Ayer, en Madrid, el personal sanitario se concentró en la Puerta del Sol, donde está la sede del Gobierno regional. Con sus batas blancas, parados a dos metros uno del otro, parecían piezas de un ajedrez imaginario en un movimiento defensivo extremo, tratando de evitar el jaque. "Hemos pasado de tener una nación enferma de coronavirus para tener unos sanitarios devastados", dice en la radio el portavoz del colectivo que denuncia el colapso del sector y la precariedad con la que se enfrentan a un posible rebrote. Se han terminado los aplausos de las ocho de la noche y ahora empiezan las voces que, durante lo peor de la pandemia, solo podían estar atentas a la catástrofe.
Al mismo tiempo, en La Gomera, una pequeña isla del archipiélago de las Canarias, se inició la prueba de una aplicación de rastreo a través de los celulares de trescientos contagios simulados entre sus habitantes. Unos tres mil vecinos se han descargado la aplicación y si alguno de ellos permanece más de quince minutos a menos de dos metros de alguna de las personas contagiadas el sistema lo advierte. La prueba durará dos semanas y tiene como fin comprobar y mejorar su efectividad para ser trasladada luego a todo el territorio.
Diario de la peste: el frágil equilibrio
En Varese, Italia, se han utilizado robots en los hospitales para reducir el riesgo de contagio del personal sanitario al tiempo que el papa Francisco crea un fondo para ayudar a las familias necesitadas de Roma mientras se hace cada vez más larga la cola diaria de los comedores sociales de la ciudad. Francisco ya no solo busca recursos para paliar la pobreza del tercer mundo, sale ahora al rescate de sus vecinos romanos.
El contraste entre la tecnología y la precariedad.
El mes pasado todo lo que estamos viendo lo advertía John Gray, politólogo de la London School of Economics. No alcanza con los aplausos diarios, los médicos necesitan mejores salarios y puede que consigan algún cambio a su favor, decía entonces, pero avisaba: "La automatización y la inteligencia artificial eliminarán franjas enteras de empleo para la clase media. La tendencia que está en marcha desde hace décadas se acelerará, y los restos de la vida burguesa desaparecerán". Francisco ya no mira a Sri Lanka, oye el ruido de fondo al otro lado de la puerta.
En Reinoso, un pequeño pueblo de Burgos, vivía en el Neolítico, cinco mil quinientos años atrás, una comunidad que levantó un dolmen que hoy es objeto de estudio de los arqueólogos de la Universidad de Valladolid. Han hecho públicas las conclusiones a las que han llegado hasta el momento, reconstruyendo la vida de sesenta y cinco personas inhumadas allí. Les llama la atención una anciana de cincuenta años, teniendo en cuenta que entonces las expectativas de vida eran solo de cuarenta, en la que al parecer un “cirujano” le realizó cuatro perforaciones en el cráneo. No solo se preguntan, mientras siguen investigando, la razón de esta intervención, de las que no les cabe duda, sino también quién era la mujer en aquella comunidad para recibir esta atención.
No deja de resultar curioso un destello de vanguardia sorprendente en el Neolítico que mueve la pulsión por sobrevivir. Tampoco de inquietar, a esta hora, cinco milenios después, como la innovación se empecina en dificultar el simple ejercicio de vivir.
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