En un país con seria restricción presupuestaria y déficit fiscal y deuda pública crecientes, todo lo que el ciudadano puede esperar de su gobierno es un conjunto de medidas responsables y declaraciones muy calculadas de sus autoridades para evitar el pánico entre los inversores y consumidores. Un comportamiento que se ha repetido históricamente repetido en todas las partes del mundo en situación equivalente. Pero en el Brasil liderado por el ex capitán del Ejercito Jair Bolsonaro lo que es sensato y racional no vale para las cuentas públicas ni tampoco para los otros graves desafíos, como la pandemia de Covid-19 y la desforestación. “Brasil está en bancarrota”, sorprendió el presidente el último martes al ser cuestionado en la entrada del Palacio de la Alvorada por uno de sus seguidores sobre por qué su gestión no ajustaba el mínimo no imponible del impuesto a las ganancias. “No consigo hacer nada”, agregó en tono dramático, y en seguida culpó a la prensa.
No, Brasil no está en bancarrota. La bancarrota del país está en otro nivel: el liderazgo del Ejecutivo nacional, que acumula los peores adjetivos conocidos en buen portugués. Es cierto que puede alcanzar una situación de quiebra en el futuro si no hay responsabilidad en el manejo de las cuentas públicas. El país ingresó a 2021 sin el proyecto de presupuesto aprobado por el Congreso, que solo la votará después de conocidos los nuevos presidentes de las dos Cámaras. Pero igualmente comenzó el año sin deuda pública externa, con nivel elevado de reservas internacionales -US$ 356.000 millones- y superávit en el balance del comercio exterior. El horizonte fiscal, sin embargo, está lejos del equilibrio. Solamente una gestión eficiente, sin soluciones mágicas y populistas, puede impedir que el desborde presupuestario dañe todavía más la economía real, la capacidad de atracción de inversiones y la vida de los brasileños desempleados y más vulnerables.
Está claro que Bolsonaro podría haber hecho mucho en este campo. Al contrario, ató las manos de su ministro de Economía, Paulo Guedes, en todo lo que estaba relacionado a las reformas más que necesarias, como la impositiva y la administrativa, así como su agenda de privatización. Guedes se vio atrapado en el laberinto político del presidente y por el inevitable incremento del gasto público para hacer frente a la pandemia. Sobre todo, se concentró en apagar los incendios y se perdió en sus desafíos estructurales. Podría haber chocado abiertamente con el presidente, pero se sometió al jefe.
La deuda pública de Brasil alcanzó un 93,3% del PIB en 2020 y en breve llegará a 100%. La privatización puede reducir este nivel asombroso, pero el presidente nunca tuvo las convicciones liberales que propagó en sus actos de campaña. Guedes estableció una meta de déficit primario del gobierno federal del R$ 247.000 millones para 2021, unos 45 mil millones de dólares, pero no está claro como la va a cumplir sin superar la Ley de Techo de Gastos, algo que podría llevar al presidente a enfrentar un proceso de impeachment como el que sacó del poder a Dilma Rousseff en 2016.
El superministro ya no ve perspectivas de aprobación este año de la reforma del manicomio impositivo de Brasil, lo que frustra las perspectivas de inversiones en los sectores productivos, sobre todo la industria nacional. Como alternativa, apuesta a una reforma administrativa que no tocará en los beneficios de los actuales funcionarios públicos -por lo tanto, con capacidad limitada de reducción inmediata de gastos- y en una reforma de emergencia que permita no respetar el techo fijado por la ley. Sin esta última medida aprobada, el gobierno contará con solo R$ 92.000 millones, unos 16 mil millones de dólares, en gastos no obligatorios. Todos los demás recursos estarán desde ya comprometidos en rubros de los que no puede escapar, bajo el riesgo de incumplir la Constitución. Pero fragilizar esta ley no será un hecho sin consecuencias sobre las inversiones.
Este escenario todavía se puede complicar. Las primeras estimaciones fiscales del Ministerio de la Economía no solo están desactualizadas por el aumento del salario mínimo -solo R$ 55- y por la tasa de interés de los bonos federales, que impactan los gastos con seguridad social y los costos de la deuda pública. El liberal Guedes comprobó que la vigencia de la ayuda de emergencia a los millones de brasileños -de R$ 600 (110 dólares) entre abril e agosto y de R$ 300 entre setiembre y diciembre- ha sido esencial para evitar que la caída del PIB en 2020 fuera de 4,5% y no de 9,5%, como fue estimado en abril, pese a haber contribuido con el incremento del déficit y la deuda pública.
En un primer momento contrario a esta ayuda, Bolsonaro luego se dio cuenta de la repercusión positiva de ella en su popularidad y está consciente del impacto negativo de su extinción en diciembre no solo sobre el consumo de las familias y en el ritmo de rueda de da economía. Para un presidente que empezó su mandato con prioridad para su reelección a cualquier costo en 2022, este punto muy reclamado por otras razones por la izquierda, es tan clave como su explicación de que no consigue hacer nada por causa de prensa. Con más de 200.000 muertos por la pandemia que no quiso enfrentar y un plan incierto de vacunación, Bolsonaro sabe que sin un desempeño más pujante de la economía el año que viene no tendrá mejor suerte que su maestro Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos.
Es esperada para febrero la propuesta de Economía al Congreso de creación de una nueva versión del Bolsa Familia, el programa creado por Lula da Silva para garantizar la renta de los más pobres, y de la reducción de los costos laborales para las empresas que emplean trabajadores que cobren hasta un salario mínimo. Por más electorales que sean estas iniciativas, es cierto que tendrán impacto en la curva de desempleo -14,6% o 14,1 millones de personas en el tercer trimestre - y en la perspectiva de crecimiento del PIB de un 3 en 2021, lo que es insuficiente para recomponer la caída de un 4,5 el año pasado, y de 2,5% en el 2022, como estimó el Banco Mundial en diciembre.
Sobre la elección presidencial de 2022, para la que Bolsonaro predice un “fraude” semejante al que insiste en que hubo en Estados Unidos, no hay ninguna certeza. En los próximos 21 meses todo puede pasar, incluso el impeachment de un presidente claramente responsable por los muertos de la pandemia que aún desdeña y por sus intentos de desestabilizar las instituciones del país.