Escombros, vidrios rotos, gritos, un centenar de cuerpos muertos tendidos en el piso, miles de heridos, edificios demolidos y hospitales –que estaban enfocados en la atención del covid-19 – colapsados por esta emergencia repleta de llamas, fue el saldo que dejó la potente explosión en el puerto de Beirut, capital de Líbano, que dejó atónita a la comunidad internacional. Si algo le faltaba a un Estado sumergido en una severa crisis económica y política para contaminar aún más su atmósfera social, era este sangriento hecho.
Desde el gobierno esbozan la hipótesis que lo sucedido fue consecuencia de una explosión de fertilizantes depositados durante más de un lustro en un local situado en el puerto. Lo que llama la atención es la cantidad de ese cargamento: 2.750 toneladas de nitrato de amonío, altamente tóxico. Par dimensionar la magnitud del estallido, es preciso prestarle atención los residentes de la isla de Chipre, quienes afirmaron haber sentido el cimbronazo, a pesar de hallarse a más de 200 kilómetros de distancia.
El presidente de Líbano, Michel Aoun, tildó de inaceptable el almacenamiento inseguro de nitrato de amonío, y el primer ministro, Hassan Diab, prometió que los responsables serán llevados ante la justicia.
Si esta hipótesis de negligencia se confirmara, el hecho de que un gobierno permitiera tener semejante material peligroso almacenado en una ciudad, habla claramente de un Estado fallido, que se caracteriza por un fracaso social, económico, político e institucional y por tener un gobierno débil o ineficaz –que tiene poco control de las vastas regiones de su territorio, y no puede garantizar los servicios básicos–, entre otros aspectos. En sintonía con esta línea, cabe recordar que el día previo a las explosiones, el ministro del Exterior del Líbano, renunció advirtiendo que la falta de voluntad para implementar reformas amenaza con convertir al país árabe en un estado fallido.
La devastadora explosión de Beirut desde 10 ángulos distintos
No obstante, otras voces vinculan lo acontecido en Beirut con el veredicto que emitirá un tribunal de Naciones Unidas, mañana viernes, sobre el asesinato perpetrado en 2005, al exprimer ministro Rafik Hariri. Este episodio involucra a cuatro personas y se le atribuye a Hezbolá, una organización musulmana chií libanesa, fundada en 1982 en el Líbano, que posee un brazo político y otro paramilitar, considerada como una amenaza terrorista para el mundo, por Estados Unidos.
Hoy hay al menos dos hipótesis fuertes sobre el escritorio de la Justicia, que deberá confirmarlas o refutarlas. Donald Trump, intentó alimentar una de ellas expresando: "Tenemos una muy buena relación con el pueblo del Líbano y estaremos allí para ayudar. Parece un ataque terrible".
Líbano es un país muy inequitativo en términos de distribución de la riqueza, que convive con una inestabilidad casi constante, por guerras y conflictos internos o externos –tuvo una guerra civil que se prolongó 15 años y culminó en 1990– y con una gran cantidad de refugiados (según datos de ACNUR) que luchan por conservar sus vidas. El accionar del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no ha logrado apagar el fuego y la violencia en esta porción de Asia. Lo sucedido ayer en Beirut, es otra evidencia del odio o negligencia reinantes en esta región del mundo, dependiendo el grado de optimismo, objetividad y dolor que posean los lentes con los que se observa.
En el territorio del país ubicado en Oriente Próximo –bañado por las aguas del mar Meditérraneo–, al que varios Estados le prometieron rápidamente cooperación internacional, las alarmas se encendieron tarde. Lo hicieron cuando muchos corazones ya habían dejado de latir, y cuando la humanidad ya había perdido a un centenar de seres humanos para siempre. Sanar las heridas profundas de la detonación requerirá mucho tiempo y principalmente justicia.
*Analista internacional especializado en la Universidad Nacional de Defensa de Washington; director y profesor de Gestión de Gobierno en la Universidad de Belgrano.