Deciden los destinos materiales de millones de personas y reemplazaron, con mayor o menor éxito, a la realeza de la Edad Media. Resultan figuras centrales en las sociedades modernas, y como tales no podían quedar afuera de la televisión, esa que con distintas tecnologías continúa gobernando los tiempos de los hogares.
Hay políticos de toda clase: honestos, ignotos, vocacionales, hereditarios, intelectuales, rapiñeros, ordinarios, carismáticos, despiadados, empresariales, bienintencionados, arribistas, brutos, elegantes, y la lista podría continuar. En un año electoral como el que afronta la Argentina, es buen momento para recordar cómo son los políticos que se ven en las series, incluso como recurso a la hora de decidir el voto: ¿cuánto se parecen los candidatos a unos, cuánto se alejan de otros?
Los funcionarios de ficción, obviamente, no existen. Pero, como todo fruto de la imaginación, poseen raigambres reales que facilitan la comparación con el mundo empírico. He aquí un somero catálogo de lo que vemos en las pantallas fuera del horario de los noticieros y los programas de entrevistas.
Feos, pulcros y malos. “Escoger el dinero por encima del poder es un error que casi todos cometen: el dinero es una gran mansión que empieza a caerse después de diez años, mientras que el poder es ese viejo edificio de piedra que se mantiene durante siglos”, sostiene Frank Underwood (Kevin Spacey) en House of Cards. En la ficción de Netflix, el protagonista es un político de carrera que decide no seguir más las reglas de juego y, torciéndolas, se queda con todo para sí mismo (al menos hasta que tuvieron que borrar de un plumazo el personaje debido a las denuncias que afronta en la vida real Spacey). Underwood no duda en recurrir al asesinato o a la inducción al suicidio a cambio de continuar en carrera por el trono del Salón Oval. Despiadado y corrupto, encarna en sí mismo el desprestigio que arrecia contra la política (léase la democracia representativa, que no es sinónimo automático de democracia) en casi todo el mundo.
La presentación de los políticos como monstruos (es decir, seres que guardan demasiado pocas semejanzas con las características que hacen a la humanidad) posee otro gran ejemplo en la serie Boss, que emitió la señal Starz en Estados Unidos y no se reprodujo en nuestro país. Allí, el alcalde de Chicago, Tom Kane (un extraordinario Kelsey Grammer), es diagnosticado en secreto de una enfermedad neurodegenerativa. El encuentro irrevocable con la fragilidad y la proximidad de la muerte, que en la mayoría de los casos genera que las personas se vuelvan más humanas, en Kane de-sata exactamente lo opuesto.
Está dispuesto a sacrificarlo todo (su matrimonio, la salud mental de su hija, la integridad de los médicos que lo atienden) para mantenerse en el poder hasta su último aliento. Al igual que a Frank Underwood, a Tom Kane no le interesa en lo más mínimo qué efecto genera en la sociedad lo que él hace, lo único relevante es que él satisfaga sus deseos, entendiendo por ello mantener el centro de la escena. En ambos, no se trata de que sean particularmente corruptos debido a la codicia, sino que resultan especialmente dañinos por su egocentrismo desmedido.
La cuestión personal, la idea de que la carrera debe ser coronada llegando a la meta, es reflejada en tono de comedia en Veep. En la serie cuya última temporada HBO emite actualmente, Julia Louis-Dreyfus (siempre maravillosa) encarna a Selina Meyer, una política de carrera que intentó ser presidenta, perdió las internas y debió conformarse con la vicepresidencia. La ficción muestra con inteligencia cómo se va transformando temporada a temporada: quien al comienzo es una pobre víctima del sistema, con el paso de los años se convierte en alguien a quien no le importa nada salvo su sueño. “Yo me aguanté todos estos años, la presidencia tiene que ser mía porque me corresponde, y va a ser mía, mía, mía”, señala en la temporada en curso. Un capricho casi infantil, con consecuencias tremebundas.
La espiral descendente que transforma buenas intenciones en corrupción y altanería “porque el sistema funciona así” es retratada con genialidad en la maravillosa serie The Wire. En la ficción disponible en HBO GO, un joven concejal de Baltimore, Tommy Carcetti (Aidan Gillen, el Meñique de Game of Thrones), decide enfrentar al alcalde corrupto y termina por reemplazarlo. Al ejercer el poder, va cediendo a las distintas presiones hasta que, de a poco, casi sin darse cuenta, termina por ser idéntico al alcalde anterior: corrupto e inepto, con obsesión por mantenerse en el poder.
Somos buenos, nosotros somos buenos. A poco de ganar el ballottage, Mauricio Macri dejó trascender que le gustaba la serie Borgen. La ficción danesa muestra a Birgitte Nyborg (estupenda Sidse Babett Knudsen), una legisladora del partido de centro que, más por azar que por estrategia, termina desbancando a los políticos tradicionales de la derecha y de la izquierda e intenta llevar adelante un gobierno de alianzas centrado en el sentido común y la ética. Nyborg, como máxima autoridad de Dinamarca, es honesta y bienintencionada, incluso cuando tiene problemas de salud se atiende en hospitales públicos y saca turno como cualquier ciudadano. Hay instantes en que trastabilla, pero siempre sale por fuerza de su buena voluntad. Un detalle interesante es que Borgen prácticamente no estuvo disponible en nuestro país, por lo que el Presidente, para verla, puede haber recurrido a lo que la mayoría: descargas ilegales.
Más que íntegro, en plano heroico, Kiefer Sutherland no logra sacarse el estigma de 24 en Designated Survivor, donde interpreta a un funcionario menor que, tras un atentado, debido a las reglas impuestas por la Constitución, termina al frente del Poder Ejecutivo. Resulta, por cierto, mucho menos verosímil su bondad que la de Nyborg, porque al habitar un país lejano nos puede resultar creíble que haya primeros mandatarios de esas características.
De todas formas, el bien en estado puro lo encarna el Jed Bartlett que compone el gran Martin Sheen en The West Wing: ex docente, siempre deja en claro que busca hacer el bien. La serie del excelente guionista Aaron Sorkin muestra, también, las agachadas que a veces debe encarar el bienintencionado, como el episodio en que debe ordenar un bombardeo donde morirán civiles. De todas formas, eso no le quita honorabilidad en un país donde, como sabemos, se escandalizan más de las relaciones extramaritales que de las masacres generadas por bombardeos.
Buenos o malos, con más o menos errores, con más o menos miserias, día a día vemos en la pantalla políticos de ficción, que suelen caernos bastante más simpáticos o entrañables que los de la realidad, por cierto.
Deslices terrenales
A los políticos se los suele mostrar en las ficciones, en el aspecto amoroso, como disfuncionales o fracasados. A excepción del Bartlett de The West Wing, integran matrimonios en crisis, o que directamente son fachadas para presentarle a la opinión pública que son gente de familia y, por lo tanto, íntegros (razonamiento que rige en la vida real pese a carecer de cualquier lógica).
En The Good Wife, Chris Noth encarna a Peter Florrick, un fiscal de Chicago que fue pescado en una infidelidad y pese a ello su mujer, Alicia (Julianna Margulies), lo acompaña en público, por más que también le hayan encontrado asuntos turbios y pase una temporada en la cárcel, luego de la cual se postula para gobernador de Illinois y gana gracias a la imagen que da junto a su mujer, quien está enamorada de otro, mientras Florrick no deja de tener amantes.
Scandal, como su título lo indica, se centra en los escandaletes. El presidente Fitzgerald Grant (Tony Goldwyn) está casado solo en apariencia, ya que está enamorado de su amante, Olivia Pope (Kerry Washington). Mientras, su jefe de gabinete se dedica a tapar todo, incluyendo asesinatos en su metodología. Un detalle.