Es difícil escribir sobre Daniel Pliner sin imaginar qué diría él sobre estas líneas. Su mirada nos constituía.
Fue mi jefe de las redacciones que me hicieron más feliz. La primera, la revista Somos de Editorial Atlántida durante los años de la democracia fundante. Éramos entonces alegres tripulantes de una aventura única. Teníamos –o sentíamos que teníamos– en nuestras manos la llama de la verdad. Por aquellos tiempos de destape, de irrupción de la libertad, nuestro oficio era sin dudas “el mejor del mundo”. De eso nos había convencido Gabriel García Márquez y nadie fue capaz de desmentirlo. Escribir buenos relatos, tener la mejor información, controlar –y hasta provocar– al poder, amanecer fumando el humo propio y el de los otros, volver a casa para juntar energías y regresar a la redacción para seguir conversando y haciendo periodismo. Los días eran siempre iguales: excitantes.
En el viejo edificio de Azopardo y México en donde pasábamos los días y las noches, Pliner –dueño de una elegancia y un don exclusivos– ocupaba un modesto despacho destinado al director. Ese sitio era para nosotros, sus colaboradores, un lugar sagrado. Pero no porque fuera la oficina del jefe sino porque allí encontrábamos esa mirada que nos reafirmaba. Poco afecto a los elogios contundentes, Daniel tenía un magnetismo tal que sus veredictos resultaban, en general, inapelables. Muchas veces ingresé a ese purgatorio y salí victorioso. Pero otras tantas me retiré con la sensación de que había defraudado su confianza. Y eso me resultaba insoportable. Volvía entonces a probar suerte, trabajando contra reloj, hasta pasar el filtro de su aguda mirada. No importaba la hora, ni el cansancio. En general, Daniel tenía razón.
En 1998 me llamó para sumarme a un sueño. Jorge Fontevecchia lo había nombrado director en el diario PERFIL, la apuesta más ambiciosa del periodismo en varias décadas. Sin muchos protocolos me dijo: “Quiero que te encargues de la sección Ideas: vas a ser el canciller del diario”. Volví a la redacción de Página/12, adonde trabajaba desde hacía apenas siete meses, y renuncié. Me atraía el desafío, pero sobre todo sentía que la bendición de Pliner representaba ingresar a la elite de los periodistas, estar en su lista de elegidos era un certificado de autenticidad. Fue mi verdadero bautismo de fuego en el oficio.
La redacción de la calle Chacabuco pasó a ser entonces nuestra casa. De lunes a sábado, nos jugábamos el pellejo para que nada fallara. El escritor Juan Forn me había advertido: “Vas a participar de la fundación de un diario, ese es un privilegio que pocos tienen en la vida, no dejes de tomar nota de cada momento, no desperdicies ni un segundo”. Lamentablemente, no le hice caso. Porque aquel vértigo solo se podría narrar llevando un registro minucioso de cada detalle. La memoria es esquiva y con el tiempo solo resguarda los trazos gruesos. Pero la vida son los detalles.
Aquellos ocho meses entre el nacimiento y la prematura muerte del primer PERFIL me colocaron en un lugar de privilegio. Además de “canciller” –contando con columnistas de la talla de Beatriz Sarlo, José Nun y Ricardo López Murphy–, me convertí en la práctica en ladero de Pliner, su editor más cercano.
Recuerdo que, en medio del fragor de los preparativos del lanzamiento, me llamó un día a su oficina y me contó que su corazón estaba dando señales de agotamiento. “Me tengo que operar y vas a tener que encargarte de todo hasta que vuelva”, me dijo secamente.
Es difícil transmitir lo que sentí. Tenía que afrontar un desafío para el que no estaba preparado. Temí por él y también por mí. Pero Daniel parecía convencido de su rápido regreso y, sobre todo, demostraba más confianza en mí que yo mismo. “No te preocupes, serán unos pocos días”, agregó.
Apenas superada la cirugía, desde el sanatorio me llamaba continuamente. Nació en ese momento una nueva relación entre nosotros. No podría decir que fuera de amistad, pero sí un vínculo de mutua y custodiada confianza. Cuando retornó a sus tareas, tan pronto como me lo había prometido, sentí un enorme alivio. Su pulso firme, la seguridad que transmitía, me brindaban una paz que pocas veces experimenté. Era culto, refinado y frontal.
A partir del cierre del diario, mantuvimos una relación intermitente. Cuando, hace unos pocos años, su salud volvió a resquebrajarse y se enteró de que yo también atravesaba un momento difícil, me buscó y nos encontramos en su casa. El encuentro ya no fue entre un jefe y su fiel subordinado. La cercanía de la muerte nos permitió vencer distancias. Hablamos como viejos amigos. Fiel a su estilo, no me dijo cuánto me quería. No hacía falta. Lo percibí en sus ojos.
Cuando me enteré de que se había ido, experimenté una profunda sensación de soledad.
*Escritor y periodista.