Nos conocimos cuando ambos inaugurábamos nuestras veintenas, nuestros proyectos, nuestras pasiones. Fue hermandad a primera vista. Sin pactos, sin contratos, sin firmas. El tiempo se encargaría de sellarla con las experiencias compartidas (las gozosas y las dolorosas) e incluso con los distanciamientos voluntarios e involuntarios.
El primer encuentro ocurrió en la redacción de la gloriosa e insuperable Siete Días, la de Editorial Abril, en años de fuego y plomo. Pronto descubrimos lo que nos hermanaba. El ajedrez (que después él cambiaría por el bridge), el fútbol, el cine, la ironía, el sarcasmo, las largas charlas de trasnoche, la literatura y, dentro de ella, la novela negra. Compartimos mucho tiempo la zaga en legendarios partidos en el club YPF, él como 2, yo como 6. Él jugaba, yo pegaba. Era hincha de Racing, yo de River, pero compartíamos un ídolo: Roberto Perfumo. Con nuestros primeros sueldos creamos una revista dedicada justamente a la novela negra. Se llamaba Sentencia. Duró poco, la disfrutamos mucho. Éramos los autores totales de los cuentos, las reseñas, los ensayos. Firmábamos con seudónimos como Dan Archer, Jack Spade, Ray Smith. Lo confieso ahora, que el crimen prescribió. Y fue solo una de las experiencias intransferibles e imborrables que compartimos. Hubo muchas. De estas y de las que duelen.
Él era como una tuna. Espinoso por fuera, dulce, jugoso y generoso por dentro. Y como una tuna se ofreció a numerosos viajeros sedientos en momentos difíciles, cuando solo se veía el desierto. Bebí de esa generosidad en tramos decisivos de mi vida, cuando un camino u otro definían todo el futuro. Yo admiraba en él su lúcida, instantánea y filosa captación de los detalles en las personas y en las situaciones, su velocidad para la frase incisiva, su capacidad para convertir un episodio menor e insignificante en un relato oral apasionante y apasionado. Creo que él admiraba en mí (me lo hizo saber a su manera) que yo me animara a riesgos y transformaciones existenciales de las que él desistía al llegar al borde.
Cuando nos conocimos tenía un aspecto hippie que años después nadie hubiera dado por cierto. Barba, cabellera larga y desgreñada. Poleras de cuello alto y carentes de forma. Con el tiempo y la vida viraría a pelo corto, saco y corbata y, por fin, moñito. Invariable moñito. Al principio ambos fumábamos en pipa. Yo después abandoné, él siguió con cigarrillos negros potentes hasta que la Parca le mandó un primer anuncio. Era un lector lúcido y penetrante. Dueño de una escritura vibrante, llena de hallazgos, que nunca valoró. Escribía de un modo brillante pero no se lo creía. Parecía suficiente y a veces despectivo. Pero nunca caí en la trampa. Era parte de su coraza.
Su muerte duele mucho, aunque no con desconsuelo. Sí con amor. No hay deudas. La única que yo le reclamaba era una novela, que él se negaba a escribir porque no se consideraba con el talento suficiente. Era una injusta e innecesaria impiedad consigo mismo, porque le sobraba ese talento, que preferiría admirar en otros, en escritores, como Julian Barnes, Ian McEwan (presentes en nuestras últimas conversaciones) o en los queridos Chandler, Hammett, Chase, Ross MacDonald (recuerdo su alegría y mi envidia cuando me contó que estaba en Santa Bárbara, California, para entrevistarlo). Finalmente escribió su novela. No hay deuda. La terminó hace algo más de un año, con miedo e incredulidad por haberlo logrado. El título es Medusa.
Es aguda, profunda, irónica, inspirada. Valiente. Es Daniel. Está inédita. No es justo. Habrá que hacer justicia.
Son muchos años de hermandad. Y en muchos años pasa de todo. Llegamos a pensar muy diferente en muchas cosas, en casi todas. Política, amor, proyectos, cosmovisión. Y nunca nos peleamos por eso. A lo sumo hicimos como que nuestras prioridades y ocupaciones nos mantenían alejados. Hasta que nos dejamos de joder y hace unos años volvimos a encontrarnos, a abrazarnos. Más grandes, más blandos, más fáciles para decir, por ejemplo, “te quiero”. Nos lo dijimos. Me consuela haber podido estar cerca en el recorrido final. Mi hijo, Iván, lleva como segundo nombre Daniel, y, sí, es por él. Por Daniel Pliner. Daniel murió esta semana. Adiós, amigo hermano.
*Escritor y periodista.