Quienes siguen de cerca la trayectoria del régimen venezolano habrán podido notar en las últimas semanas dos novedades importantes. La primera tuvo lugar el martes 29 de mayo, cuando un panel de expertos convocados por la OEA presentó un informe lapidario sobre el estado de los derechos humanos en Venezuela. A partir de audiencias con testigos, el informe afirma que hay “un patrón de ataques generalizados y sistemáticos contra la oposición”. Y le pone cifras a una realidad que hasta ahora se podía intuir pero no cuantificar: desde 2013, el gobierno venezolano realizó más de 12 mil detenciones arbitrarias y cerca de 300 casos de tortura; entre 2014 y 2017, 131 asesinatos contra manifestantes, y desde 2015, 8.292 ejecuciones extrajudiciales. El panel de expertos estimó, entre otras cosas, que Maduro reúne los requisitos para ser juzgado ante la Corte Penal Internacional, y recomendó al Secretario General de la OEA que remita el informe al Fiscal de esa Corte.
La segunda novedad, en paralelo, tuvo que ver con el endurecimiento hacia el régimen de Maduro por parte de gobiernos, medios de prensa y analistas internacionales. Por un lado, la OEA deberá decidir si suspende a Venezuela de la organización. La medida que tendría más que nada un valor simbólico, ya que la propia Venezuela anunció su salida del bloque un año atrás, aunque se trata de un proceso que podría demorar otro año más. Además, la Unión Europea, en un gesto de reconocimiento explícito de la crisis humanitaria, estará destinando 40 millones de dólares para asistir a venezolanos dentro y fuera de Venezuela.
Por otro lado, tras las muy cuestionadas elecciones, distintos medios de prensa internacionales reclaman acciones urgentes. Desde el New York Times, que exige “Maduro se tiene que ir”, se pide acción colectiva liderada por países latinoamericanos. También las páginas de The Guardian, no necesariamente un diario de derecha, publican propuestas para re-establecer la democracia en Venezuela. La BBC, un ejemplo de profesionalismo informativo, sugiere que lo que podría debilitar finalmente al régimen, sería que Estados Unidos deje de comprar petróleo venezolano. Y mucho más controvertida y extrema (y repudiable) es la afirmación publicada en la revista Foreign Policy: “llegó el momento de hacer un golpe en Venezuela”.
Desde el colapso político, económico y social interno, hasta las crecientes condenas externas, es claro que el régimen de Maduro no da para más. Pero resulta incompleto concluir que entonces Maduro tiene los días contados. Existen al menos cuatro motivos que explican la supervivencia del régimen. El primero es que Maduro aún cuenta con recursos para ofrecer recompensas materiales a las fuerzas armadas a cambio de apoyo. Los militares ocupan puestos en todo el aparato estatal y tienen, en la práctica, poder de veto sobre decisiones políticas clave. Entre varios cargos ministeriales, son responsables de la importación y distribución de alimentos y otros bienes. Quizás estas tareas no luzcan del todo dignas de un militar, pero parecen dar beneficios: según el general retirado Cliver Alcalá, el “tráfico de alimentos es mejor negocio que las drogas”. En cualquier caso, no son negocios excluyentes: el régimen también hace la vista gorda al manejo militar del tráfico de drogas.
El segundo motivo es demográfico. Los venezolanos están emigrando en masa. Muchos no sólo se van, sino que piden asilo político en Colombia, Brasil, Ecuador, Chile o la Argentina. Los números, que son impactantes por la rapidez con que todo ha ocurrido, llevaron a la Cruz Roja y a la ACNUR a hablar de crisis humanitaria en las fronteras de Venezuela con Colombia y Brasil. En otras palabras, los que pueden, en lugar de salir a protestar, se van. Y los que no se pueden ir, dedican gran parte del día y de su energía a una curiosa rutina: la de conseguir alimentos y bienes de primera necesidad sin los cuales la vida se torna imposible. Un informe de la Universidad Andrés Bello señala que el 93 por ciento de la población considera que no tiene ingresos suficientes para comprar alimentos, mientras que un 30 por ciento ingiere dos o menos comidas diarias y más del 70 por ciento declara haber perdido más de 8 kilos de peso. Visto así, la protesta y la manifestación van cediendo a las largas colas y la logística necesaria para recibir cupones del gobierno o hacer valer el dinero antes de que lo devalúe la inflación.
En tercer lugar, el control político se ha vuelto asfixiante. Hacia la sociedad en general, el régimen se ha vuelto más represivo, menos tolerante con las movilizaciones y más violento con los violentos. Según el Observatorio de la Violencia, de los 15.890 jóvenes muertos por asesinato en 2017, más de un 20% (3.337) fueron por actuaciones de las fuerzas públicas, que son documentadas en los registros oficiales como “resistencia a la autoridad”. (Los restantes 12.553 fueron simples homicidios.) Hacia la oposición, el régimen de Maduro desplegó un conjunto de medidas para anular al congreso, manipular elecciones, perseguir o proscribir a candidatos opositores, clausurar medios de comunicación e inhabilitar organizaciones no gubernamentales por recibir fondos del exterior.
El cuarto y último motivo es que América Latina no ha tenido herramientas diplomáticas, políticas y económicas eficaces para torcer la voluntad de Maduro. Las declaraciones y acciones del Grupo de Lima sólo han mostrado que las organizaciones regionales carecen del consenso y los instrumentos necesarios para hacer valer la democracia y los derechos humanos. Esto debería obligarnos a repensar en la eficacia de algunos de estos instrumentos. Aumentar las sanciones económicas implicaría, sin dudas, incrementar las penurias del ya sufrido pueblo venezolano. Del mismo modo, aislar al país de la región llevaría, muy probablemente, a aumentar su dependencia de Rusia y de China, dependencia que ya hoy juega un papel clave en el balance contable del régimen. Mientras que la acuciante situación de Venezuela debería obligarnos a reflexionar sobre las líneas rojas que la región no va a tolerar y sobre los instrumentos efectivos que se diseñarán para impedir que aquellas líneas se crucen, en lo inmediato la pregunta no es más respecto de la legitimidad de Maduro, sino respecto de la legitimidad de las alternativas que se proponen. Si los gobiernos autoritarios sobreviven en base a equilibrios relativamente estables entre legitimidad, cooptación y represión, este equilibrio parece dañado en la Venezuela de hoy, con menos legitimidad, menos cooptación y más represión. De la respuesta a la nueva pregunta sobre la legitimidad de la alternativa dependerá que asistamos al lento colapso o a la recomposición del régimen.
* Profesores de Relaciones Internacionales en la Universidad de San Andrés