Por encima del agobiante y oscuro aire de estos tiempos, la asunción de Alberto Fernández como presidente de la Argentina (y no de “la unión de los argentinos” como repetía lambisconamente y fuera de lugar la locutora de la transmisión televisiva y radial), ofreció dos puntos de luz. El primero es el hecho de que luego de 91 años un presidente no peronista terminara su mandato y entregara en tiempo y forma los atributos a su sucesor, además de que tal delegación del mando se produjera democrática y civilizadamente en un continente convulsionado, en el que la democracia está en serios aprietos. Por mejores razones que las habituales, Argentina parecía hoy un país de otro planeta.
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Y el segundo punto es el discurso inaugural de Fernández, una pieza oratoria de alta calidad en su forma y en su contenido. Ofreció una visión fundamentada del país que recibe y desplegó algo que escasea en estos pagos: una visión convocante, un propósito común alejado del fundamentalismo y el pensamiento único. Un compendio de políticas de Estado. Habría que ser muy necio, muy fanático y nostálgico del gobierno que se fue, muy ortodoxo del mercadismo voraz y depredador para no compartir la visión integradora y superadora que el nuevo presidente ofreció como propósito. No habló de hacerlo “juntos”, esa falacia del optimismo bobo que nada significa; habló de hacerlo desde las diferencias, tomándolas como una realidad y proponiendo usarlas para sumar y no para agrietar aún más.
No habló de hacerlo “juntos”, esa falacia del optimismo bobo que nada significa; habló de hacerlo desde las diferencias
Acaso haya sido el mejor, el más sustancioso y consistente discurso desde Raúl Alfonsín. Entre sus ingredientes se combinaron la inteligencia racional y práctica y la inteligencia emocional. Unió el compromiso personal e intransferible a la propuesta política, económica y social. Está duramente comprobado y sabido que entre los discursos (sobre todo los inaugurales) y su posterior concreción los caminos se desvían groseramente y los abismos se abren hasta lo insondable. La experiencia de lo vivido obliga a tener a Fernández bajo la lupa. Pero da la impresión (esto es subjetivo) de que en su discurso puso en juego un capital mucho más importante y decisivo que el reputacional. El capital existencial. Olvidar, tergiversar o traicionar la visión transmitida en su primer mensaje como presidente no sería un fracaso más en la historia política de un país acostumbrado a esos fracasos. Considerando la importancia que Alberto Fernández da a las preguntas por sobre las respuestas, lo dejaría de frente a dos interrogantes cruciales: ¿para qué haber dedicado toda una vida a la política? ¿y cuál sería entonces el sentido de esa vida?