Repasando en estos días el libro La lentitud de Milan Kundera, plantea que en la matemática existencial, la experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales, dice el autor, que el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria, y que el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido. Sirva la reflexión para pensar un poco en el fenómeno de la comunicación moderna, el flujo constante de datos su crecimiento exponencial y las redes físicas o inalámbricas que los trasportan. Como también, nuestra necesidad de creer en todo lo que por ellas circula y los peligros de la mentira en tiempos como dice Kundera de velocidad y de olvido vertiginoso.
Todo el universo que conforma lo recibido y enviado (documentos, mensajes de textos, videos, sonidos), se enmarcan en tres factores convergentes que definen y caracterizan el rumbo de la realidad tecnológica en que estamos inmersos. El primero lo forman las redes de conectividad las puede ser inalámbricas o físicas. Los estados regulan y participan activamente en su actividad, en el caso de otorgamiento de licencias, o en el control y uso de las frecuencias de espacio radioeléctrico. El segundo elemento lo constituyen los dispositivos con los que nos conectamos a esas redes. Hoy mayoritariamente lo son teléfonos celulares. Su capacidad de almacenamiento, inteligencia artificial y software se modifican cada año en proporciones destacables. Comprenden desde el diseño y capacidad de sus lentes, sus núcleos de procesamiento hasta la duración de sus baterías (el último Premio Nobel de Física fue otorgado por las mejoras de las mismas). El tercer elemento está conformado por los contenidos que se trasportan por las redes y se visualizan en los dispositivos.
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En las últimas décadas el crecimiento de la conectividad ubicua ha arrasado cualquier intento de manipulación centralizada, control de contenidos o de censura previa. Los estados se han visto ante la disyuntiva de observar impasibles muchas veces como las leyes o los designios jerárquicos desaparecen en ámbitos electrónicos. Es por ellas donde la voluntad del soberano queda relegada a la interconexión de centros dispersos y anárquicos en cualquier rincón del planeta. Esta situación es la que ha provocado por un lado, la libertad más amplia de información y circulación de datos de la historia y por el otro, la ruptura de la eficiencia de los mecanismos de control y regulación en ámbitos virtuales.
En un corto tiempo se pasó del monopolio de decisiones y generación de contenidos de forma lenta, centralizada y unidireccional hacia una compleja capilaridad de centros dispersos e iguales en la generación de esos contenidos. El poder de creación de normas, territorialidad de las mismas, juzgamiento de conductas y control policial no cabe en el actual esquema de funcionamiento de Internet y en particular de sus redes sociales. Las usinas modernas de debate, crítica e información superan a los viejos modos de concepción de los estamentos jurídicos, políticos e informativos. De ahí las dificultades ante la regulación de nuevas conductas disvaliosas para la sociedad que por medio o través de los canales electrónicos ocurren y se dan en los últimos años. Solo por nombrar algunas incorporaciones a nuestro ordenamiento jurídico, el daño informático, el acceso remoto a dispositivos, la apropiación de datos o el grooming vieron la luz como delitos hace poco relativamente.
La velocidad e inmediatez de todo lo que transmitimos, respondemos, compartimos o difundimos se convierte en real aunque no sea cierto. Esta paradoja de la actualidad (¿tal vez potenciada por el aislamiento?) parece convertir más que nunca aquello que es virtual en real, aunque sea mentira.
Uno de los temas que ilustra como pocos esta situación es el fenómeno de las noticias falsas. Desde ya que no es nuevo, ni dejará de existir. Lo que si se ha convertido en novedoso es la posibilidad de expansión que adquiere por las características; velocidad, daño y alcance global de lo que estos medios electrónicos de comunicación permiten viralizar. Suena paradójico usar ese término ahora.
¿Qué fascinación encierra el crear y difundir noticias falsas? Qué es lo que nos atrae y porque le damos verosimilitud? ¿Porque las escuchamos e incluso las compartimos? La respuesta podría ser la misma a las razones que nos atrapan cuando leemos una novela de ficción o vemos una escena de terror en el cine. Aunque sepamos que es irreal, imaginario o imposible nos sumergimos y lo aceptamos como cierto. Las noticias falsas dejaron de ser un tema del análisis del ámbito académico, en la actualidad el problema llega a debates que implican el equilibrio de un juego de valores como ser la libertad de expresión, la seguridad, la credibilidad, la regulación de las redes sociales y el prestigio de los medios y la comunicación pública.
Nuestro país no está alejado de ello. En el marco político, la Cámara Nacional Electoral ha emitido una acordada a fin que los partidos políticos adopten medidas para contribuir a verificar la autenticidad de las fuentes de información en materia electoral, facilitando los canales oficiales de comunicación de los candidatos y el registro de sus canales de información electrónicos de los mensajes electorales.
WhatsApp limitó la posibilidad de circular algunos mensajes, sin embargo la falta de una autorregulación más amplia, de una norma o de la voluntad de las redes sociales de encontrar mecanismos de resolución de este conflicto, hará prevalecer sobre los ciudadanos, de los medios de información, de los periodistas y los comunicadores la responsabilidad en terminar y cortar la difusión de lo que es una falacia.
¿Este será el precio a pagar por la celeridad e inmediatez de las noticias en contra de su veracidad y corroboración? La velocidad con que compartimos un audio o video lleva como correlato a hacer prevalecer lo efímero y perenne. Aunque impacte o conmueva, el daño siempre trae consecuencias verdaderas.
*Coordinador Académico de la carrera de Cs. Política y de Gobierno UCES.