El capuchón algodonado del hisopo ingresa carente de mimos dentro de la cavidad nasal. Recorre el estrecho canal ascendente a la vez que raspa las paredes mucosas hasta dar contra un cartílago tabicado que despide una evocación incómoda al ser estimulado, impulso eléctrico que en milésimas de segundos se propaga hasta los talones. La sensación del estudio nasofaríngeo es desagradable. Pero a bancarla, hombre, todavía resta el otro orificio.
La pandilla de laboratorio que se encendió detrás del llamado a la puerta de la habitación consta de cuatro miembros, metidos en sintéticos monos celestes, enguantados, protegidos también por mascarillas transparentes flexibles, que nacen junto al soporte de la vincha y mueren sobre el extremo superior del esternón. Dos de ellos asumen el control frontal al recolectar las muestras del sospechado, los otros detrás, a unos cuatro metros de distancia, encargados de recoger datos.
Por pedido del personal sanitario, inclino la cabeza hacia atrás, boca abierta bien grande, la lengua extendida, ligeramente recostada sobre el paladar inferior. El bastoncito peludo fricciona ahora la parte posterior de la garganta. La faringe se irrita, sí, las arcadas florecen. Las muestras del hisopado orofaríngeo son almacenados, al igual que lo extraído de la nariz, en tubos plásticos.
¿Puede una vacuna centenaria vencer el coronavirus?
Por cuarta vez desde que se desató la pandemia planetaria, pasaré a formar parte de las estadísticas. Ocurrió cuando estaba varado en España a la espera del regreso; como repatriado en el vuelo de Aerolíneas Argentinas; hace unos días como confinado en un hotel de la Ciudad de Buenos Aires, y ahora.
La propagación de datos y estadísticas puede resultar tan beneficioso y esclarecedor como dañino. Los presentadores televisivos, hoy vedettes del tejido comunicacional, suelen exponerlos como síntomas de una contemporaneidad asfixiante. Los especialistas convocados por éstos, en muchos casos confunden más de lo que iluminan. En cualquier caso el resultado no puede ser otro que un ciudadano, de por sí flaco en recursos, que pasa del asombro a la incredulidad, para finalmente caer rendido ante el susto paralizante.
Hoy sabemos, o creemos saber, que el virus ostenta una habilidad sorprendente para habitar sobre cualquier superficie, aunque -también nos dicen- carece de técnica para volverse un asesino infalible. Hablamos de curvas de contagio, de muertes, de infectados, de recuperados, pero poco de testeados, básicamente porque no existen en la escala esperable. De producirse testeos masivos, los resultados podrían resultar escalofriantes.
A los fines prácticos, y para comprender la contaminación desenfrenada de este nuevo coronavirus SARS-CoV-2, tal vez convenga elaborar una síntesis de su génesis, propagación y permanencia.
Mientras en Argentina los supermercados explotaban con las compras de último momento para delinear la juntada findeañera con amigos, familiares, ese proceder tan nuestro cuando habitábamos otro mundo, la Organización Mundial de la Salud recibía un informe confeccionado por el gobierno chino en el que se asentaba la aparición, en Wuhan, ciudad de la provincia de Hubei, de casos de neumonía provocada por causas hasta entonces desconocidas. Cinco días después, la OMS publicaba un comunicado que daba cuenta de 44 casos, en su gran mayoría trabajadores de un mercado de la ciudad antes mencionada; no podía establecerse el contagio entre humanos. Se procedió así al cierre del mercado y, días después, en la semana que va del 9 al 16 de enero, se producían las primeras muertes. El 20 la transmisión entre humanos era un hecho. Tres días después, la provincia china blindaba sus fronteras.
Coronavirus: realizarán tests a todos los que presenten síntomas en zonas de circulación local
Fuera de China, es recién el 30 de enero que se registra en Italia el primer caso importado, dos turistas chinos hospedados en Roma, procedentes de Wuhan. A la mañana siguiente, el gobierno bloquea los vuelos con China, Rusia y Francia proceden de la misma forma, mientras en Gran Bretaña se registran los dos primeros casos. En España habrá que esperar solo un día para destapar al primer contagiado, un viajero de origen alemán.
El 21 de febrero en Italia ya son 15 las personas contagiadas;55 al día siguiente. En España, si bien de manera más pausada, la escalada ocurre de manera similar. Tres casos el 25 (procedentes de Italia), el primer “autóctono” al día siguiente, y se descubre a un valenciano fallecido el 13 de febrero que había sido, cómo no, liquidado por el virus. Para el 9 de marzo, España registra 999 casos. A partir del 10, todo se amplifica, más que nada en Italia y en España, que suspende el 12 su liga de fútbol, al igual que clausura las escuelas, justo un día después que la OMS declarara la pandemia global. Con argumentos de lo más atolondrados, el gobierno británico espera hasta el 23 para confinar a los suyos.
Existen datos y estadísticas que nos mantienen alertas. Posiblemente se deba a la cercanía -geográfica, pero también emocional- de los hechos. Si Buenos Aires, ciudad donde nací y resido desde entonces, fuera víctima a diario de bombardeos aéreos propiciados por alguna potencia extranjera, el recuento de víctimas sería igual de elocuente, difundido y alarmante para la inmensa mayoría: ¿y si mañana me toca a mí?
Por el contrario, todos los días circulan tantísimos otros datos aquí y allá que, incluso tejidos con mayor rigurosidad que los demostrados en esta distopía, se desvanecen delante de nosotros sin siquiera afectarnos. En Argentina, y a un clic de distancia, podemos referirnos a la desnutrición, el maltrato infantil, la violencia de género (hoy visibilizada), los accidentes de tránsito, suicidios, asesinatos, podríamos cubrir páginas enteras con ellos. Como sea: en nuestro país mueren a diario más de mil personas por las razones más diversas.
Otro dato estadístico. Hoy el planeta celebra el Día Mundial de Concientización del Autismo. En Europa, se calcula que el Trastorno del Espectro del Autismo (TEA) afecta a 1 de cada 100 niños y niñas. En Argentina las cifras difieren según la fuente consultada, pero podemos ubicar el número en 1 cada 60 niños y niñas.
En los últimos días, vimos cómo en algunas ciudades españolas, padres y madres que comenzaron a realizar salidas breves con sus hijos o hijas con TEA -a instancias de las recomendaciones terapéuticas y avalados por las modificaciones protocolares-, eran no sólo repudiados desde el anonimato balconero, sino agredidos de formas impensadas. Todo ello en presencia del niño o niña, claro. Desde nuestro país, una asociación arrimó una solución que no hizo más que potenciar la polémica: utilizar un brazalete o pañuelo azul en la muñeca para ser detectados por el infeliz agresor y de ese modo circular sin su castigo. Muchos consideran que la medida no sólo no corta los tentáculos del acusador insensato, sino que acerca otro problema: la estigmatización.
Como sea, tanto en España como en Argentina los tiempos de la distopía no diluyen los ánimos de retrógrados agazapados en las sombras alertas para lanzar la estocada, sino más bien lo contrario. Aunque también sabemos que para la vigilancia y la ejecución normativa están las autoridades competentes. Si lo comprendemos, estaremos evitando, al menos, ser carne fría cuantificable en otra espantosa estadística.