Suele sorprender enterarse de que el piano es en realidad un instrumento de cuerda, como el charango o el ukelele. Si tuvo la oportunidad de examinar su interior, o si usted es un forzudo que se complace en destrozarlos para luego hacer atravesar los despojos a través de un aro, habrá comprobado que se parece a un arpa, vertical en los pianos más comunes, acostada en los pianos de cola. Las teclas que presiona el virtuoso mueven un mecanismo que termina con un pequeño martillo golpeando con suavidad sobre la cuerda correspondiente. Los antecesores del piano actual son el clavecín, también llamado clavicémbalo o simplemente clave, y el clavicordio. El clavecín recibe en inglés el nombre de harpsichord, donde la alusión al arpa originaria es más explícita. Este instrumento también tiene un teclado, pero la cuerda no es golpeada, sino que resulta ligeramente pulsada, como si púas metálicas obedecieran las órdenes que ejecuta el músico. En el clavicordio, en cambio, la cuerda es frotada, una manera de producir sonido similar a la del violín. Ya habrá descubierto que no por presionar el teclado de su computadora con furia la carta a su ex novia se escribe en negrita o con letra más grande; del mismo modo, el clavecín y el clavicordio producen un sonido uniforme en intensidad sin que importe qué presión ejerce el músico sobre las teclas. Esta limitación fue suficiente durante un par de siglos, y grandes artistas, como Johann Sebastian Bach, trabajaron únicamente con ellos. Pero algunos músicos necesitaban más expresividad, más emotividad. Hacia mediados del 1700, el italiano Bartolomeo Cristofori diseñó un instrumento al que llamó gravicembalo col piano e forte, esto es, «clavecín con suave y fuerte». El instrumento tuvo popularidad inmediata y el nombre se abrevió, simplemente, a piano.
(En la imagen: el vampiro Edward Cullen le toca a Bella Swan la canción que compuso especialmente para ella. En Crepúsculo, de Catherine Hardwicke, 2008.)