En marzo de 1903, José Batlle y Ordóñez asume la presidencia de Uruguay. Allí arranca un formidable proceso de transformación de esa sociedad. Las innovaciones políticas del batllismo se pueden equiparar a las realizadas por el radicalismo argentino, aunque fueron más profundas. Las económicas, por otro lado, las podemos asimilar más a las del peronismo. Nos vamos a concentrar en los cambios económicos.
El batllismo, en sus diferentes gobiernos, nacionaliza los dos principales bancos, pone a producir las tierras fiscales, ataca a los latifundios, establece la gratuidad de la educación universitaria, estatiza la energía, los trenes, la empresa de telefonía, las destilerías de alcohol, promueve la sustitución de importaciones, sanciona leyes laborales de avanzada, expande al Estado y crea nuevos entes para una economía más compleja.
Mucho de todo esto sucedió del otro lado del Río de la Plata antes de que Hipólito Yrigoyen asuma su primera presidencia.
Uruguay floreció entre 1915 y 1955. Esa república abrazó lo que el historiador Benjamín Nahum denominó los “valores humanistas” del presidente Batlle o lo que la historiadora Mirta Moscatelli llamó “nacionalismo universalista”. Uruguay se había convertido en la Suiza de América.
Pero el sueño pasó a pesadilla a fines de los años cincuenta. Se hundieron los precios de las exportaciones y ese estado de bienestar se volvió difícil de sostener. Los sectores terratenientes y financiero rompieron el largo consenso y forzaron un volantazo. Los 250.000 empleados públicos de 1960 fueron los primeros castigados, después vinieron los 325.000 jubilados. En esos años, mientras Argentina, igual que ahora, incumplía los acuerdos con el FMI, Uruguay se esforzaba por acatar lo que había firmado. Todavía en democracia, comenzó la emigración uruguaya que se llevaría a un quinto del país. La violencia escaló. Por eso, la única forma de completar el programa de ajuste estructural fue con lo impensado en Uruguay: las Fuerzas Armadas dieron su único golpe de estado en junio de 1973 y durante doce años tomaron como misión aplastar a la economía batllista. Lo lograron. “Un páramo” llamará el investigador Alain Rouquié al país que emergió de ese proceso.
Uruguay hoy
Hoy casi toda la política uruguaya se autoproclamará “batllista” y tal vez esa es la mejor prueba de que el batllismo tiene un fuerte legado pero que no existe más. La izquierda fue adueñándose de sus votos porque el tapón sobre su cabeza (similar al que hoy representa el peronismo para la izquierda argentina) desapareció.
Nuestros hermanos del otro lado del Río de la Plata gozan de un índice de desarrollo humano superior al nuestro y de una economía envidiablemente estable. Pero esa es sólo una parte de la historia.
Desde el ajuste estructural, la población uruguaya se encuentra estancada. El ex presidente José Mujica ha llegado a denominar a Uruguay como “un país de viejos en vías de extinción”. En 1985, Costa Rica tenía menos población que Uruguay, hoy lo supera en millón y medio de habitantes. En 2021 las defunciones fueron más que los nacimientos. Un 20% de los uruguayos son emigrantes contra 2,5% de los argentinos. En 1908, la población uruguaya equivalía al 13% de la población argentina, hoy equivale al 7%. Lo más preocupante es la tasa de suicidio, una de las más altas del mundo.
El origen del estancamiento de la población no se encuentra solamente en su perfil demográfico europeo porque eso no explicaría ni la fuerte emigración ni tampoco que la alta tasa de suicidio siga creciendo: era de 14 cada 100.000 habitantes en 1998 y en 2021 fue de 20 cada 100.000 habitantes.
Todos estos datos representan dos caras de una misma moneda: el fin de la economía y de la épica batllista.
Lo que sucede es que a lo largo de seis décadas se eliminó la artificialidad de la economía: no hay costosos subsidios industriales ni energéticos, no hay grandes moratorias, el Frente Amplio no aumentó drásticamente el número de empleados públicos y el sector agroexportador consigue retener toda su renta, a diferencia de lo que sucede acá. Sin casi nada de artificialidad, el resultado es esta cantidad de población y esta cantidad de uruguayos fuera de su país. Uruguay contiene a quienes su economía puede tolerar.
La épica de “Suiza de América” y “nacionalismo universalista” sólo puede verbalizarse hoy como propaganda, pero no como realidad. Una combinación de expulsión económica y ausencia de un relato inspirador llevan a que otros sentimientos ocupen ese espacio. Nadie mejor que Mario Benedetti lo retrató en esos personajes cínicos de su novela “Gracias por el fuego”. El mismo Benedetti llegó a decir en los sesenta que Uruguay era “un país de empleados públicos”, una paradójica coincidencia con el posterior ministro de economía de la dictadura, Alejandro Vegh Villegas, el Alsogaray charrúa.
Uruguay avanza hacia el tratado de libre comercio con China
Elevar a José Mujica a la categoría de rockstar o entrar en un acuerdo de libre comercio con China son también intentos de reinventar una épica, por izquierda o por derecha. Y la comparación con el vecino agónico funciona de placebo, pero pronto se agotará, como ya se les agotó a los chilenos.
En síntesis, el cráter dejado por el batllismo sigue vacío.
¿Australia o Gran Uruguay?
Los dirigentes del no-peronismo, después de llevar adelante su verdadero programa que no es otro que eliminar la artificialidad de la economía -es decir, lo único épico sería el ajuste-, nos prometen Australia. Tal vez esos dirigentes deberían mirar con más detalle acá al ladito, al país donde veranean.
El final del peronismo y de su creación, una economía imposible que intenta cumplir nuestro supuesto destino de grandeza, probablemente nos dejaría como una especie de Uruguay de tres millones de kilómetros cuadrados.
Las consecuencias no serían sólo demográficamente catastróficas, el país también perdería casi todo su realismo mágico. Porque nadie puede decir que a los argentinos nos falta mística, por el contrario, nos sobra. Felipe González insistía en los ochenta que “España tenía más política de la que podía tolerar” y que “la política española tenía que volverse más aburrida”. ¿No le parece, estimado lector, que retrata fielmente nuestro panorama actual?
En las conclusiones de su aclamado libro “Estado Militar” (1984), Alain Rouquié escribió que “lo más probable es que los países de Sudamérica sigan el camino argentino del golpe de estado permanente”. Se equivocó de cabo a rabo. Y se equivocó por esa interpretación eurocéntrica de creer que Argentina es “el país más adelantado de América Latina”. Lo opuesto puede ser cierto: que Argentina va a la zaga de algunos de sus vecinos.
Conclusión
Vamos a resaltar dos diferencias clave con la experiencia uruguaya. El peronismo subordinó al sector agroexportador a los intereses del país de forma más contundente que el batllismo. Este será el legado peronista por excelencia. Además, en Argentina, la bala de plata del poder militar, es decir, el primer golpe planificado, ejecutado y gestionado por el ejército clausuró el capítulo oligárquico y construyó el peronismo, lo opuesto a lo que sucedió en Uruguay: el único golpe del ejército terminó de derrumbar la experiencia batllista.
Esta nota fue escrita en medio de un nuevo pico de rechazo al Partido Justicialista por parte de la opinión pública y de renovadas dudas sobre la viabilidad de la sociedad transformada por Juan Perón. Una sociedad que todavía se niega a soltar su supuesto destino de grandeza y ya no hay ejército de ocupación que pueda obligarla a hacerlo.
Después de cuarenta años de democracia, depende de ella elegir, libremente, dejarlo ir.