ELOBSERVADOR
Datos que confunden

Verdad científica y posverdad mediática: conflicto de intereses

Para la autora, en 2016 hubo una noticia más alarmante aún que el triunfo de Trump o el Brexit inglés: la relativización de los datos de la ciencia, que puede inducir a que muchos tomen decisiones riesgosas.

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Confusion. La ciencia puede brindarnos evidencias acerca de que la verdad sigue siendo clave. A veces, los medios se hacen eco de miedos ancestrales de los seres humanos. El efecto puede llevar a decisiones como el Brexit. | cedoc

Para muchos, el año 2016 estuvo marcado por dos hechos políticos: la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos y el referéndum de Brexit en el Reino Unido. Pero, para algunos de nosotros, el hecho fundamental fue que el diccionario Oxford eligió posverdad como palabra del año. Definida como “las circunstancias en las que los hechos objetivos influencian menos a la opinión pública que las apelaciones a la emoción o a las creencias personales”, la palabra posverdad empezó a aparecer por todos lados, como una explicación mágica y teleológica. “Claro, estamos en la época de la posverdad, y por eso pasó esto”. Pero ese tipo de explicación de la posverdad es apenas una forma más de la posverdad. No explica nada. Más parece una justificación ex post que ni siquiera busca intentar entender el fenómeno a fondo.

Claro que hay una relación entre Trump y Brexit, y la posverdad. Los ciudadanos de ambos países tenían a su disposición información correcta, hubo varios expertos alertando acerca de que no era cierto que Gran Bretaña ahorraría dinero si se separaba de la Unión Europea, ni que los inmigrantes mexicanos fueran responsables de los crímenes en Estados Unidos. Pero, aparentemente, los votantes se sintieron más convocados por eslóganes que demonizaban al otro, por campañas en las que abundaron las informaciones falsas o las frases grandilocuentes, vagas y vacías de contenido.

Hemos sobrevivido a cosas peores que Trump o Brexit. Pero la posverdad, que está presente en el discurso de los políticos, de los medios y de muchos activistas sociales, es aún más peligrosa que cualquier coyuntura: pone en peligro nuestra supervivencia como sociedad civilizada, y quizás también como especie.

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El fenómeno que hoy llamamos posverdad dista mucho de ser reciente. Un buen ejemplo de esto es el caso de las vacunas. Las vacunas son unas de las medidas de salud pública más costo-efectivas que existen, y permiten prevenir enfermedades de manera extremadamente efectiva (funcionan) y segura (no hacen daño). Desde que se vacuna regularmente a nivel mundial, la humanidad logró erradicar del planeta a la viruela, una enfermedad muy contagiosa y responsable de muchísimas muertes a lo largo de la historia. Gracias a esto, ya dejamos de vacunar contra la viruela: los de cuarenta estamos vacunados y nuestros hijos no, porque ya no lo necesitan. Estamos también cerca de eliminar del planeta otras dos enfermedades peligrosísimas: la poliomielitis y el sarampión. Enfermedades infectocontagiosas que antes eran muy comunes, hoy se han vuelto raras. Todo gracias a las vacunas.

Es cierto que, como cualquier intervención médica, las vacunas tienen un pequeño riesgo (por ejemplo, alergias), pero es un riesgo extremadamente bajo, sobrepasado con creces por sus beneficios. Dado que la alternativa es no vacunar y correr los riesgos de sufrir enfermedades que hoy son prevenibles, debemos evaluar no sólo los riesgos de hacer algo, sino también los riesgos de no hacerlo.

Sin embargo, siempre hubo, hay y seguirá habiendo personas opuestas a la vacunación. Hace casi dos décadas, un médico inglés, Andrew Wakefield, hizo renacer el movimiento antivacunas al publicar un trabajo científico que tuvo enorme influencia en la opinión pública, porque además fue difundido por todos los medios de comunicación. En él, afirmaba que la vacuna triple viral, la que protege contra sarampión, paperas y rubéola, provocaba autismo en los niños. ¿En qué se basaba para decir esto? En muy pocos casos de niños en los que, poco después de haber sido vacunados, se les había diagnosticado autismo. Metodológicamente, es apenas un ejemplo de un error tan elemental como frecuente: atribuir una relación de causa y consecuencia entre dos eventos sólo porque ocurren uno después del otro. Un razonamiento básicamente equivalente a creer que si lavamos el auto y llueve, entonces llueve porque lavamos el auto. Peor aún: en el caso de Wakefield, se descubrió que las evidencias que había usado eran fraudulentas y que además había cobrado dinero de abogados que litigaban casos ligados a las vacunas. Pero el daño ya estaba hecho. A partir de ese trabajo, muchos padres dejaron de vacunar a sus hijos. Por supuesto, todos los padres intentan hacer lo mejor para sus hijos, y el miedo al autismo es entendible. Pero, a pesar de que se demostró, mediante muchísimas investigaciones científicas, cuidadas, controladas e independientes, que las vacunas no provocan autismo, muchos siguen sin vacunar a sus hijos. Estos miedos se propagan, y las consecuencias son nefastas. Europa y Estados Unidos, sobre todo, están teniendo nuevos brotes de sarampión y otras enfermedades debido a este comportamiento. No son enfermedades inocuas. Algunos niños morirán o sufrirán por esta decisión. El miedo al autismo sigue, aunque la investigación científica dejó clarísimo que es absolutamente infundado.

Acá es donde aparece la posverdad: contra toda evidencia seria, el miedo sigue. Y lo curioso es que no depende de un argumento u otro. Cuando se mostró que la vacuna triple viral no tenía ningún vínculo con el autismo, se empezaron a escuchar argumentos atribuyendo el daño inexistente al aluminio o al mercurio que hay en algunas vacunas. Esto fue refutado también, pero algunos siguen creyendo que las vacunas son peligrosas.

Hablamos de posverdad cuando el discurso público (el de las personas, el de los estadistas, el de los medios) se inunda de prejuicios por motivos sentimentales, políticos o económicos que, en vez de ser confrontados con lo que sabemos, se consideran una verdad alternativa.

La lucha es desigual. Por un lado, el conocimiento, que es árido, difícil de conseguir, y a veces no satisface nuestros deseos. Por el otro, la fantasía inconmovible apoyada por la pseudoneutralidad de muchos medios, que consideran que verdad y opinión injustificada son equivalentes y acríticamente iguales. Si Jim Carrey tuitea diciendo que es fascista que el gobierno norteamericano quiera vacunar a todos los niños, y que lo que se busca con ello es envenenar a la población, sus 15 millones de seguidores lo leen. Cuando Robert de Niro decide proyectar, en su festival de cine, el “documental” Vaxxed (las comillas son adrede), en el que Andrew Wakefield, que ya no puede ejercer la medicina pero sigue viviendo de crear miedo respecto de las vacunas y el autismo, dice mentiras, sale en todos los medios del mundo.

¿Qué tiene que ver lo de las vacunas con la verdad y la posverdad, con Brexit y Trump? A la ciencia no le gusta hablar de verdad, porque la verdad absoluta, vista desde el punto de vista de la filosofía o de la matemática, no existe en el “mundo real”. Las respuestas que da la ciencia a los distintos problemas que aborda no pueden nunca llegar a ese tipo de verdad, ni es su interés hacerlo. La verdad científica es otra cosa, y se relaciona con lo que ocurre efectivamente y podemos comprobar. Es una versión más operacional y menos esencialista de verdad. Y es la versión que necesitamos para resolver los problemas de la humanidad en esta época: cómo alimentar a miles de millones, cómo combatir las enfermedades infecciosas, cómo mantener la biodiversidad, cómo detener el calentamiento global, y tantos otros. Quizás, cuando la ciencia se comporta con prudencia y elige no hablar de verdad, lo cual es correcto, está dejando campo libre para que otros sí hablen de sus fantasías como si fueran verdad, para que inventen una “verdad” sin evidencia, que no es otra cosa que la posverdad: un montón de miedos y esperanzas, de creencias y anhelos, pero ni un gramo de verdad.

Las vacunas no producen autismo. Esa es la verdad. Del otro lado, la posverdad: no importa cuántas evidencias demos de algo, esa postura seguirá ignorándolas. Por eso no funciona, como quedó demostrado con investigaciones y con políticas públicas que no fueron efectivas, informar a las personas acerca de la seguridad y efectividad de las vacunas. Como tampoco funcionaron las voces que alertaban acerca de las mentiras o inexactitudes en las campañas de Brexit y Trump. La mayoría de las personas que optan por no vacunar a sus hijos, o que votan a Trump o Brexit, probablemente no tengan malicia ni sean fundamentalistas. Están genuinamente preocupados por algo (el desempleo de los obreros industriales, la inmigración, el autismo) y deciden según lo que creen mejor. La descalificación en masa de todos ellos es también un acto de ignorancia, un acto fundado en la posverdad. Sí, también las buenas causas pueden contaminarse con la posverdad y volverse dañinas. Entender que las estrategias de comunicación y de construcción de consenso alrededor de la verdad son necesarias, también requiere de una actitud científica.

Siempre habrá quienes, para resolver los problemas del mundo, apelarán a la emoción en vez de a la verdad. ¿Cómo podemos protegernos? Los ciudadanos somos responsables de pelear. Busquemos los datos, las pruebas. Pidamos las evidencias que sostienen lo que se afirma, y aprendamos a entender el valor de la evidencia.

La posverdad no es un síntoma de otra cosa. Es una enfermedad que destruye la posibilidad de construir diálogos racionales y consenso. La investigación científica puede parecer que se ocupa sólo de cuestiones relacionadas con las ciencias, pero no es así. Es en realidad una metodología de búsqueda de evidencias, con experimentos y con observaciones que permiten responder preguntas. Cuando nuestras preguntas se relacionan con cómo es el mundo real, con cuestiones fácticas, esa metodología nos es útil. Y es la primera y la última línea de defensa contra los que intentan hacernos comprar sus fantasías como si fueran hechos.


* Doctora en Ciencias Biológicas, UBA. Docente. Editora del blog de ciencia Cómo sabemos.