"Es espantosa”, dice Graciela Borges. Habla de Esmeralda, la madre que interpreta en La quietud, la nueva película de Pablo Trapero que acaba de estrenarse y donde actúa junto a Martina Gusmán, Bérénice Bejo y Edgar Ramírez. La Borges es, sin dudas, la gran dama del cine argentino. Cálida, amable, gentil, y a cada pregunta aparece una parte crucial de una forma de vivir la cultura. Aparecen Leonardo Favio, aparece Homero Alsina Thevenet, entre otros muchos nombres. Aun así, ella es una extraña mezcla de una presencia que todo lo domina, pero al mismo tiempo de gentileza. Es capaz de decirle que sí a Trapero, que le pidió una reunión aunque es amiga personal para contarle que la quería en La quietud, sin leer el guión. Y compara al director de El clan con Favio: “El hace como Favio, filma con personalidad. Favio filmaba con mucha piedad. Con perdón y amor. Pablo, sin perdón, tiene una visión clarísima de los personajes.”
—Filmaste con Trapero, terminaste el rodaje de “Las comadrejas”, la nueva película de Juan José Campanella y trabajaste con varios directores claves argentinos. ¿Qué es para vos hoy el cine?
—Hay una frase que siento me retrata que es de Antonio Machado: “Solo recuerdo la emoción de las cosas”. De los filmes, que algunos me han costado más y otros menos, recuerdo la emocionalidad, así es como limpiás cabeza y corazón. Me acuerdo de los tiempos, de que en tal escena estaba tan cansada porque me acaba de separar que tenía miedo de quedarme dormida. Cuando estaba por nacer Juan Cruz. Todo. Yo tenía 14 años cuando hice El dependiente y me acuerdo esas cosas.
—¿Cómo te llevás con la idea de un legado? La película tiene momentos donde resuena todo tu paso por nuestro cine.
—Nunca pienso en esas cosas. Siempre veo lo que viene. Y lo que viene es tan interesante... Hoy veo actrices deslumbrantes en el cine argentino. No había visto Alanis. Qué buena es la chica Sofía Gala. Qué naturalidad, qué verdad actoral sin esfuerzo. El actor piensa con el cuerpo. Como la veo a Carla, a Mercedes. No quiero nombrar. Son tiempos de vida. El día de mañana se olvidarán lo que hice y algunas personas dirán que saben de mi filmografía. Me parece pesada la idea de un prócer, de que hiciste algo diferente. Tuviste la oportunidad de hacer, seguro, y si lo hubiera hecho otra quizás lo hubiera mejor, o por lo menos lo mismo.
—¿Es modestia o realmente pensás así?
—No. No soy modesta. Yo soy buena en lo que hago. Y a veces menos. Si no me lo creo, si no me defiendo con un libro o un guión, se complica. He hecho películas bastante horribles. Pero en general he tenido buenos libros. Si no tenés un guión de hierro aunque sea para deshacerlo, no sirve. Tener un director que te mire y te ame. El director tiene que amar a sus actores. Esta cara, ese pelo, ¡ay!, son su alma en el fondo, el alma entre el espectador y él.
—Hablabas de películas horribles, ¿pensás mucho en tus errores?
—No, de hecho a mí me asusta cuando un actor está bien cuatro o cinco veces. Me aterra. No es posible. No es posible porque es una experimentación. Es como un Stradivarius, a veces, la música no va con eso y uno desafina.
—¿Qué es lo que te da felicidad a la hora de actuar?
—Casi nada me hace muy feliz. Qué horror decirte esto. Tengo que decirte la verdad. Ayer una mujer que sabe muchísimo de astrología me dijo que yo tengo una Luna en Capricornio, que es la que te hace ser “yo tengo...”.
—¿“Yo tengo”...?
—“Yo tengo que ser esto, hacerlo bien, ser enfocada de la mejor manera”. Me tiene harta. Basta. En la próxima vida, a equivocarse mucho, diver tirse mucho, muchos nov ios, mucha alegría. Es muy difícil ser severa con uno. Mientras vas olvidando, terminando una película, no estar sopesando todo el tiempo sobre lo que pasó, lo que podrías haber hecho. Después lo soltás.
—Siempre hablaste de Scott Fitzgerald como tu autor favorito. ¿Por qué?
—Me gusta porque es un fracasado. Es un genio igual, claro. Lo perdono porque alguien que conoce tantas palabras y las sabe usar es a lgo glor ioso. Yo tenía un amigo, Homero Alsina Thevenet. Peleábamos siempre. Comíamos siempre. Me traía un libro, nos amamos. El in- sistía con Hemingway. Una vez me llamó por teléfono de Estados Unidos y me dice “¿Sabes dónde estoy? En la casa de Hemingway. Donde él murió, donde se suicidó.” Yo pensaba “qué pesado, me quiere ganar”. Y me dijo algo conmovedor: “Entré a su escritorio, estaba su máquina de escribir, y abajo un cristal. Y cuando miró ahí vi que debajo del vidrio había un pedazo de revista o diario y cuando me acerqué estaba la foto de Scott Fitzgerald que decía: ‘Ernest y yo no nos sentaremos nunca en la misma mesa. El tiene la autoridad del éxito, pero yo tengo la autoridad del fracaso”. Precioso ¿no?
—¿Vos estás más cerca de la autoridad del éxito o la del fracaso?
—A mí me conmueven ambas. Una de las películas que más me conmueven es El dependiente. No me pagaron. Mi mamá no la vio, no la vio nadie. Ahora es un clásico, aquí, en Europa, en todos lados. Uno no sabe. Eso no fue un fracaso. Podés estar 17 semanas en cartel y que no te recuerde nadie.
—¿Te da miedo ese azar?
—No me da miedo nada. A esta altura lo que quiero es pensar que por ahí me voy del cine. No es fácil que encuentre un guión que me guste mucho. No quiero gritar “me retiro” y que me hagan mil notas. No es que esté cansada. Quiero algo que sea nuevo, algo que desconozca. Es fantástico ir a tu casa y sentir que nunca viste un personaje como ése. Cuando te dan algo ya dado, prefiero hacer Entre nosotros, mi espectáculo, con poemas, con fotos, con historias.