La suspensión de las cuentas de Donald Trump por Twitter y otras redes sociales actualiza un debate de suma importancia que trasciende por completo la controvertida figura del presidente saliente de los Estados Unidos y su conducta como tal.
En rigor, la trascendencia de las redes en la vida de la sociedad globalizada excede cualquier anécdota, por notable que sea y desde hace mucho tiempo. Las redes son parte relevante de la vida diaria de miles de millones de personas, determinan en buena medida sus opiniones, alimentan –cuando no generan- sus preferencias y son claves en numerosas decisiones que ellas toman, incluyendo –nada menos que– el voto a través del cual se expresa la participación en las sociedades democráticas.
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Este fenómeno del mundo globalizado líquido –el concepto instalado por Zygmunt Bauman es cada día más acertado para definir un contexto en que todo se diluye en instantes– se ha desarrollado al margen de regulaciones legales, conducido por las empresas que manejan las redes en función de sus intereses de expansión y el fin de lucro perseguido por las mismas. Ambos aspectos son propios del sistema económico que rige en casi todo el planeta y son sin duda compatibles con las normas del Estado de Derecho democrático, vigentes en buena parte de él, lo que no implica dejar de considerarlos como aspectos salientes para el análisis.
La creciente y enorme incidencia que las redes tienen en las sociedades modernas hace necesario y urgente que su funcionamiento ocurra dentro de un marco que tutele, en forma adecuada y razonable, los derechos de las personas y la vigencia de las instituciones. Eso permitiría resolver los conflictos que, inevitablemente, se plantean, en base a normas claras interpretadas por la Justicia.
En rigor, la trascendencia de las redes en la vida de la sociedad globalizada excede cualquier anécdota, por notable que sea y desde hace mucho tiempo.
El caso de Trump permite visualizar la inmensa repercusión que generan las redes porque hablamos del presidente saliente del Estado más poderoso del globo que, sólo en Twitter, tiene 80 millones de seguidores. Sin embargo, si nos limitamos a analizar la suspensión de sus cuentas, es casi imposible no caer en la brutal polarización que genera su figura y opinar, a favor o en contra de la medida, sólo en función de nuestra opinión personal sobre él y sus actos.
Por eso parece útil formularse algunas preguntas que dejen de lado lo anecdótico como por ejemplo:
- Partiendo del pleno respeto a la libertad de expresión, cuáles deberían ser las causas que justifiquen tomar medidas restrictivas a la participación en redes sociales?
- A quién corresponde definir esas causas y las sanciones correspondientes?
- A quién compete analizar cada caso y aplicar las eventuales sanciones?
Si dejamos –como hasta ahora ocurre– que dichas definiciones y su instrumentación queden a cargo de las empresas que administran las redes, parece evidente que serán ellas quienes concentren cada vez más poder, sin control alguno del conjunto social. Conviene recordar, además, que nos referimos a empresas de características cuasi monopólicas y alcance global, escasamente sujetas al control de los Estados nacionales.
Por otra parte, la regulación o su interpretación podrían afectar la libertad de expresión y hacernos correr el riesgo –entre otros– de que los derechos dependan de la voluntad del gobierno de turno y el manejo de las redes se convierta en parte de la lucha por el poder político o de su ejercicio.
Es un gran desafío encontrar el delicado equilibrio necesario para no caer en los extremos señalados y consolidar un funcionamiento de las redes que asegure el interés general y los derechos.
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Las preguntas planteadas más arriba, a las cuales sin duda pueden sumarse otras, deberían poder responderse en base a los tratados internacionales, los esquemas constitucionales y legales de cada país. Las cuestiones derivadas de ello deberían, en función de ello, ser juzgadas por sus Tribunales, como ocurre con cualquier otra.
Poco debería importar que esta o aquella medida –la suspensión de las cuentas de Trump es un excelente ejemplo para el análisis– nos parezcan "bien" o "mal", opinión que, al cabo, depende exclusivamente de nuestros valores e intereses.
En el caso puntual muchos pueden –me incluyo– pensar que el todavía presidente estadounidense convocó a la violencia, desconoció la voluntad popular expresada en elecciones, llamó a enfrentar a las instituciones democráticas y cometió serios delitos, pero nada de eso ha sido aún resuelto en sede judicial, la única capaz de establecerlo. Si aceptáramos que la decisión de las empresas es válida sólo porque la compartimos, caeríamos en un mecanismo curiosamente similar al usado por el propio Trump y sus seguidores para argumentar un supuesto fraude que no pueden probar y cuya existencia ha sido rechazada por dos decenas de tribunales en ese país, en otras palabras, algo es cierto –o correcto– porque nos parece que así es.
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La clave, entonces, es que las redes funcionen en base a un esquema socialmente consensuado, es decir, basado en las mínimas regulaciones legales indispensables, razonablemente previsible y controlado por la Justicia. No porque allí encontremos la solución a todos los problemas sino porque a ella podemos aplicarle la brillante definición de Churchill sobre la democracia: es la peor de las soluciones pero sólo si se descartan todas las demás.