El día comienza y al descubrir que la ventana ha estado toda la noche abierta, junto a la intensidad de las primeras luces de la mañana, es la señal de que el verano está aquí. No ha sido un descuido, la temperatura es suave y se vuelve a caer en la cuenta de que al comenzar la cuarentena aún estábamos, en el lado boreal del mundo, en invierno y hemos salido de ella cuando sobra el abrigo y el agua del vaso en la mesa de trabajo, si no se bebe pronto, pierde el frío, lo contrario que le ocurría a la taza del té, en el mismo sitio, hace dos meses y parece que fue ayer.
Algo ha pasado con el tiempo en este período.
Cortázar advertía que cuando te regalaban un reloj, era uno el regalado ya que te entregabas a la servidumbre de controlar que siempre diera la hora exacta, darle cuerda y convivir con el temor de que te lo roben o que se rompa. La hora en la cuarentena dejó de regular nuestra vida y, poco a poco, el reloj biológico fue dictando su propia dinámica. Una señal es la actual oscuridad uniforme de todas las ventanas vecinas en la noche. Semanas atrás muchas estaban iluminadas: la vida de quienes se movían allí había alcanzado el ritmo del deseo: ya no se adaptaban a una agenda externa, reinaba un orden distinto.
El espacio también se transformó. El reality show de la televisión, la hiperrealidad que registraba la vida de los otros se desplazó a la realidad de los salones de amigos, de afectos o los colegas que abrían la ventana de silicio para que entremos a su casa y ellos a la nuestra. El espacio exterior, la calle, como el mundo de Ciro Alegría, era ancho y ajeno. Ahora hay que recuperarlo y no es sencillo porque no es el mismo sitio que pisamos, hace mucho, cuando aún hacía frío.
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A simple vista, la primera impresión, es que todos han enloquecido y tanto el registro ocular cuando vas de un sitio a otro por la ciudad o ves, a través de los medios, las imágenes de playas abarrotadas o fiestas populares en las que se mueven multitudes que hacen oídos sordos a las indicaciones sanitarias o que los museos abren sus puertas y que, de un momento a otro, se asistirá a los estadios donde hoy juegan los partidos sin público. Es agotador, nubla. Sin embargo, después regresando con calma a las cifras reales, constatas que mucha gente sigue trabajando desde casa, que los que no usan la mascarilla son excepciones y que, en fin, las cifras que se van filtrando son asumibles. De momento.
En realidad, salir a la calle es convivir con el principio de incertidumbre, algo con lo que debemos enfrentarnos desde el primer momento de vida.
En plena cuarentena, como casi todos, releí algunos libros y también encaré algunos que sin que exista una razón lógica se fueron marginando con el paso de los años en la biblioteca sin haberlos abierto nunca. Eso me pasó con Missing de Alberto Fuguet.
Es una larga crónica de un sobrino, el autor, que busca a su tío, quien no se sabe si está vivo o muerto, en los Estados Unidos. La familia del narrador, chilenos, habían emigrado a Estados Unidos y en el lapso de muchos años, se conjugaron los regresos, las separaciones y nuevas partidas. Por el camino, el tío Carlos desapareció. Fuguet lo encuentra y nos enseña una vida escrita en los márgenes, pero en el mismo viaje va narrando la del resto de la familia que si bien se manejaron dentro de lo que podemos llamar cierta normalidad, puesta en crudo, espanta. La búsqueda, como no puede ser de otro modo, es la del propio autor que necesita el testimonio de un outsider para que le devuelva una mirada exterior del conjunto. Al final, el tío se fue, le confiesa, para "ser nadie sin que nadie te lo diga".
Vivir el principio de incertidumbre –no es otra cosa la vida– sin la presión de los tuyos, de los otros. Muchos, en la cuarentena, se han sentido como el tío de Fuguet, en la fantasía de vivir su propia vida, siendo nadie sin que nadie se los recuerde. Ahora hay que volver a salir.
MR/FF