OPINIóN
Tiempo libre

El placer de leer, siempre (vigésimo séptima entrega)

La compañía de un libro es enriquecedora, a nivel intelectual y emocional. Hoy hablaremos de Alicia Jurado.

Lectura
Lectura | Lucia Parrillo / Pixabay

Alicia Jurado nació en Buenos Aires el 22 de mayo de 1922 y murió el 9 de mayo del 2011.

Doctora en Ciencias Naturales por la Universidad de Buenos Aires, dedicó su vida a la literatura, estudió en Inglaterra y Estados Unidos; fue secretaria de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE); vicepresidenta del Centro Argentino del PEN Club Internacional.

 

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Alicia Jurado 20211013
Alicia Jurado dedicó su vida a la literatura. Fue secretaria de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) y vicepresidenta del Centro Argentino del PEN Club Internacional. Falleció el 9 de mayo del 2011.

 

En 1980 fue nombrada miembro de número de la Academia Argentina de Letras, ocupando el lugar que dejó vacante su amiga Victoria Ocampo; en 1986 formó parte del Fondo Nacional de las Artes; de la Real Academia Española y de la Academia Chilena de la Lengua.

Es autora de novelas, cuentos, ensayos y memorias como ésta, “Epílogos, Memorias 1992-2002”, publicada por la editorial El Elefante Blanco en el año 2003, en la que afloran los recuerdos de su vida familiar y social, sus amistades, su afición a la literatura, la música, el arte en todas sus manifestaciones, sus andanzas por el mundo.

Todo está en sus anotaciones, su participación en conferencias, mesas redondas, exposiciones y reuniones, visitas a teatros, pinacotecas, museos, iglesias, conventos, palacios, pueblos, aldeas, barrios, parques, comidas, objetos, películas y libros, su estadía en París “¡Que ciudad tan linda, Dios mío! Por donde se la mire es armoniosa…”; y en Londres, “asombrada por la eficiencia y la responsabilidad  que hay en ese país”; sus padecimientos físicos y sus convalecencias, así como sus comentarios sobre los gobiernos argentinos, tanto dictatoriales como democráticos, “que nos arruinan cada vez más aumentando nuestra deuda externa y gastando en cosas innecesarias para poder coimear”…

El secreto mejor guardado de la literatura argentina

Divorciada del abogado Eduardo Tiscornia, con quien había tenido dos hijos, Alicia cuenta su casamiento, en la etapa final de su vida, con el primer amor de su adolescencia, un claro mensaje de que no hay edad para la llegada de la felicidad:

“Nos casamos el 14 de mayo a la última hora que hallamos disponible, las cuatro menos cuarto (…) Como ocurría siempre, no pudimos invitar sino a pocos, limitados por el espacio y la necesaria comodidad de la gente, que ya no tenían edad para estar de pie (…) Hubo brindis al por mayor y hasta una torta de dos pisos, hecha de chocolate blanco. Yo estaba tan feliz, con un largo vestido de color turquesa y amplio vuelo, que no me acordé en ningún momento de que cumplía setenta y cinco años y no me quedarían muchos más para cumplir. Apagué la última vela simbólica pero cortamos juntos la torta como los jóvenes recién casados, rodeados de amigos ya viejos como nosotros y tratando de no pensar en los que ya no estaban para compartir esta alegría que, tan tardíamente, nos fue otorgada.

Para mis setenta y cinco años, tuve otro recuerdo. Un viejo amigo lejano que vive en Bahía Blanca pero suele venir a Buenos Aires, Rodolfo Quintana, aprovechó uno de sus viajes para dar una conferencia comparando mis Memorias con la Autobiografía de Victoria Ocampo. Estuve allí, por supuesto, celebrando otra vez el haber llegado a esa altura de la vida.

El placer de leer, siempre

Después, Boy empezó a mudar a casa sus pertenencias y yo a vaciar roperos para darles cabida. Es increíble la cantidad de cosas inútiles de las cuales cuesta deshacerse, porque son recuerdos de infancia o de viajes, porque pertenecen a la madre o porque se piensa, equivocadamente, que podrán servir alguna vez. No menos agobiante es la papelería que una vacila en tirar, aferrándose a cartas pretéritas, a textos originales que ya fueron publicados y a un sinfín de testimonios de la propia vida que nunca más miraremos, pero de los que nos cuesta desprendernos porque nos parece que algo de nosotros mismos se va mágicamente, con ellos. Sólo la certeza de que serán incinerados sin un instante de duda por mi heredera, que no tiene dónde guardarlos, me permitió armarme de coraje y consignarlos a la destrucción. Boy, a su vez, hacía lo mismo, y por fin logramos el volumen de objetos estricto para llenar los placares disponibles, que no son pocos, con la ropa y las pertenencias de los dos.

Era natural que viviéramos en casa, ya que el departamento de él sólo tenía tres ambientes y resultaba más lógico que viniese a ocupar aquí el cuarto y el baño que dejó Cecilia cuando se fue a vivir sola. La reorganización implicó mudanzas de muebles, algunos de los cuales tuvieron que migrar a la estancia y otros, suyos, entraron en casa para que él tuviera su propio refugio, incluidos los libros, los objetos preferidos y las fotografías de hijos y nietos. Ya se habían hecho los trabajos de pintura y empapelado donde hizo falta renovar habitaciones y al poco tiempo Boy, que dormía solamente en la casa los primeros días, pasó a vivir definitivamente en ella.

Desde entonces, las pequeñas cosas cobraron un sabor especial: tomar juntos el desayuno por la mañana, y sólo despedirnos hasta la hora del almuerzo; entrar y salir juntos a cada momento, de noche o de día, y saber que ya no tendríamos que separarnos porque dormiríamos en la misma cama y bajo las mismas mantas, sin dejar de sentir nunca el contacto el uno del otro, que nos daba la certidumbre de estar allí, en la tibieza compartida y bastaba alargar un pie o una mano para reanudar esa reconfortante sensación de la existencia de cada cual.

Maneras de leer

La felicidad está hecha, sin duda, de una suma de momentos gratos. Tengo artrosis, a veces me resulta cansador caminar tres cuadras seguidas, nada parece curarme, ni los ejercicios ni los masajes ni las aplicaciones de cosa alguna, y hay veces en que el desaliento me hace mirar el futuro con cierto pesimismo. Pero saber que a mi lado hay otro ser que me ayuda y me gratifica trayéndome el libro que busco, las rosas que me gustan o los marrons glacés que prefiero; alguien que me alcanza todo lo que está demasiado alto para mí y me abre los frascos y las latas difíciles y me lleva los paquetes pesados; saber esto me permite, a pesar de los inconvenientes de la vejez que él, cinco años mayor que yo, no sufre, dar todavía gracias a la vida.

 

* Ángel Cabaña. Profesor y Licenciado en Historia.