Una revista de cultura para médicos había aceptado mi idea de hacer una serie de diez cuentos breves y en busca de material del escritor brasileño Joao Guimaraes Rosa llegué a la librería El Juglar, en el sur de la ciudad de México. Era plena mañana, la librería estaba desierta, hacía rato que estaba revisando las estanterías, cuando escucho una voz que me pregunta:
- ¿Usted anda buscando literatura brasileña?
Cuando levanté la vista y me cercioré de que se estaba dirigiendo a mí, casi me desmayo.
- Sí, estoy buscando literatura brasileña, en particular cuentos de Guimaraes Rosa. Pero no se moleste, señor Rulfo...
- Para mí no es ninguna molestia, venga por aquí. Acompáñeme.
Me recomendó “Primeras historias”, y después de pagar, quedamos en continuar charlando ahí o en el “El ágora”, una librería situada en la Avenida Insurgentes y Barranca del Muerto. Al fin y al cabo éramos vecinos: él vivía en Felipe Villanueva y yo a muy pocas cuadras, en Capuchinas, a metros de la Comercial Mexicana y del cine Manacar.
Fue así como nos encontramos varias veces. Sentado junto a la ventana del primer piso del café de la librería “El ágora”, yo lo veía cruzar la avenida Insurgentes, caminaba sin prisa, como preocupado, la cara levantada.
Geminiano como yo, ambos habíamos nacido en mayo, Juan el 16, yo el 25, en pequeñas localidades de provincia: él en Apulco, estado de Jalisco, yo en Rojas, provincia de Buenos Aires. Juan se casó el 24 de abril, yo el 26. Además, nos unía el cariño por el Instituto Alexander Bain donde él había leído un cuento en la primaria y en cuya Preparatoria yo daba clases.
Clásico de la semana: "Pedro Páramo", de Juan Rulfo
Ambos valorábamos los escritos de los conquistadores y evangelizadores, en lo didáctico como en lo literario y comentábamos sobre algunas obras de esa época, crónicas, epistolarios, etc. Después de sostener que esos escritos son el punto de partida de lo que hoy se llama lo real maravilloso, Rulfo expresaba su admiración por Arguedas, Borges, Cortázar y, sobre todo, por Guimaraes Rosa.
En algún momento salió el tema de la fotografía y me sorprendió el conocimiento que tenía, ya que la practicaba cuando recorría el país, así como de fotógrafos, en ese sentido yo le iba a la zaga porque mi cultura se terminaba en dos o tres fotógrafos, Robert Doisneau, Eugene Atget, Robert Capa…
La pasaba muy bien charlando con él, escucharle contar historias y anécdotas sobre personas y pueblitos tipo Comala, con ese tono amiguero, ningún deseo de brillar en sus palabras, nada de explicaciones excesivas, carecía de afanes pedagógicos, no espiaba con la mirada, era de una sencillez que hasta desconcertaba.
Supongo que a Rulfo le pasaría otro tanto, yo le caía bien, quería a la Argentina y no de la lengua para afuera, país del que solía destacar el nivel de la educación y la cultura que veía en los argentinos y en las argentinas, “ustedes son un pueblo que lee mucho y eso es muy importante.”
- ¿Le debe ser poco grato vivir tanto tiempo fuera del país, verdad Ángel…?
Después de cada encuentro con él, volvía a mi casa con las pilas cargadas, silbaba a lo largo de las tres cuadras. Había estado conversando con uno de los escritores que yo más admiraba, compartiendo el gusto por el café, la coca cola, los cigarrillos, el que luego de pagar y dejarle una buena propina al mesero, me invitaba a hurgar en libros y discos en el ambiente silencioso de “El ágora”.
Es que Juan Rulfo era un escritor que yo había leído siendo estudiante de Filosofía y Letras, poco adicto a referirse a su obra literaria, quizás porque se había escrito demasiado sobre ella y sobre la realidad social y política en que vivieron sus personajes, el cual todavía hoy me emociona cuando leo y/o escucho “Luvina” y, sobre todo “¡Diles que no me maten!”:
“-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oigan. Date tus mañas y diles que para susto ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de ir. Según eso, yo soy tu hijo. Y, si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
-Dile al sargento que te deje ver al coronel. Y cuéntale lo viejo que estoy. Lo poco que valgo. ¿Qué ganancia sacará con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y al cabo él debe de tener un alma. Dile que lo haga por la bendita salvación de su alma.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
(…)
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! –pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates…!
-Llévenselo! –volvió a decir la voz de adentro.
-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.”