Imaginamos al mamut con cuernos enormes y retorcidos; lo imaginamos peludo, lleno de barro, harto del invierno perpetuo; lo imaginamos luchando contra los homúnculos primitivos que intentaban cazarlo con palos y piedras; pero sobre todo lo imaginamos suspendido dentro de un gigantesco cubito de hielo, congelado para toda la eternidad. Los mamuts se extinguieron hace cuatro o cinco mil años; habitaban las llanuras frías de Asia y el norte de América. Los sufridos nativos que mucho tiempo después poblaron esas tierras no tenían el concepto de «extinción» dentro de su cosmovisión, por lo que al encontrar sus huesos y colmillos descomunales bajo tierra pensaron lo más obvio: eran los esqueletos de gigantescos topos subterráneos que rehuían de la luz del sol. Por ese motivo jamás los veían sobre la superficie: se trata, como se puede comprobar, de una demostración irrefutable. No hay consenso acerca de la exacta etimología de la palabra, pero todas las versiones coinciden en remontarse a algún áspero idioma del norte de Asia. Para algunos tenía el significado de «cuerno subterráneo», para otros de «topo de la tierra». De allí pasaría al ruso antiguo, y de allí a los idiomas de aquellos viajeros occidentales que decidieron explorar y cartografiar la tundra hace cuatrocientos años. Nuestra lengua lo recibe del francés. Durante un breve período el mamut se confunde con el mastodonte, otra bestia también parecida al elefante y también prehistórica, pero pronto los hombres de ciencia pusieron a cada especie en su lugar dentro de la rigurosa taxonomía animal.
(En la imagen, un joven cazador prehistórico escapa de un mamut. En 10.000 AC, de Roland Emmerich, 2008.)