El mes pasado, el Comité de Asuntos Exteriores del Senado estadounidense respaldó oficialmente la propuesta de Ley de Competencia Estratégica de 2021, que califica a China como un competidor estratégico en una serie de áreas que incluyen el comercio, la tecnología y la seguridad. Puesto que cuenta con los votos de ambos partidos (algo excepcional en los Estados Unidos en estos días), es más que probable que el Congreso la apruebe y que el Presidente Joe Biden la firme. Con ello, el antagonismo estadounidense hacia China quedaría consagrado en las leyes de ese país.
La Ley de Competencia Estratégica apunta a resaltar supuestas “conductas malignas” en las que China se ha involucrado para obtener una “ventaja económica injusta” y la “deferencia” de otros países hacia “sus objetivos políticos y estratégicos”. En realidad, la ley dice mucho más sobre Estados Unidos mismo –poco de ello positivo- que acerca de China.
EE.UU. solía tener una visión optimista sobre el desarrollo económico chino, reconociendo las lucrativas oportunidades que representaba. Incluso después del surgimiento de China como una potencia política y económica, las sucesivas administraciones estadounidenses consideraban en general a China como un socio estratégico, más que competidor.
Sin embargo, en los últimos años la visión de China como un rival estratégico ha pasado a ser dominante en el panorama político estadounidense, cuyos líderes prefieren en gran medida la confrontación a la cooperación. Es posible destacar dos características de este cambio: la rapidez con que ocurrió y el grado con que los estadounidenses –y sus líderes- han cerrado filas tras él.
Resulta irónico que el problema en parte derive de la extrema polarización ideológica que ha impedido la capacidad de sus líderes políticos de gobernar con eficacia y reducir los costes sociales de la transformación estructural en la era de la globalización y la digitalización. Esos problemas alimentaron la frustración popular y las tensiones sociales que crearon un terreno fértil para la campaña populista “Estados Unidos primero” del ex Presidente Donald Trump.
La demonización de China –que, a diferencia de EE.UU. manejó con prudencia los riesgos de la globalización económica para reducir los costes del cambio estructural- fue central para al atractivo electoral de Trump. Es quizás también el rasgo más notable de su doctrina que ha sobrevivido en la transición a la administración de Joe Biden.
La narrativa antichina ha permitido recuperar algo parecido a un terreno común en la política estadounidense. Los ciudadanos de ese país están aceptando una idea que les perjudicará mucho más de lo que los beneficiará. Lo que EE.UU. debería hacer es centrarse en cómo aprovechar el progreso tecnológico y la globalización y gestionar los riesgos surgidos de las perturbaciones estructurales relacionadas. Para tal fin sería enormemente útil una cooperación efectiva con China, junto con una mayor libertad de comercio y más apertura económica.
De hecho, según el ex Secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger, quien participó en una sesión especial del Foro para el Desarrollo Chino celebrado en Beijing en marzo, una relación bilateral positiva y de cooperación es esencial para la paz y la prosperidad globales. Y ningún estadounidense vivo está más cualificado para evaluar las relaciones sino-estadounidenses que Kissinger, cuya misión secreta a Beijing hace 50 años condujo al restablecimiento de los vínculos diplomáticos.
En sus declaraciones Kissinger reconoció lo difícil que será desarrollar la relación bilateral que el mundo necesita, observando que las distintas culturas e historias de estas dos “grandes sociedades” naturalmente producen diferencias de opinión. La tecnología moderna, las comunicaciones globales y la globalización económica son factores que dificultan todavía más el llegar a consensos.
Kissinger tuvo razón al destacar la tecnología moderna como un desafío clave. En el pasado, cuando las organizaciones de medios predominantes daban forma en gran medida a la narrativa popular, mantenerse relativamente neutro era la manera más efectiva de competir. En una situación en que el electorado compartía los mismos hechos, la mejor apuesta de los políticos era apelar al “votante promedio”, más que aquellos en los extremos. (Como Anthony Downs lo explicara con su “teorema del votante promedio”, inspirado por el modelo de Hotelling en economía, el resultado de la mayoría es la opción preferida por el votante promedio).
Sin embargo, la tecnología moderna ha fragmentado el paisaje mediático y erosionado el papel de “guardián” que desempeñaban las organizaciones noticiosas. Hoy se puede diseminar información imprecisa, engañosa o no fiable a enormes audiencias en un instante. Es más, se puede dirigir a quienes más probablemente concuerden con ella, y alejar de aquellos que discreparían.
Esto ha impulsado una creciente preferencia por información “personalizada”, y transformado las estrategias competitivas de los medios. En este entorno, el periodismo neutro no atrae tanto como el reporteo incendiario o ideológicamente sesgado, especialmente si se dirige por medio de algoritmos a quienes han sido condicionados para aceptarlo. Así, el papel de los medios de establecer una base fáctica común queda al margen y, con ello, la estrategia de apelar al votante promedio.
A medida que los medios estadounidenses fueron adoptando estrategias cada vez más sesgadas y orientadas a públicos específicos, la polarización profunda se hizo inevitable. Esto, junto con los nuevos incentivos a los políticos de ese país a apelar a los extremos ideológicos, ha roto el tejido de la sociedad estadounidense, alimentando la inestabilidad y el conflicto, obstaculizando la capacidad de sus líderes de abordar desafíos urgentes y socavando la posición de Estados Unidos como líder global.
China ha evitado en gran parte este problema de la tecnología moderna, aunque no sin costes y críticas, al controlar los discursos extremos en línea y limitar los ataques populistas a los valores predominantes. Pero eso no ha impedido la ira estadounidense impulsada por los medios de comunicación. En apenas unos años, la relación entre ambos países ha retrocedido de manera importante y el libre comercio global ha sido empujado al borde del colapso.
Como Kissinger dejó en claro, las dificultades de restablecer las relaciones sino-estadounidenses no deberían impedir que sus líderes lo intenten. Por el contrario, exigen que ambos lados “se esfuercen más que nunca” por trabajar juntos. No obstante, para Estados Unidos esa tarea debe comenzar por casa. La verdadera amenaza a Estados Unidos no es el ascenso de China, sino su incapacidad de dar respuesta a los desafíos de la tecnología moderna.
*Decano de la Escuela de Economía de la Universidad de Fudan y Director del Centro Chino para los Estudios Económicos, con base en Shanghai. Copyright Project-Syndicate.