leonos son las más populares, y se centralizan en trabajadores sexuales de Capital Federal. En ellas se ofrece un vasto catálogo fotográfico de hombres desnudos, con sus características, medidas y número de celular. Publicar allí cuesta entre 400 y 500 pesos por mes. Los clientes de estos portales son en su gran mayoría hombres. A su vez, no todos los prostitutos o escorts atienden mujeres. Al contrario de sus pares masculinos, ellas no suelen demandar el servicio, lo que resulta en que la mayoría de los prostitutos sean gays o bisexuales, y que los heterosexuales deban buscar clientes varones si es que quieren continuar en el negocio.
Alan se puso ese nombre para comenzar a trabajar como prostituto en las páginas web. Chaqueño, se crió en un orfanatorio y se niega a ahondar demasiado en su pasado. Hace tres años vino de Resistencia, Chaco, a Capital Federal para ser un técnico colorimetrista, una especialidad dentro del mundo de la peluquería. No bien se recibió, lo dejó. Su deseo pasaba por otro lado.
—Me aburría en el Chaco, tenía una vida muy cerrada. A mí lo sexual siempre me llamó la atención y desde que estoy acá soy bailarín de tarima, trabajo de escort. Allá no me veía haciendo nada de eso –dice Alan, que baila en distintos boliches gay de Capital Federal, como Amerika, Glam y Sitges.
Decisión. Los porqués para iniciarse como trabajador sexual son tan distintos como quienes lo ejercen. Para Draco, un colombiano de 19 años que se nombró así por Draco Malfoy, un personaje de Harry Potter, la necesidad económica fue lo principal. El 15 de febrero de 2016 llegó solo a Buenos Aires. Le apasiona la moda y vino a estudiar Diseño de Indumentaria en la UBA, porque sus padres no podían pagarle la universidad en Colombia y las universidades estatales aquí son gratis.
En Argentina, su primer trabajo fue en una tienda de ropa, de 9 de la mañana a 8 de la noche, por 600 pesos a la semana. Vivió con un amigo colombiano en un departamento compartido entre ocho en el barrio porteño de Palermo, donde estuvo hasta julio, antes de mudarse a un monoambiente en el barrio de Almagro con dos personas más.
—En ese momento pasé mucha hambre y comía miserias, luego comencé a trabajar como bachero y ayudante de cocina. Ahí ganaba como 4 mil pesos al mes y mi mamá me enviaba dinero. Aún, a veces, me envía –dice con pesar este joven flaco, blancuzco, en el patio de comidas del shopping Abasto, donde se concertó la entrevista a fines de septiembre de 2016. Con ese dinero, más algunos ahorros, pudo vivir por un tiempo. Pero llegó un punto en el que no le alcanzó más. En agosto del año pasado, comenzó a prostituirse por 600 pesos la hora, para mantenerse a sí mismo y a su carrera universitaria.
—¿Tu familia sabe que sos gay?
—Sí, por suerte para mí no fue tan complicado, mi mamá sabe que soy gay, toda mi familia. Igual, algo que me bulle en el pensamiento es qué diría mi mamá si supiera que yo estoy en esto.
—Es comprensible que pueda darte vergüenza si se entera tu mamá, pero a vos, ¿te molesta algo de ser escort?
—Hay algo que no me gusta, y es que siento que es un trabajo mediocre. No sé cómo lo verán las demás personas, pero yo pienso que es un poco mediocre, porque no te implica mucho, no te lleva mucho tiempo, ganás bien.
—¿Y le ves algún lado positivo al oficio?
—Dentro de todo, pienso que es un trabajo, algo honesto, no creo en los moralismos ni en esos discursos religiosos. No creo cuando la gente dice “no, eso no es valorarse”, yo tengo mi integridad, mi respeto por mi cuerpo, que es mío y yo decido que hacer con él.
—¿Qué es lo más difícil de este camino que elegiste?
—Lo más duro y lo que me sigue dando duro es estar lejos de mi mamá. Y a veces se siente un vacío. Al acostarse con los clientes, todo el mundo se lleva un pedazo de ti y como que sientes que te están quitando algo. Después me fui acostumbrando.
Los motivos de Alan para prostituirse son distintos a los de Draco. Es fines de septiembre de 2016. En el monoambiente alquilado donde vive y trabaja en Las Cañitas, en el barrio porteño de Palermo, predomina el blanco. En el techo hay una línea de lamparitas dicroicas y frente a la cama, un televisor de pantalla plana, de uso exclusivo del inquilino: “Es sólo para mí. El único entretenimiento físico para mis clientes soy yo, no me gusta usar juguetes, no me gusta ponerles porno, nada. Acá lo único lindo soy yo”, dice Alan, que cobra alrededor de 1.500 pesos la hora y que selecciona por clientela a hombres que no superen los 35 años. En su decisión de ser trabajador sexual, el placer y lo económico fueron una veta a favor, pero no el motivo principal. Según sus palabras, lo que más lo motivó fue la tranquilidad de aislarse del “ambiente gay”.
—¿Qué es lo que cansa del “ambiente”?
—Acá son muy histéricos, muy vuelteros, nada les gusta, todo les gusta, por qué lo miraste así, por qué no lo miraste así. Yo vengo de un lugar donde nosotros, tipo, vamos a conocernos, vamos a tomar unos mates. A mí me costó muchísimo ir directo a los bifes como van acá –se queja–. Y después cogemos y no te saludan, no te hablan, entonces es como que todo es una locura. Me cansé de darles atención a personas que ni conocía, que estaban más locas que yo.
—¿Entonces el problema del ambiente es el rechazo?
—Antes eran los heterosexuales contra los gays, ahora son los gays contra los gays. Y es mucho peor. Es un coger todos contra todos. Entonces como que no da, no le tenés confianza a nadie (pausa). No, gracias. No cojo más con nadie de onda. ¿Te gusta?, se paga. Y si no, lo lamento, seguí de largo.
Ya sea lo económico o como modo de vida, hay un motivo más para tener en cuenta. Para Juan Martín Navarro, marplatense de 40 años y militante de la diversidad sexual en Amadi (Asociación Marplatense de Derechos a la Igualdad), ser trabajador sexual es parte de su orgullo y su identidad, como lo es ser bisexual: “Volví de grande, me vaya bien, me vaya mal, es lo que soy”, dice en referencia a la prostitución, que ejerció de manera profesional desde los 20 hasta los 27 años, cuando se casó con su ex mujer. Ya separado, hace tres años volvió a trabajar de escort. Su tarifa es de 600 pesos la hora y su clientela son en su mayoría hombres o, a lo sumo, alguna pareja heterosexual con ánimos de explorar cosas nuevas.
En la Argentina, la explotación sexual de una persona por un tercero, y más aún si es en contra de su voluntad, es un delito tipificado en el Código Penal por la Ley 26.364, con penas que van desde los cuatro a los doce años de cárcel cuando la víctima es mayor de edad. ¿Pero qué sucede con la prostitución autónoma? A nivel nacional no es un delito, pero distintos decretos provinciales, ordenanzas municipales y códigos contravencionales penalizan, según la jurisdicción, ofrecer servicios sexuales tanto en la vía pública como en ámbitos privados, en especial a las mujeres.
La Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (Ammar), una organización de más de veinte años de trabajadoras sexuales –a la que Navarro adhiere–, intenta impulsar una ley que regule y garantice sus derechos humanos y laborales. Pero su postura choca de lleno con distintas ONG que luchan contra la trata de personas y con grupos feministas que son abolicionistas de la prostitución, ya que la consideran como una situación de dominación económica por parte de los hombres hacia las mujeres.
—¿Cómo te llevás con las organizaciones abolicionistas?
—Mal. Soy disruptivo, soy varón y trabajador sexual: les cagás el discurso a todas. Nos hemos aburrido desde Amadi de tirarles el discurso abajo a La Alameda, a Enred, al CAMM (Centro de Apoyo a la Mujer Maltratada). ¿Cómo no voy a tener derecho a mi identidad? Mi identidad es la de trabajador sexual –dice Navarro, que lucha por la reglamentación de la prostitución, sobre todo desde que el Decreto 936/11 prohibió los rubros de contacto sexual en los diarios.
—¿Cuál es el cuestionamiento que te realizan estos grupos?
—Lo que hacen siempre es decir que estás alienado, que tenés síndrome de Estocolmo, que como nos tocó esta vida no podemos ver otra. No lo dicen, pero insinúan que estaríamos incapacitados para expresar nuestra opinión.
Junto con dos trabajadoras sexuales trans, Navarro da charlas sobre la necesidad de la reglamentación de la prostitución en las escuelas secundarias para adultos y en los últimos tramos de unas pocas secundarias normales en Mar del Plata. También forma parte del Observatorio de Género y Diversidad en Mar del Plata, donde su posición sobre la prostitución es muy resistida.
—Supongo que lo que los grupos feministas entienden es que habría una forma más “digna” de ganarse la vida.
—¿Dónde reside la dignidad?, ¿reside en los genitales? Además, yo soy camarero profesional, tengo veinte años trabajando de mozo. ¿Acaso mi dignidad reside en estar con una bandeja y que me paguen por 6 horas, habiendo laburado 12? Uno es en el sistema capitalista, no es una cuestión vocacional ir a trabajar, es una cuestión para ganar guita.
Al ser una actividad informal, la prostitución carece de jubilación, vacaciones, obra social y cualquier tipo de bancarización, así sea para un préstamo o para la tenencia de una tarjeta de crédito. Hace un año, Ammar le había propuesto a Navarro presidir un sindicato de trabajadores sexuales masculinos, que finalmente no prosperó. Más que nada, porque no hay muchos hombres que estén dispuestos a militar el derecho al trabajo sexual. Los persigue un doble estigma, el de su sexualidad y el de prostituirse.
—Si hubieras podido armar un sindicato de trabajadores masculinos, ¿por qué lucharías?
—Por reivindicar el hecho de que es un trabajo y que no somos vagos. Por el reconocimiento del Estado de que lo nuestro es una actividad legal. Donde hay un vacío legal, nos dejan al borde de la criminalización, de la marginalización, nos dejan a merced de los tratantes –dice Navarro.
—Mucha gente piensa al revés, que la regularización de la prostitución sería un aval a la explotación y la trata.
—Al contrario. Por ejemplo, cuando vos tenés el sindicato de peones rurales, no estás hablando de que haya trata laboral. En definitiva, la moral sexual es la piedra angular del abolicionismo.
Esa moral, y el estigma social asociado, le produjeron graves consecuencias a Navarro. El 8 de diciembre de 2015, mientras caminaba por Mar del Plata, a dos pasos de la peatonal, un grupo de neonazis que lo tenían fichado por su activismo lo atacó por la espalda. Despertó a los dos días en el hospital con el tabique de la nariz destrozado, con dientes de menos y los ojos en compota. El hecho y su foto salieron en todos los medios nacionales y locales.
“Ultimamente me está yendo terrible, los últimos 15 días tuve un solo cliente. Sé que también tiene que ver con mi edad, tengo en claro que no soy el prototipo de trabajador sexual, el chongo musculoso”, dice Navarro, que es flaco y mide cerca del metro ochenta. Además de las secuelas que aún le quedan –tiene programada una cirugía reconstructiva del tabique–, el ataque le significó un gran perjuicio económico. Por un lado, los restaurantes no lo quisieron más como camarero. Mientras le duraron los hematomas, su presencia no era la óptima y, cuando mejoró, temieron que los neonazis atacasen su negocio si lo contrataban o que su activismo político se volviese un problema. Por el otro lado, muchos clientes casados lo borraron de sus contactos, por temor a que la gente lo reconociera a su lado.
Para muchos, la prostitución no es un camino válido. En un mundo ideal, todos deberíamos ganar un sueldo justo que nos permita desarrollarnos como personas. Mientras tanto, ya sea por elección o por falta de opciones, un trabajo es un trabajo, y si no perjudica a terceros, debería contar con la protección del Estado.