OPINIóN
Tiempo libre

El placer de leer, siempre (vigésimo primera entrega)

La compañía de un libro es enriquecedora, a nivel intelectual y emocional. Hoy hablaremos de María Fasce.

Lectura
Lectura | Pexels / Pixabay

“Lo tremendo es que, no sabiendo qué es la verdad, sabemos sin embargo qué cosa es la mentira.” 

                                                                                                                         Cesare Pavese

Licenciada en Letras, escritora, editora y traductora, nacida en Buenos Aires en 1969, María Fasce ha colaborado como periodista y crítica literaria y cinematográfica en distintos medios. “La verdad según Virginia” (Planeta, Buenos Aires, 2004) es su primera novela.

Esta historia comienza cuando Virginia, una joven de 29 años, despide a su hijo de ocho años, que se va una semana de vacaciones a la costa atlántica.

 

María Fasce 20210729
María Fasce.

 

Nuestra protagonista trabaja en una revista y se dedica a las cosas de su casa. Está casada con Diego, un hombre de conducta irreprochable, como sabemos tiene ese hijo al que ama, y una madre que aún se preocupa por ella.

También debemos mencionar a Tomás, el primer amor de Virginia, un hombre mayor, que fue quien la convenció para que viajara a Europa ante la negativa de él a dejar a su esposa por ella.

Todo iba sobre rieles. Hasta que Virginia se entera que Santiago, un colombiano con el que había tenido una aventura en París, decide venir a Buenos Aires por unos días y ella le ofrece alojarlo en su casa aprovechando la habitación dejada por su hijo.

Sí, ante situación por la que puede atravesar cualquiera, la autora logra crear una atmósfera de suspenso. ¿Qué va a pasar?

Maneras de leer

Es la pregunta que me hago como lector y que se hace la protagonista. Que se zambulle en sus sentimientos en lo que atañe a sus seres más queridos. Leerá y vaya si pensará sobre el amor, los celos y la culpa, la eterna culpa, la verdad y la mentira, el engaño y la fidelidad, cómo le cuesta a una mujer como ella, Vicki, Vickita, Virginia, tan insegura sobre todo, tan controladora, tan atenta a la ropa, el maquillaje y el peinado, tan pésima ama de casa, controladora, con tanto miedo a quedarse sola de por vida.

Manifiesto feminista. Análisis químico de la mujer. Otro chiste, sobre Bin Laden. Una cadena de firmas para la ONU. Una alerta de virus electrónico. Borré todos los mails sin abrirlos. Busqué Santiago Ayala entre los remitentes.

“Virginia, llego el martes 4, a las 12. Inch-Alá. Muchos besos.” ¿Cuántas veces lo había leído ya? El Insha'Allah era una fórmula provocadora en esos momento; después de los atentados los musulmanes habían sido declarados enemigos de la civilización, pero Santiago no era provocador, sólo un poco cínico. “Es la oportunidad para irse a vivir a Nueva Cork, debe estar baratísimo”, se había limitado a escribir el día siguiente a la caída de las Torres Gemelas. Lo verdaderamente llamativo ahora era el “muchos besos”, teniendo en cuenta las fórmulas anteriores: un abrazo, hasta pronto, muchos abrazos.

El placer de leer, siempre

Yo siempre me despedía con “un beso”. Le había explicado: aquí siempre nos despedimos así. Santiago nunca había querido comprobarlo. Pero eso era en las primeras cartas, nueve años atrás. Le hablaba de la Argentina como si trabajara en la Oficina de Turismo; por miedo a que mi sola presencia en Buenos Aires no justificara su viaje desde Bogotá, invocaba el tango, Palermo, San Telmo, el río, lugares a los que nunca iba. No le mandaba postales. Que se imaginara Buenos Aires como yo se la contaba o como quisiera, las fotos podían no gustarle.

No teníamos correo electrónico en aquella época. Releía varias veces mis cartas, en voz alta, para ver si había logrado pasar por el tamiz toda mi ansiedad. Practicaba una caligrafía rápida, de mujer ocupada que se ha tomado dos minutos para escribir unas líneas. Marcaba en el calendario las fechas de los envíos, dejaba pasar un mínimo de dos semanas entre una y otra. “Hola, guapa”, contestaba Santiago en un papel celeste, más pequeño que los papeles de carta, la hoja de algún bloc. “Estoy terminando el nuevo guión. Te escribo luego porque ahora apenas tengo tiempo para más.” Y yo me quedaba mirando la hoja hasta que sólo veía tes, ges, eles; la ponía del revés, al trasluz, para ver si aparecía otra carta, como pasa con esos discos que, según dicen, puestos al revés transmiten mensajes satánicos. “Ahora apenas tengo tiempo para más.” Las barras verticales de las letras se me clavaban en el cerebro como alfileres. Santiago no podía sonar más tranquilo y despreocupado. Es que estaba tranquilo y despreocupado. No tenía ninguna urgencia por verme.

Compras, lecturas, aventuras

Estos papeles celestes contenían la voz de Santiago. Bastaba desplegarlos para escucharlo. Ahora, con los mails, todo parecía más frágil, más irreal. Hasta yo misma podría haber escrito ése. Pero lo había escrito él. Me mandaba muchos besos. Venía a Buenos Aires.

Apagué la computadora y miré el placard abierto. Cualquiera diría que tenía demasiada ropa. Diego lo decía. Pero a mí me costaba encontrar lo que buscaba. Era como buscar un disfraz en una tienda de disfraces: siempre tenía la sospecha de que faltaba algo que sería perfecto para la ocasión. ¿De qué quería disfrazarme con Santiago?

César Aira. Una lectura de “La ola que lee” 

Abrí mi libreta y anoté: “Aeropuerto”. Me saqué los jeans y la camisa de Diego que me había puesto para llevar a Agustín al colegio y me probé una remera blanca y un saco beige. Iba a necesitar un par de esos zuecos que parecen zapatillas de frente pero no tienen talón. Poco maquillaje y una colita, como si hubiera dejado la comida en el fuego para ir a buscarlo. Me iba a disfrazar de actriz de Hollywood en plan casero, Jode Foster o Julianne Moore interceptada por un paparazzi al salir del supermercado.

¿Cómo me vería Santiago después de Agustín? Me miré los pechos, los toqué. Más grandes y más flojos. Pero no era eso solamente, había otra cosa. Algo en los ojos y la piel. Yo lo veía en otras mujeres, después de tener un hijo ya no volvían a ser las mismas, pasaban a formar parte de una especie distinta dentro del género femenino: la especie madre.”