ELOBSERVADOR
cuando un hijo muere

Una profunda transformación que nace del duelo y el dolor

A casi treinta años de la fundación de los grupos Renacer, para padres que han perdido un hijo, uno de sus creadores comparte su experiencia, basada en una profunda evolución interior y en la ayuda mutua.

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La muerte de un hijo constituye una verdadera conmoción existencial, la más severa por la que un ser humano puede transitar al margen de la propia muerte y para la que, salvo la muerte de otro hijo, no existen referentes previos. Ella conduce a un sufrimiento tan intenso, tan penetrante y en ocasiones tan aniquilador que continúa siendo un enigma para la cultura occidental, a punto tal que aún hoy ninguna lengua ha hallado una palabra que nombre esta tragedia y a quienes sobreviven a la misma. Pareciera que la historia tratara de ocultar sus falencias quitando palabras de las fuentes del lenguaje. Pocos se han aproximado al misterio, entre ellos César Vallejo, en su libro Los Heraldos Negros de la Muerte: “… son las crepitaciones de un pan que en las puertas del horno se nos quema.”

Resulta extremadamente difícil explicar a quien no ha pasado por esta experiencia el profundo significado de la misma y así, entre esta falta de nombre y lo complejo de su transmisión se abre una cisura de profundas implicancias existenciales, dado que los padres que sobreviven a uno o más hijos muertos siguen siendo ayudados mediante métodos que responden a antiguos paradigmas que se muestran  ineficientes respecto al objetivo deseado. Con el propósito de demostrar esta aseveración quiero remitirme a Martin Heidegger para quien donde no hay palabra no hay nombre y por lo tanto no hay ser. Entonces es necesario pensar lo no pensado, pero no en el sentido de pensar lo que se oculta detrás del pensamiento, sino lo verdaderamente no pensado aún. Es un proceso de creación auténtico, hay que ir más allá de un mero desocultar algo que ha permanecido oculto, hay que ir, por lo tanto, más allá de los límites, más allá inclusive de la misma verdad transmitida.

Ahora bien, si la muerte de un hijo a lo largo de la historia no ha podido dar un nombre a los padres que quedan, ¿significa esto que el duelo por la muerte de un hijo no existe? De ninguna manera. Lo que aquí se sostiene es que ante la ausencia del ser (palabra) todos los conceptos vertidos por las ciencias de la psiquis sobre el duelo por una muerte que al venir da un nombre a los deudos (viudez, orfandad), carecen de vigencia, carecen de ser, por lo que cuando se aplica a los padres que pierden hijos son, en estos casos, sólo meras apariencias.
A lo largo de 28 años hemos preguntado a miles de padres qué diferencia existe entre el duelo por la muerte de un padre y la de un hijo. ¿Es una diferencia de cantidad, de un dolor más severo o es una diferencia de calidad, algo distinto? La respuesta unánime ha sido que el sufrimiento de un hijo es algo distinto a un duelo por un padre, hemos preguntado entonces ¿es posible que eso distinto esté indicando un proceso de transformación interior a transitar? La respuesta también ha sido unánime: un hijo que muere merece más que un duelo, merece un profundo proceso de transformación interior por parte de los padres, una modificación existencial que va más allá de un mero transitar un duelo.

A partir de estos conceptos se torna claro el desafío: no existe un duelo (en el sentido dado comúnmente) por la muerte de un hijo, es necesario buscar nuevos caminos, explorar nuevos territorios, pensar lo aún no pensado, osar desafiar los límites, inclusive los del mismo lenguaje, inclusive los del propio Dios cuyo nombre, según Foucault, pone un límite intraspasable al lenguaje y con él al propio ser. Quizás nos encontramos en la búsqueda del ser a partir de la nada (muerte).  
Así, entre el límite de lo que la palabra significa o puede nombrar y la búsqueda de un lenguaje infinito que nos compele a desocultar (descubrir) aquello que está más allá de todo límite, de todo duelo, de todo sentido aparente, transcurre el sufrimiento por la muerte de un hijo.

Qué alternativas existen entonces para quienes pierden hijos, máxime cuando el sufrimiento no es una enfermedad sino una condición esencial de la humanidad. En nuestra experiencia la respuesta yace tanto en una profunda transformación interior como en el proceso de ayuda mutua. Sólo otra persona que haya pasado por idéntica experiencia de vida puede comprender lo que se experimenta cuando muere un hijo. Sólo aquel que ha llegado a las profundidades del infierno y ha emergido como un nuevo ser tiene el conocimiento y la capacidad para ayudar a quien recién comienza a transitar el duro camino del sufrimiento. Por esta razón es que se encuentra intrínsecamente ligada la experiencia de la ayuda mutua a la del sufrimiento y su trascendencia a través de la búsqueda de sentido en la tragedia y posteriormente en la vida misma.

De esta manera, como alternativa a la elaboración de un duelo que en este caso no es más que mera apariencia e impide la trascendencia del sufrimiento, nace el grupo Renacer de padres que enfrentan la muerte de hijos, el 5 de diciembre de 1988 en la ciudad de Río Cuarto, con los siguientes objetivos: enfrentar el sufrimiento (la realidad objetiva), aprender de dicha realidad, encontrar sentido en el sufrimiento y dar un  nuevo significado a la vida. Dentro de lo real a aceptar y evaluar surge una verdad incontrastable que constituye el primer peldaño de una escalera a construir: luego de perder un hijo no podemos volver a ser quienes éramos. Es imposible volver a ser la misma persona menos un hijo, nos hemos transformado radicalmente.

Al cabo de un año de trabajo nos encontramos con un gran número de vivencias (fenómenos) aportadas por los padres y se hizo necesario encontrar un marco epistemológico de referencia para que la tarea pudiera replicarse en otros lugares. Para ese entonces contábamos con algunas referencias que fueron útiles: reconocíamos la profunda transformación existencial presente desde el primer momento lo que implicaba la aparición de un hombre nuevo;  éramos conscientes de un “preconocer axiológico” (intuición moral) de dos personas que intuyeron, después de perder un hijo, que las cosas podían ser distintas, que existía la posibilidad de modificar el destino; de que esa elección era de índole moral y que ser moral significa tanto el deseo como la voluntad de ayudar a un hermano en su desgracia.

Desde el inicio desechamos trabajar con la causalidad (antes y después) intuyendo que nos detendríamos en preguntas que no tienen respuesta; para hacerlo con los para qué, para qué vino ese hijo a nuestra vida y qué mensaje nos deja, tratando de llevar un mensaje de libertad, dando a entender que el hombre no se determina por la causalidad, que siempre es libre para elegir la finalidad (el para qué), para elegir otra cosa que, para ver y decidir que frente al sufrimiento inevitable aún se puede asumirlo con dignidad, con entereza, con coraje, caminando con la frente en alto o dejarse vencer y sufrir lastimosamente. Sobre esta base nos dedicamos a buscar un modelo que reconociera la autonomía, la responsabilidad propia y hacia el semejante y el ser moral como fundamento de la existencia y la capacidad de elegir no sólo el para qué de su sufrimiento, sino el mismo sufrimiento como una condición esencial de la existencia y asumiera el desafío de encontrar sentido en el mismo. Al cotejar nuestras experiencias con las de Viktor Frankl llegamos a la conclusión de que formábamos parte de una misma visión del hombre y del mundo y desde entonces hemos aceptado la Logoterapia como sustrato de los grupos.  
Esta metodología constituyó el núcleo fundamental de la tarea de Renacer desde el momento inicial y con mayor firmeza e intensidad a partir del momento en que comenzó a expandirse afuera de Río Cuarto. Es necesario aclarar, a fin de no pecar de esencialistas, que el estudio de la ayuda mutua en el sufrimiento inevitable no se deja capturar sólo por las esencias, sino que rescata el otro polo de la ontología. Mientras el sufrimiento representa lo esencial en un grupo, lo existencial está dado por la manera en que cada integrante vive, asume y trasciende, eventualmente, su sufrimiento tal como Frankl entiende su análisis existencial, quien nos dice, entre tantas otras cosas, que el hombre es un ser en busca de sentido y que nunca esa búsqueda es tan intensa cuando nos vemos arrojados a una situación límite.

 En el grupo asoma con luminosidad propia el rostro del “Otro” cuya mirada conmina a sumir responsabilidad por el mismo y así, paulatinamente, los padres aprenden que no vale la pena perder tiempo derribando vallas, es decir elaborando emociones que supuestamente los condicionan cuando pueden saltarlas para ayudar al hermano que sufre y al sortearlas se dan cuenta de que se levantan por sobre sí mismos, de que verdaderamente existen y en ese proceso trascienden su dolor dándole alas a su espíritu para este salto y al mismo tiempo, arrastrados por ese sentido inicialmente hallado en el servicio, en ese mismo lanzamiento que paradójicamente los conduce no sólo al otro sino a su propio ser desaparece también la angustia existencial pues la nada se desvanece en la plenitud del sentido. Asimismo, es frecuente experimentar la epifanía de ver salir de una reunión con una sonrisa a alguien que entrara con el rostro transido de dolor.

 A lo largo de estos años de vida la tarea de los grupos abre nuevos horizontes existenciales: cuestiona el modelo de duelo vigente para quienes pierden hijos; transforma la cultura (la capacidad de hacer que las cosas sean distintas de como son) en el sentido en que convierte una tragedia personal en un triunfo del espíritu humano; demuestra que un modelo filosófico antropológico reconocido, como la Logoterapia puede, y debe, ser sustento de una actividad grupal –de todo grupo en realidad–; desarrolla un modelo de ayuda mutua que permite salir del concepto reduccionista de autoayuda al priorizar el rostro del otro, el que con su mirada me dice no me abandones en mi dolor y reconoce y fomenta un proceso de transformación interior tan intenso como pueda ser y que conduce a un estado de conciencia ampliado en el que los padres se reconocen más solidarios y compasivos ante el sufrimiento ajeno y finalmente, crea una memoria colectiva de los hijos, memoria que, a diferencia de otras, trabaja sólo a favor de la vida.

Los cambios existenciales que se logran en los grupos deben ser contextualizados dentro de la manera en que los mismos funcionan. No hay profesionales. No hay estructuras puesto que ellas precisan cargos y estos crean poder y así se genera el círculo que conduce a la perdida de autonomía. No existen jerarquías, cada uno de los padres está en un grupo no por merito personal sino por haber entregado un hijo a la vida, por lo que pretender ser más que otro padre indicaría que un hijo es mejor que otro y eso es inaceptable. No se maneja dinero, todo se hace con esfuerzo y recursos propios. No se trabaja con grupos de afinidades puesto que se convierten en grupos de víctimas que transfieren responsabilidad por sus vidas al victimario.

En síntesis, somos un colectivo de seres humanos que creemos que el hombre es lo que devuelve a la vida y hemos elegido devolver un mensaje de amor en el que vive el recuerdo y la memoria de nuestros hijos.
Este mensaje lo comparten grupos de toda Argentina, Uruguay, Brasil, Chile, Perú, Colombia, Ecuador, Costa Rica, El Salvador, México y España.

*Creador con su esposa Alicia Schneider de los grupos Renacer de padres que enfrentan la muerte de hijos. Fragmentos de este escrito han sido extraídos del libro propio Donde la palabra calla, Ed. Grijalbo, Bs.As., 2015.